lunes, 9 de abril de 2018

Víctimas y culpables

Los culpables: Puigdemont y compañía, les ofrecieron un sentido a su vida y una misión conjunta que permitió que se sintieran “poderosos” o “revolucionarios”, formando parte de un “todo” mucho más grande, y encima solo sonriendo, y sin que le costara nada a nadie. 

Era mentira. No había nada a lo que pertenecer, y el coste iba a ser elevado, para ellos y para otros. Tendrían que ser violentos.

Son personas normales de perfiles muy diversos, con una vida normal, o rutinaria, o con problemas.


Comprensión para ellos, cárcel para los culpables. 

domingo, 25 de marzo de 2018

El destino y la suerte

Había alquilado un coche y llegaba a la empresa por la mañana. Después de los saludos pedí que me dejaran ver el almacén. Yo tenía una cierta fama de encontrar soluciones para mejorarlo. Normalmente pedía que me dejaran ir solo para sentirme a gusto y poder preguntar. En un almacén  trabaja mucha gente pero el tamaño hace que casi no se note. Miraba y tomaba notas en mi libreta cuando me lo encontré. Estaba muy delgado y llevaba gafas, pero lo reconocí. Ninguno de los dos se esperaba aquel encuentro, hacía toda una vida, literal, que no nos veíamos. Pero apenas pudimos disfrutar el re-encuentro. Él estaba haciendo un trabajo manual en el almacén y yo teóricamente debía decidir sobre él. Fue como cuando uno sube a una montaña rusa, con ganas y miedo a subirse. Creo que los dos quisimos contarnos demasiadas cosas, y justificaciones acerca del encuentro y de nuestra vida, acerca de lo que estábamos haciendo los dos ahí, y apenas cruzamos información por la sorpresa. Me vieron hablar con él, y después me preguntaron de qué le conocía, se notaba que le apreciaban.

Veraneábamos en aquel caserón con las contraventanas azul claro en medio del pueblo. Todavía me acuerdo del mecanismo que hacía girar las láminas de madera para dejarlas abiertas en horizontal o cerradas, cuando se inclinaban todas arriba o abajo gracias a una tira vertical que las unía. Entre semana subía a los arboles como cualquier niño, en particular a la higuera en la linde de la propiedad, en “la parte de abajo”, más allá del nogal, en donde había que luchar con unas pequeñas hormigas rojas que hacían de guardianes de aquella entrada. Una balsa con agua verde muy oscura, un huerto un nogal, un palo santo, un níspero y otros frutales ocupaban el terreno de aquel caserón. Yo esperaba con ansiedad la llegada del fin de semana para ver que tarea importante íbamos a hacer.

Subir a los arboles se transformó en subir al manzano para podarlo. También practicamos el ritual de pintar. Antes hacían los pinceles con los pelos del cerdo, y pintar significaba sacar el aguarrás para limpiar cuidadosamente los pinceles, un tarro, un trapo, sentarse en una silla para dar los brochazos regularmente, sin prisa, un ritual vamos. Ahora los pinceles son baratos, hay pinturas al agua, que ya no huelen como antes. Y ahora sé, porque lo he leído, que otros como Tom Sawyer cobraban por dejar a alguien que pintara.

Ahora pintábamos, luego creábamos un jardín con rocalla, cactus y rocas, en aquel rincón, que nos llevó varios fines de semana, y nuestros padres se asombraron con el resultado.

Otro fin de semana hubo que quitar aquel sauce llorón cuyas raíces amenazaban a la balsa con la que se regaba el huerto. Las ranas no paraban su estruendoso concierto, debajo del sauce, sobre todo al atardecer. Hubo que cavar muchas horas para dejar al descubierto las raíces, y luego hubo que trocear las lágrimas del sauce hasta reducirlo hasta la nada: quemamos las lágrimas en una hoguera, y las raíces darían calor en la chimenea cuando hiciera frío. Cortar el pasto de “la parte de abajo”, aprendiendo a manejar la guadaña, “herramienta de simple concepto pero de difícil manejo”, plantar las “buganvillas” en la parte soleada de atrás el caserón donde el granado (“se iban a dar bien, había mucho sol en verano y pronto llenarían la pared”) No todo había que hacerlo de golpe, sino disfrutándolo, con calma, pequeñas cosas cada vez, aquel caserón mejoraba poco a poco, y los fines de semana pasaban muy despacio.

El equipo de música tenía toda una historia. Me enseñó a sacar con cuidado los vinilos del sobre de cartón, a sacarlos de la funda semi transparente, ponerlos en el plato y depositar la aguja. Otra vez la tecnología, pero no sé si era por el miedo a rayar un disco, pero entonces pensábamos que los músicos que hacían los LPs ponían una canción detrás de la otra porque también era una parte de su obra. Había que oírlos enteros. Era un equipo caro. Su hermano, montañero, lo había traído saltándose la frontera a pié con unos amigos. Me los imaginaba con el equipo en sus mochilas, pesado, al atardecer, caminando entre pinos cuidadosamente, evitando a los guardias civiles para que no los detuvieran. Pasamos muchas horas oyendo música, escucharla por la noche se hizo otro ritual. Yo era uno de los pocos que tenía permiso para usar el equipo.

Trabajaba como ingeniero técnico en una fábrica de sujetadores de un pueblo cercano, todas las mañanas, temprano, cogía el autobús para ir a trabajar. Se casó. Ella tenía los ojos claros y el  pelo negro. Tuvo una hija. Fuimos a verla a casa de su mujer. Muchos convencionalismos, o así me los presentaron entonces, empezaban a ponerse en duda. Más del 50% de la humanidad tenía dos, y casi el 100% nos habíamos criado con ellas. En un momento dado, ante la mirada de discreto horror de mi madre, ella se sacó una teta y maniobró para darle de mamar a su hija. Yo no vi lo mismo: ella me enseñó un fantástico pecho redondo, voluminoso, bien formado, precioso y luego se lo dio a chupar a su hija. Yo no podía dejar de mirarla, aunque intentara disimularlo. ¿Donde estaban los límites? Obviamente la violencia es repugnante, ahora y entonces, aunque entonces se escondiera. La igualdad entre hombres y mujeres no existe, ni antes ni ahora. Creo que después mi madre me contó algo acerca de la intimidad y que no debía hacer caso de algunas cosas, que solo eran una moda.

Cuando el se independizó yo dejé de subirme a los arboles. El cuidado, la importancia de las cosas aunque fueran nimias..., ¡lo que aprendí aquellos veranos!

Toda una vida da para muchas explicaciones y existen cosas que pueden educar a un hombre, y una especie de destino, llamado también buena suerte o mala suerte que es importante y que marca nuestras vidas. Después del encuentro pasé varios días intentando contactar con él, intentando averiguar el porqué estaba allí. Cómo fue posible que pasáramos desde  que él me enseñara el ritual de pintar, hasta el momento en que yo debía decidir cómo trabajaba.

Semanas después me enteré por mi madre que mi primo había muerto de cáncer. Ya no era posible pedirle explicaciones a nadie.


sábado, 24 de marzo de 2018

El semáforo rojo

Varios viandantes se acercan. Una niña de la mano de su abuelo. Un hombre sólo, que parece saberlo todo con su elegante traje, mirando hacia todas partes, buscando algo. Una pareja mirándose entre ellos de una forma que demuestra que todavía no han descubierto la vida real. Todo el mundo pendiente del muñeco rojo. Los coches pasando, algunos ruidosos. Parecen ignorar a la gente que cada vez en más cantidad espera a cruzar, aunque los coches que pasan veloces tapan su imagen.

La joyería de la esquina, la entrada del supermercado, el portal en el que sería capaz de identificar quien entra, sin luces. Los coches pasando deprisa por delante, no dejándome ver claramente algunos de los peatones. Ahora una novedad en forma de ciclista pasa por delante en la calle más despacio. Los ladrillos rojos tan quietos, siempre en el mismo lugar, casi que podría decir cuantos son. Limpios.

Ella llega entre dos coches, uno rojo y ruidoso y otro blanco y silencioso. Parece concentrada. Él, las manos en los bolsillos, mira hacia todas parte, está descubriendo. Algo me hace pensar que esperarán juntos. De repente, la niña se suelta de la mano del abuelo y se baja de la acera. Todos los que están esperando se mueven deprisa para alcanzarla. Ahora se cae y él se acerca a la niña. Se ha alterado el orden, ya no todos están en fila esperando atravesar la calle, sino que se agolpan alrededor de un punto, obviamente la niña.

Dos motos están aparcadas junto al semáforo al lado de la valla metálica. Puedo ver a dos jóvenes ocupando el medio banco que puedo ver. Realmente solo la veo a ella, a él me lo imagino, pero los rayos de sol y su cara me hacen imaginar todo el cuadro con grandes posibilidades de acertar.

Ellos dos ya están hablando, como imaginaba.  No oigo lo que dicen pero claro, los niños son peligrosos, o no ven el peligro, suerte que la cogió aquel señor del traje, sino igual no estaría contándolo. Ella Isabel, él Juan, por ejemplo, siguen pasando coches. Y a más tiempo estén parados más conversación. A juzgar por lo animados que parecen seguirán hablando, cuando lleguen al otro lado de la calle ya serán amigos.

Un cartón con algo que parecen letras le sirve al pobre sentado, apoyado en la casa de enfrente para explicar su infortunio sin palabras. La joyería de al lado forma parte del sin sentido de la esquina. Está sentado. Puedo ver a más gente, un anciano con su bastón que camina despacio, una sudamericana, su cara no deja dudas, que camina rápido por detrás del muñeco rojo y por detrás de las motos, Van hacia la otra esquina. La pareja que ya está hablando, ¡acerté!

Varias señoras se han juntado a hablar con sus carros de ruedas a la puerta del supermercado, los bolsos colgando de su brazos, los carros, por fin, sueltos apoyados en la acera. Solo uno de ellos está lleno, las otras señoras, probablemente, todavía no han entrado. Estoy en un barrio bien, la calle está limpia, el portal con adornos de mármol, ocultado en su sombra un buen espacio detrás de unos escalones.

Ella y él hablan animados, ambos bien parecidos, bien vestidos. Ojalá que tarden en cruzar. Los dos sobre los 20 años, vaqueros, bolso de piel, bien parecidos. Unos segundos para encargarse de la niña, luego aprovecharon el minuto.

Dejan de pasar coches, los peatones ya casi bajan de la acera, yo le entrego a mi compañero de verde. El verá a los peatones pasando, también verá la casa, el pobre, la joyería, el portal, el medio banco, los ladrillos, también el muñeco de enfrente.

...


Un grupo de niños que se tiran papeles, un señor con una caja de plástico que no sé lo que lleva, dos ancianos con gorra y bastón, una señora con su carro de ruedas de cuadros, seguro que va al supermercado. Los jóvenes del banco ya se han ido, un motorista se pone el casco de pié al lado de una de las motos, se sienta, la arranca y sale con estruendo. No hay nada interesante como en el semáforo anterior.

El trono

La pregunta que me habían hecho era importante, la respuesta probablemente también lo sería. La sala estaba llena, notaba la expectación de la gente y por eso lo que dijera afectaría probablemente a la vida de todos. Me fijé en los ojos azules de una chica de la primera fila que no parpadeaban esperando mi respuesta y cómo en un momento se le cayó un bolígrafo rojo al suelo. Lo que dijera ahora probablemente era más importante para mi que para nadie

Eran verdes y muchos, tantos que parecían formar un terciopelo de color uniforme. La recién estrenada primavera dejaba una sensación como de sudor fresco pero sin calor. La roca en donde estaba sentado al que acudía siempre que tenía que decidir algo importante. La brisa soplaba fresca a esa altura en la montaña y el olor de resina de los arboles, movía los pinos y le ponía música a aquel lugar. Mis manos sentían las pequeñas piedras sobre la fría roca. Estaba en Canencia, orientado al norte, todo el valle a la vista, un fondo azul para las nubes, el verde de los pinos.

Todo empezaba cuando decidía que tenía que ir. Me subía al coche, conducía por la autopista, luego el coche subía por la carretera llena de curvas, entre los troncos de los pinos y su sombra. El breve paseo por el camino de tierra en subida. Ver mi roca detrás del recodo, unos segundos antes y pensarme sentado sin estarlo,... Cuando me sentaba en aquella roca, podía pensar en algo o no, decidir algo o no, pero lo primero que hacía era apreciar la vista, y, como si fuera el viejo rey de los asteroides, sentía que todo lo que veía me haría caso si se lo pidiera.

Toda la vida me las había apañado para no tomar decisiones. Siempre había conseguido que el destino se encargara de decidir, haciendo que una de la opciones casi fuera evidente.

El lugar en dónde tomaba mis decisiones no siempre fue el mismo. Aquel banco de madera, era tan duro como la piedra, el techo era muy alto, casi el cielo para mi tamaño, el fresco lo daba el tamaño de la iglesia del colegio, y una imaginaria brisa me refrescaba los piernas. Llevaba pantalones cortos.

Hace muchos años le prometí las estrellas a unos ojos azules. Me fui lejos de mi casa, dejé a mi padre y a mi madre, mi pasado,... y busqué cosas que me permitieran cumplir mi palabra. Sentado aquella noche debajo de las estrellas, al borde del mar, la brisa fresca en mi piel, no tomé ninguna decisión, solamente era posible una opción.

La vida siempre puso una montaña detrás de la última, muchas cosas que hacer, muchas amenazas. El camino se había convertido en objetivo y al revés. La realidad siempre se  empeñaba en llevarme la contraria.

Ahora mis hijos ya no me dejan conducir, mi abogado tampoco. Tal vez sea por mis años o porque me  muevo difícilmente, pero busco resumir, aprender a contar mi vida, recordar, ver, justificar,…

Después de muchos años, de olvidar aquellos ojos, aquellas promesas, de nuevo estoy sentado en mi silla, dispuesto a dar la respuesta definitiva.

La brisa empezó a mover mi camisa, la reconocí de inmediato, y me levanté a recoger el bolígrafo rojo y devolvérselo a aquellos ojos que parecieron sorprendidos.

Mi respuesta no tuvo nada que ver con espantapájaros, mucha gente me había llevado la contraria,  ni con elefantes voladores, todo el mundo sabe que existen, ni con ninguna reflexión profunda acerca de la vida.

Nadie pudo estar en desacuerdo con lo que dije.


sábado, 17 de febrero de 2018

Turrubares

He estado en algunos lugares a los que todo el mundo debería ir. He estado arriba de la Torre Eiffel en donde me sentí como una hormiga en el enorme árbol de acero y sentí el aire que sopla en las alturas. 
He desayunado en un lujoso restaurante en lo alto de las Twin Towers, un lugar desde donde nadie, nunca más, podrá volver a ver Nueva York. 
He oído el mismo vendaval con el que jugaban las gaviotas en el cabo de Caballería en Menorca.
También he sentido el calor y olido el fuego al entrar en casa viniendo de un frío que me golpeaba hasta el fondo de mis huesos. 
Todos, lugares que cualquiera puede encontrar.


Pero hay un lugar cerca de la sierra del Aguacate en Costa Rica, en donde encuentras amigos y el aire sopla lo justo para aliviar el calor. En donde los colores, el ruido del agua y la comida te provocan la siesta en la hamaca. Lo único que no tiene es ninguna necesidad de volver. Más que un lugar es un estado de ánimo. Paz.

martes, 9 de enero de 2018

Mi prima

- Con estos empecé yo.

Mi prima Ana María era mayor que yo, y cuando insistió en regalármelos me enseñó que no todo costaba dinero. 

Yo era un anciano niño, orgulloso de haber llegado a su casa sólo, en una ciudad que se haría mayor conmigo y que llegaría a amar.

Islas solitarias que nunca pisé, sentimientos desconocidos, experiencias compartidas, reflexiones de otra forma, bellas palabras, relatos inquietantes, mundos desconocidos o inexistentes, pensamientos, personajes raros, admirables,... a veces solamente colección de palabras.

Ya no vivo en esa Ciudad, ya he dejado de amarla, pero yo empecé a leer entonces.

viernes, 22 de diciembre de 2017

Llueve

El cielo se ha puesto oscuro al entrar en el colegio. No podía olvidarme de lo que Justin me había dicho y la foto horrenda del periódico que me había enseñado, pero tenía que resolver el tema del colegio, daba por hecho que no habría problemas. Empezó a llover mientras esperaba sentado en un banco de madera en el pasillo.

Habíamos elegido la casa en donde íbamos a vivir en función del colegio de los niños, creíamos que después de la “faena” que les estábamos haciendo, al menos teníamos que ahorrarles el tiempo de ir al colegio. Era un gran caserón con un jardín en el medio con una piscina, muy cerca del colegio se podía ir andando, a menos que lloviera. También estaba cerca de casa de mi amigo Justin.


El patio se cubrió de charcos, incapaz de tragar el agua que caía. Enormes gotas por todas partes caían del cielo a gran velocidad, parecía que el diluvio universal había llegado, de repente.


Mientras esperaba tenía serias dudas acerca de nuestra decisión, si se confirmaba que lo de John no había sido un accidente, era necesario cambiar muchas cosas, a los niños de colegio,...


Un ruido desconocido para mi, el agua al caer, ponía sonido de ambiente a la escena del patio mojado.


La puerta del despacho se abrió y pudimos empezar. Era necesario que los niños hicieran un examen al principio, pero solo era para ubicarlos correctamente. Fue la directora quien sacó el tema.


- ¿Sabe el problema que hemos tenido recientemente?
- Me lo han mencionado sí, estoy preocupado por si pudiera afectar a mi familia.
- Estamos todos desolados, pero el equipo del colegio está tranquilo. Creemos que fue un accidente.
 ¿Seguro que tratan bien a los niños?
- Estamos asociados a una cadena de colegios de prestigio, claro que lo que nos ha pasado está dentro de lo posible, pero sus hijos estarán muy bien. John era un niño difícil, no lo vimos venir. Parecía normal y no hacía nada extraño, se llevaba bien con la gente, en general. Parece que a algunos alumnos no les caía bien, incluso a un profesor. Pensamos que no debíamos preocuparnos. No sabe cómo lo hemos lamentado. Queríamos a John como al resto de alumnos de este centro.


Se interesó por si yo tenía coche, si ya me había acostumbrado a la lluvia, y a su país. Parecía que todo estaba en orden pero... ¡aquella foto! Al salir mi cabeza daba vueltas. No me había aclarado nada, tendríamos que tomar una decisión, tal vez Justin nos ayudase.


De la puerta del colegio hasta el coche da miedo enfrentarse a la cortina de agua que está cayendo. Conduzco empapado hasta casa bajo el ruido de la lluvia en el techo. Cerca de casa hay un arroyo que he visto siempre con un palmo de agua.  Ahora el agua, de color marrón, salta por encima del puente cuatro o cinco metros más arriba del cauce.


La enorme casa nueva está vacía, a duras penas la cama y el televisor que he comprado esperando a mi familia; estoy solo. La casa tiene un jardín en el centro, con una piscina con el borde medio metro más arriba. Me duermo con el televisor encendido, y el ruido del agua de fondo que no para.


He cogido la costumbre de salir a correr por las mañanas. Al pasar por delante del jardín veo que el agua llega hasta casi hasta el borde de la piscina. El agua me moja al correr y me golpea con fuerza en los hombros. Me pega al asfalto de la calle. Ahora unos relámpagos cada cierto tiempo iluminan el cielo negro. Una vuelta a la casa será suficiente.


Esta tarde llegan todos, por fin. Y me han llamado de la empresa de transporte, parece que nuestros muebles llegarán mañana. A pesar de la lluvia el avión aterriza. Desde que todos salen por la puerta de salidas del aeropuerto hago de buen maestro de ceremonias, atento a todos. Veo de todo en sus caras: incredulidad, ánimos para una nueva aventura, sorpresa, fastidios, incertidumbre, juventud,... No deja de animarme y asustarme el reto que se avecina. En el breve trecho al parking del aeropuerto el paraguas de alegres colores que llevo se convierte en un palo con un trapo encima, haciendo inservibles mis esfuerzos para que alguien no se moje.

Llegamos al puente y nos encontramos con un palmo de agua por encima. El agua baja con fuerza arrastrando lo que encuentra. Los limpiaparabrisas se mueven con rapidez. Pasamos muy despacio.

- Acostumbraos, que aquí cuando le da por llover, no hace frío pero,..., tratando de hacer de la lluvia otro aliciente.


Dormirían en un hotel hasta que pusiéramos los muebles, y el colegio empezaría el lunes siguiente. Estaba pensado para que todo fuera tan seguido que no le diera tiempo a nadie a pensar en lo que le estaba pasando.


Mi amigo Justin aparece para saludar a mi mujer y conocer a mis hijos.


No os preocupéis que al final de mes dejará de llover, nos dice a todos.


En algún momento hace un aparte conmigo y con mi mujer mientras los niños organizan una exploración de la casa para hacerse la ilusión de que se disputan el botín: qué cuarto sería de cada uno.

- Ya se lo he dicho a tu marido, pero mi mujer y yo estamos preocupados, estamos pensando si sacar a nuestros hijos del colegio, nos dice Justin.

Parecía realmente preocupado. Nos habló de otros padres que pensaban lo mismo que él. Y era un buen amigo, yo lo conocía desde hacía años.


Cuando nos despedimos en la puerta, bajo un pequeño porche, podemos oír el el agua de lluvia golpear el asfalto. Un ruido atronador, ¿es que no va a parar nunca?


- Tranquilos, es la época de lluvias, no es ningún tipo de recibimiento, es normal en esta época, responde Justin, aunque no he hecho la pregunta en voz alta.


El lunes llega enseguida y entre medias los muebles, tenemos trabajo para estar ocupados mientras jugamos divertidos a ver el nivel del agua en el jardín. No ha parado un instante desde que empezó. En el colegio, dentro del pabellón está seco. Han organizado una especie de acto de presentación, todos estamos invitados. Nos saludamos con Justin y su familia, al final ellos también están. Justin más tranquilo, ha hablado con la directora, me dice. Una gran pancarta da la bienvenida al nuevo curso colgada de esquina a esquina. Un profesor desgarbado habla desde el escenario:


- Hoy es un día especial, porque es el primero, y porque vemos muchas caras nuevas para pasárnoslo bien este curso. Como todos los años...


Su discurso fue motivador. La decisión de llevar allí a a los niños parecía acertada.


Cuando terminó el acto la directora reunió a algunos padres en un salón. Allí un profesor nos explicó lo que había pasado con John.


- La policía ha estado por aquí mucho más de lo que nos gustaría, pero su conclusión es que John tuvo un desgraciado accidente. Los que le conocisteis lo tenéis que recordar como lo que era: otro joven dispuesto a comerse el mundo, solo que su camino se cruzó con una ventana en el sitio equivocado. Algunos de los que le conocimos sabíamos que no se llevaba bien con alguien, que desde el principio se odiaron, Algunos, lo confieso, llegamos a pensar cosas que ahora nos parecen horribles. John se cayó por una ventana. Intentaba coger un mango. No había nadie cerca, nadie tuvo nada que ver con esto. La foto, llena de sangre y el cuerpo imposible, es una escena que nunca debería haber llegado a los periódicos.


Nos reunimos con los niños en la puerta antes de salir corriendo hacia el coche bajo la  la lluvia. No hace frío, el cielo es gris oscuro, será cuestión de acostumbrarse, hasta el clima es diferente. 

La calma

Los gritos de aquel niño son imposibles de ignorar. Toda la playa de Punta Leona esta pendiente de su significado y porqué destroza la paz que aportan la blanca arena y el azul del mar. Todos los veraneantes se han incorporado de sus toallas y buscan a aquel niño para averiguar qué pasa.

La arena está caliente, pero a la sombra de la estructura del bar, la suave brisa permite estar sentado con comodidad, una temperatura agradable,... si no fuera por los gritos del niño.

A la sombra de una estructura circular se aloja el bar, la barra en penumbra y varias mesas. De pié inclinados sobre una, un sacerdote y otras dos personas también buscan al niño con la mirada. El sacerdote a pesar de la temperatura, va vestido con su túnica negra hasta los pies, en la cabeza un gorro de tres picos, igualmente negro, el alzacuellos más blanco que la arena. Es evidente que los tres están tratando temas importantes. Los otros dos van vestidos con un saco de cuadros uno, y liso el otro, se diferencian claramente del resto de veraneantes, de los otros usuarios del bar y de los turistas de la playa. Como el resto, también buscan a aquel niño.

La vegetación casi se come el bar y llega hasta el agua, acariciando la arena. Es de un color verde vivo que contrasta con la arena. El acceso hace bajada. Unos zaguates revuelven entre los cubos de basura. Son los únicos habitantes de la playa que no parecen estar buscando al niño, que sigue gritando y llorando como si algo muy grave le hubiera pasado.

Alguien con una camisa de flores  y una chapita en el pecho sirve las bebidas en la mesa del sacerdote y oye sus comentarios. Acompaña la mirada hacia la playa de sus tres clientes y reconoce a los tres: el cura es el de la parroquia del pueblo de al lado; el del saco liso es el alcalde, ha estado muchas veces en la playa con el director del hotel, un profesor frustrado, el tercero de la mesa. Los gritos ahora parecen más fuertes cuando los padres intentan calmar sus gritos, ¿pero que te pasa cielo?

                                                                                                                                       No deberían dejar a los niños solos por la playa, los padres deben estar muy mal educados, oye comentar al cura.
                                                                                                                                       Espera a saber qué le ha pasado, adelanta el director.

- Esto se arregla fácil, ¿porque no ponemos unos carteles de prohibido alzar la voz?, es inadmisible, dice el tercer hombre sin intentar disimular su incomodidad.

El camarero deja las bebidas en vasos de colores vivos adornadas con sombrillas y flores,

-    Tenemos muchos turistas este año. Lástima de estas cosas, no le dejan a uno tomar una copa tranquilo, ni siquiera darse un baño en la playa. ... al camarero le cuesta imaginarse al alcalde en el agua.
-    Pero ¿qué le pasa a este pobre chico?.

Ya está claro que algo grave le pasa, sus gritos son angustiosos. ¿Donde está Johnny?.

El camarero se ha quedado como pegado a la mesa, y sigue oyendo los comentarios, mientras escucha los gritos. Hace tiempo que hablamos de esto. Cada día son más frecuentes estos escándalos. Si se corre la voz que aquí hay tenemos ya no vendrán los turistas y nos quedaremos si trabajo.

Ahora ya no solamente es el llanto del niño el que alborota la playa y el bar. Los padres también lo hacen con sus mensajes de tranquilidad en voz alta.  Alguien llama a Johnny, consiguiendo aumentar el escándalo. Otro “camisa de flores” alza la voz para tranquilizar al chico. Los zaguates ya se han marchado.

Aparece alguien en bañador y con una camisa en la que luce una chapita con su nombre, Johnny, y con aparente autoridad da su diagnóstico.

Los tres personajes lo oyen. No soportan bien ni los gritos, ni cualquier cosa que pueda estropear su maravillosa playa.

-    He leído que un poco de hidróxido de litio las elimina dice el director
-  Ahí tienes, eso le corresponde al alcalde, es fácil y no es caro, debería acabar de una vez con ellas, sentencia el cura.
- No podemos matar a esos bichos, la playa también es suya, y hay efectos secundarios, como sabéis, el alcalde, antiguo profesor de la escuela, parece recordar su vieja afición por la naturaleza.

Los gritos del niño se han transformado en un llanto desconsolado que busca explicación, es más soportable.

-    Nada justifica este escándalo.
-    No podemos decirle a la gente que venga y sacarla del mar acribillada por las medusas.
-    Pero no vendrá nadie si alguien lo publica.
-    Entones, alcalde, ¿que esperas para hacer algo?

El camarero que se siente involucrado piensa en su familia y cree que debe intervenir,

-    O las medusas o nosotros, acaben con ellas, cueste lo que cueste.

El cura lo mira como asombrado, no puede por menos que ignorarlo, como si él fuera el único habitante del planeta tierra o de aquella playa.
El director del hotel sigue convencido de que tienen que acabar con ellas, aunque pasen otras cosas, y mira al camarero entendiendo lo que dice, al fin y al cabo No habrían montado el hotel si no existieran los turistas.
Todos miran al alcalde como esperando que se levante para exterminar a los bichos y este se siente obligado a decir algo.

-    Le pedí a mi gente que vieran si se podía hacer. Parece que el hidróxido de litio las asusta, pero el olor también resulta insoportable para los bañistas. También podríamos pagar a gente para pescarlas, pero necesitaríamos unos cuantos, prosiguió.
-    También podemos conformarnos con que esta sea la mejor playa del mundo si no fuera por los hilos de oro.
-    Pero eso no puede ser, mi hotel desaparecería.
-    Y yo no tendría tantos feligreses los domingos.

El alboroto provocado por el niño se ha transformado en un murmullo en la barra del bar en donde padres y camareros se esfuerzan por compensar al niño de su dolor.

Los zaguates, que no se bañan, la playa y las medusas ya saben que son incompatibles. El camarero vuelve a la mesa para ofrecer más bebidas a sus tres clientes.