sábado, 18 de mayo de 2019

Dudas

No sé si era un niño entonces, define niño, no llevaba pantalones cortos, pero estaba listo para poner a prueba lo que habían enseñado, supongo que muchos coincidirán conmigo en esa definición.  Lo que sentí aquella noche fue parecido a lo que me pasó años antes. Entonces sí llevaba pantalones cortos. 

Mi padre me llevaba al colegio de las monjas en el que estudiaba, y del que me escapé sin querer. Íbamos en el 850 color caca o en el Ondine plateado, no me acuerdo. Estábamos parados en un semáforo viendo aquella campaña de “25 años de paz”. Supongo que nos habían educado bien y estábamos orgullosos. Ahora que lo pienso, yo también, a pesar de mi corta edad, de que nuestro dictador nos hubiera mantenido al margen de aquella gran guerra. Yo pregunté pero la respuesta no aclaró mis dudas, a mi corta edad no se podía tener algo que no sabes qué es. Pero en el tono de la respuesta me di cuenta de que papá no estaba de acuerdo con algo algo había en aquella campaña.

Hacía poco que me había aprovechado de mis padres que me empujaron más que retenerme para alejarme de ellos y poner en práctica lo que me habían enseñado. Fue una de mis primeras elecciones. Ya de mayor me he dado cuenta de que me había metido en un lío. Hay normalmente dos caminos para llegar a tu destino, uno asfaltado fácil y recto, y otro mucho más difícil y divertido que al vez te impida alcanzarlo. Estábamos en Madrid en casa de unos amigos a los que habíamos conocido en San Sebastián. Él padre era funcionario y no debía ser malo porque organizó el tema de las ikastolas, escuelas vascas, antes de que hasta los muertos me dolieran a mi y se convirtieran en el corolario de las burbujas: un doloroso daño colateral. La amistad entre las familias continuó en el tiempo. Después de que él muriera volvieron a Madrid, y yo también. Mi padre solía venir a y entonces me invitaba a cenar con él, sorprendentemente conocía mas sitios que yo o, como en esta ocasión, visitábamos algún amigo. Cenaba con nosotros la madre, no sé si de él o de ella. En un momento determinado, por la nostalgia de los buenos tiempos o de su prosperidad, las mujeres entones eran a-temporales y su prosperidad no dependía de ellas, comentó que antes los trabajadores iban cantando a trabajar.


Papá fue muy digno y educado hasta que murió, dos rasgos que lo definieron aparte de sus carácter. Su respuesta fue igualmente educada pero sorprendente: “para olvidarse del hambre”. Esta vez no fue su tono sino que entendí su respuesta.

miércoles, 15 de mayo de 2019

El banco

Juan estaba sentado en un banco de madera del parque donde muchos pájaros diferentes y muchos paseantes le ponían banda sonora y los árboles color. No tenía nada que hacer salvo estar sentado, disfrutar del clima del mes de Mayo en Madrid y filtrar el ruido de fondo de los coches (tal vez era la voz de la propia ciudad).

Un buen amigo suyo el colegio se sentó en el banco, ¡que alegría! Muchas aventuras con él: largas excursiones con su vespa; descubrimientos como el corned beef (una carne argentina enlatada) y las galletas María. Un día los padres de su amigo le invitaron a comer a su casa. Mala fortuna, la carne tenía huevos de algún insecto. Era joven entonces. Advirtió insistentemente del peligro que tenía comer aquella carne. Demostró una gran falta de delicadeza con aquella advertencia. Nunca le dijo a su amigo ni a sus padres que lo sentía. 

Se sentó a su lado alguien con buen aspecto. Tenía su edad. De joven Juan jugaba al baloncesto, no era malo, y era muy importante para él. Cuando después vino a vivir a Madrid jugó un año en segunda división gracias a un arbitro del colegio mayor.  Era muy bueno, llegó a ser el base del Barça en primera división. Juan se acuerda de aquel día que decidió jugar con él unas canastas en el patio del colegio. Lo dejaron por puro agotamiento. A pesar de que era mucho más bajo, Juan no le pudo meter ni una sola canasta. 

También vino ella, la conoció en el COU. Realmente Juan no le gustaba. Entonces no existía el “mee too” y su insistencia hizo el resto. Aquellas conversaciones con ella eran fantásticas. Las chicas maduran mucho rápido que los chicos. Dejaba lejos lo que Juan podía argumentar acerca de cualquier cosa. Ella ya había empezado a vivir y Juan ni siquiera. Entonces Juan se enamoró de ella y de Barcelona, donde nació. 

Un día Juan se levantó de la cama con una decisión que marcó su vida. Su padre frunció el ceño a su lado, en el banco. Juan tenía unos padres que no merecía (su madre vive todavía y su padre con ella) que, a pesar de no entender la decisión ni porqué la había tomado, le apoyaron sin dudar. Fueron como su destino. Consiguieron que retara al mundo y se apartó de ellos. 

Un policía llegó para despedir a sus padres. Una asignatura en segundo de carrera era la puerta por la que había que pasar si quería ser ingeniero. Había tomado la decisión de atravesarla. Juan vivía en la habitación de un piso.  Era de una señora y de su hermano, él era policía nacional y vivía allí. Las únicas personas que vio en dos meses fueron al policía y a una novia que le iba comprar comida. 

Aquello empezaba parecer un desfile militar. El capitán le miró de forma incrédula, ¿que había dicho que quería qué cosa? No sé porqué pero el destino le llevó a enfrentarse a todo (literal: al ejército y sus abogados y ganó) y le llamó a Menorca, su isla. Jugó mucho ping pong e hizo mucho de nada. Cuando volvió entendió que la puerta que había abierto antes se había cerrado. 

Conoció la amistad. Vé a sus amigos todos los años todavía, así que su imagen es reciente y Juan puede reconocer sus rostros alrededor del banco. Grandes sonrisas, cosas que pasaron y compartieron repetidas una y otra vez. En caso de accidente no se los quiten, ni nunca siquiera.

Encontró a su mujer y fundó una familia, lo más importante de su vida. Ella le mira desde el otro extremo del banco animándole a levantarse y echar a correr. Sus hijos no dejan de preguntarle si necesita algo, por turnos claro.

Un invierno le obligó a tomar una decisión: seguía trabajando para una gran empresa o fundaba la suya propia. Mucha gente vino a saludarle entonces, aquello se convirtió por momentos en una reunión casi ilegal en el parque mientras todos esperaban a estrecharle la mano. Para crearla arrastró a algunos amigos capaces. Vinieron muchos. Al cabo de unos años la empresa era envidiada. Se hizo grande, tuvo mucho éxito.

Un día Juan amaneció en otro país con otro clima. Imaginó que nevaba en El Caribe, conoció otras gentes, el calor, la humedad, la Navidad en la playa, otras costumbres.  Mucha gente quería saber qué opinaba Juan, a pesar de que no fuera lo mismo que todo el mundo. Muchos amigos. Rasgos extraños, la humedad estaba con ellos y la sentí cuando Juan les saludaba. No vinieron todos pero sí unos cuantos. Algunos que consideraba capaces mataron su empresa, ellos no vinieron, los habría echado.

“Nada que hacer” es una frase más verídica de lo que parecía antes de llegar al banco del parque. Tal vez sea un éxito haber conseguido llegar al banco y sentarse. O tal vez detectar los sonidos y colores que se ven y oyen. Sus opiniones ya no son relevantes para nadie, ni las buenas ni las malas, ya no puede jugar al baloncesto, casi ni caminar, y no hay humedad.


lunes, 13 de mayo de 2019

El futuro

Aquella noche de viernes era como cualquier otra, habíamos quedado a las nueve en el bar de costumbre. Pero algo raro pasó para que me acuerde.

Era ya el tercer bar y la conversación se iba animando a la vez que la luz de la calle y de los bares se iba haciendo más brillante y el bullicio del resto de gente que hacía lo mismo que nosotros. Y pasó cuando llevábamos cinco cervezas en cinco sitios diferentes. Recordaba cómo el azul se convirtió en menos azul y más negro cada vez que cambiábamos de local. No podría recordar la conversación que teníamos y de qué estábamos hablando pero era lo más importante que habíamos discutido nunca antes y porque no era necesario que encontráramos una conclusión. Ni siquiera era necesario que nos pusiéramos de acuerdo. Yo no estaba acostumbrado a esa situación, allá en donde había nacido acostumbrábamos a ir a un bar, acogedor normalmente, y sentarnos hasta que cada uno se iba a dormir. He vivido en muchos países y sé que lo que hacíamos en donde nací es raro y que en ningún sitio del mundo se va uno de bares, se queda de pié, incomodo, para beber y hablar.  La vida y el bullicio que genera estar de pie, beber cerveza, y la gran cantidad de gente, de bares y de luz era reciente para mi. Juan llevaba el fondo, Agustín era un buen conversador y Jaime se apuntaba a discutir acerca de cualquier cosa.  Era una rutina que los viernes cenáramos al llegar a casa, a altas horas de la madrugada, siempre una tortilla de patatas que hacíamos tan mecánicamente que siempre estaba buena, o serían las cervezas. Nunca faltaron los huevos ni las patatas y en la freidora, antaño de metal ahora negra como el carbón, siempre había aceite. Creo que si no hubiera sido así hubiera justificado una discusión, y si hubiera pasado alguna vez lo recordaría. Una frase que se repetía cada viernes en boca de uno u otro era: — yo la limpio mañana —, a pesar de lo cual la freidora siempre era negra. 

Aquel hombre no dejaba de mirarnos. No podía ser otro que Roberto quien al final se acercó a preguntarle quien era y porqué nos miraba. Cualquiera se hubiera acercado para saber porqué nos miraba, a qué venía su curiosidad, pero Roberto era capaz de entablar una conversación duradera o incluso una amistad con cualquiera y averiguar todo lo que tenía que decir.

Mientras veíamos a Roberto y aquel hombre hablando animadamente en un esquina de la barra, seguíamos con nuestra conversación. Cada uno contaba su punto de vista, el mismo o diferente que el de los otros, y todos asentíamos mirando nuestro vasos cada vez más vacíos de espuma y de cerveza. Juan pagó con el fondo que habíamos puesto y le hizo una señal a Roberto para cambiar. A nadie le sorprendió que Roberto y aquel hombre siguieran su conversación cuando Juan volvió a pedir vasos llenos, en el siguiente bar.

En un momento dado Roberto y aquel hombre se acercaron a nosotros.  El hombre llevaba una maleta en la que no nos habíamos fijado antes, tal vez porque Roberto y él cambiaron de bar detrás de nosotros. Era una cartera como un maletín y parecía antigua, no estaba sucia, era de piel y su color marrón era parecido al de la barra en la que estábamos apoyados. Todos mirábamos a Roberto, su cara, la de siempre, decía que lo que había encontrado nos iba a interesar.

— Este señor dice que vamos a cenar tortilla, de hecho dice que sabe que pasará con nosotros en el futuro. ¿Queréis saberlo?

Páramos nuestra conversación para mirar a Roberto y a su acompañante. Si el hecho de que Roberto hiciera un nuevo amigo no hubiera sido tan natural no hubiéramos parado de hablar y nos hubiéramos reído de sus palabras, pero sabíamos que algo de verdad había en lo que habíamos oido o no lo hubiera dicho.

Sin esperar a que contestáramos a Roberto la maleta fue del suelo a la barra y aquel hombre abrió los dos cierres, la abrió y sacó un espejo de su interior.

— Me llamo Calvino, lo que os ha dicho Roberto es cierto, ¿quien quiere ser el primero?

El espejo tenía un marco de madera que parecía tan antiguo como la maleta. Era como de dos por tres palmos.

— ¿Quien quiere probar?— insistió.

Roberto dijo él que sería el primero, era el que menos se creía lo que había encontrado, pero el más interesado en que fuera cierto, no podía ser de otra forma. Calvino le puso enfrente el espejo, y todos cambiamos nuestro sitio para ver el reflejo.

— No, no, solo cada uno puede ver su futuro. — nos paró Calvino.

Grandes risotadas nuestras acompañaron sus palabras. Conocíamos bien a Roberto y creíamos que ya sabíamos cual era su futuro pero de alguna forma todos entendimos que él estaba hablando de algo muy serio, por eso las risas.

Poco a poco fuimos mirando todos al espejo, primero Roberto, luego Juan, yo, Jaime, Agustín.

Calvino vio nuestras caras y no dejó que le invitáramos a una caña, metió el espejo el maletín y se despidió. Por alguna razón nos fuimos pronto a casa y la tortilla de esa noche se hizo más mecánicamente que nunca, todos estábamos callados. Roberto nos habló.

— ¡Vaya engañifa!¿no?
— Lo único que puede ver fue el mar, había mar por todas partes, la costa era gris, estaba lejos. Estaba solo, era enorme, — mientras cortaba las patatas.
— Y vosotros ¿también el mar?
— Yo vi algo muy raro —, dije — rompía una taza de café en un salón precioso.
— Yo vi la playa de la Concha, paseando al lado de la barandilla, en Donosti, el cielo estaba gris — dijo Juan.
— Pues yo un enorme bulbo de proa de un barco y montañas de operarios, — dijoAgustín.
— Y yo estaba en una sala en la que había tres con una toga, de negro, — dijo Jaime.

Nadie pudo sacar conclusiones de lo que había visto en el espejo, nadie pudo pedir el número del sorteo de la Lotería del día siguiente, nadie pidió lo que quería ver. Ninguno pudimos entender si lo que pasaría con nuestras vidas en el futuro sería bueno o malo, largo o corto. Si lo que nos dijo el espejo era cierto y si nos valía para algo.

Muchos años más tarde he recordado aquella noche, al ver el café en el suelo, la taza rota.

Aquel hombre, Calvino se llamaba, y podía ver el futuro, solamente que el futuro está compuesto de infinitas escenas y en aquel espejo solamente pudimos ver algunas y no las entendimos.


San Isidro

De dudoso gusto el cartel de San Isidro colgado en el escenario, hecho de flores de muchos, muchos colores, como los de las coronas de flores. 
El cielo al principio azul a pesar de la hora, y de color beige después del concierto, del color de las  sombrillas debajo de las cuales cenamos, como muchos. 
La vida y el bullicio parece desbordado, no sé si por el tiempo o las ganas de vivirlo por San Isidro, de compartir cosas, de tomar el fresco.
Las terrazas llenas de gente, de conversaciones importantes, de la vida que todos comparten con los demás, o los demás con ellos. 
Hombres calvos, un bebé que alborota y descubre los rasgos latinoamericanos de sus madre. Extranjeros en bermudas con gorra. Aquella mujer de elegante y joven con su coleta alta. Mi mujer sentada a mi lado compartiendo el fresco y el calor. Calvos, aquella mujer con un pañuelo de colores imposibles. Ua silla de ruedas a mi lado.
Música, sillas de madera ordenadas, mucha gente detrás de las vallas de metal. De aquí, música de aquí, alegre: Zarzuelas, Madrid, Alcalá, Chotis,... la orquesta de viento. Las mujeres son morenas lejos de violines y rubias. 

Camareros agotados pero eficaces, luz en los brazos de las sombrillas. Algunas ventanas altas con luz en la Plaza Mayor, recordando que alguien vive ahí, seguro que hablando o incluso jugando al parchis, la ventana abierta, eso sí.