lunes, 17 de junio de 2019

Quien mató a Sebastian


























QUIEN HA MATADO A SEBASTIÁN
Pedro Puig Montserrat















¡He matado a Sebastián!
He estado repitiendo esta frase a todas horas desde que Sebastián salió de mi casa dando un portazo hasta volverme casi loco.



El pueblo (donde todo empezó)

No recuerdo el momento exacto en que los tres, Sebastián, Ángeles y yo, nos conocimos en el pueblo, podría decir que desde siempre, e incluso eso me parece poco. Soy capaz de separar en mi memoria el pasado en dos etapas: cuando Sebastián y yo éramos niños, y cuando empezamos a enfrentarnos a algo realmente importante en nuestras vidas. Se llamaba Ángeles y apareció después de que lucháramos y ganáramos contra los granos de la cara. Ángeles era entonces una niña pelirroja que vivía en el pueblo que siempre estuvo allí pero que conocíamos hacía poco.

Como sucedía casi cada día de aquel penúltimo verano, los tres estábamos charlando tumbados sobre nuestras toallas en el césped de al lado de la piscina.

— ...
— Imaginaos que tiene coche—dijo Ángeles.
— ¿Adonde te irías con él? — preguntó Sebas.
— Bien lejos de aquí.

Yo me levanté para darme un baño.

— ¿Venís?

Antes de irme estaba de pié y no pude dejar de echarle un vistazo al bikini de Ángeles. Disimulé mi mirada. Estaba estirada con una postura especial encima de la toalla.

Los aspersores refrescaban la hierba verde y el ruido de los chorros de agua competía con el de las chicharras que anunciaban el verano recién estrenado. Ni a Ángeles ni a Sebastián les apetecía el baño, querían seguir charlando. Me tiré de cabeza y la saqué del agua resoplando, estaba bien fría. Después de la impresión de la entrada en el agua y mi alarido, la piscina era un lugar fantástico en donde estar. Si teníamos en cuenta el calor que estaba haciendo solamente era cuestión de superar la impresión que te entraba cuando te tirabas.

Cuando apretara el calor y no tuviéramos ganas de pensar, jugaríamos a mojarnos con los aspersores corriendo y esquivando los chorros de agua y no siempre lográndolo. Seguro que era un teatro que haríamos para recordar nuestra adolescencia, nuestra recién superada infancia y el futuro desconocido que nos esperaba.

Llegué de mi baño y Sebas y Ángeles seguían hablando animadamente.

— Pero podrías trabajar con la señora Noelia—, continuó Sebas.
— ¡Bah!, y bordar para todo el pueblo—, Ángeles parecía ofendida.
— Creo que sueñas demasiado— dijo Sebas.
— No sueño, estoy seguro que vendrá y nos iremos los dos de aquí. ¿No me digas que me ves toda la vida como la señora Lola?

La señora Lola siempre iba de negro. No tenía una edad definida Tenía el rostro muy moreno. Siempre sonreía, nunca pudimos averiguar porqué. Nunca conocimos a su marido. Todo el pueblo le compraba los conejos que criaba.

— La gente se hace mayor, alguien tendrá que hacer lo mismo que ellos, seguro que se van a morir tarde o temprano.— estaba claro para Sebastián.

Ángeles se puso seria. Había mucha más gente en el mundo que la que conocían, estaba segura que ni la señora Lola, ni la casa de Noelia a donde iba su madre cada semana a aprender costura, ni nadie de los que vivían en el pueblo iban a representar algo importante en sus vidas. Las cosas que estaban viviendo serían simples recuerdos que nunca ha han de volver a pasar.

— No creo que sea así, la señora Águeda, la telefonista no existirá, y buscarán una profesora joven de fuera del pueblo cuando se retire Ana la del parvulario. Recuerda que era joven cuando nosotros éramos niños.

Éramos tan jóvenes que asumíamos que lo que conocíamos siempre sería igual, y que no pasaría nada para cambiarlo. Nuestras bicis siempre serían las bicis, y siempre iríamos a la plaza a comprar el periódico de nuestros padres, o seguiríamos invirtiendo mucho tiempo grabando nuestra música favorita en una cinta cassette.

Ángeles nos había repetido muchas veces que encontraría alguien, después se casaría con él y él la sacaría del pueblo. Sebastián y yo pensábamos que el pueblo no tenía nada de malo, supongo que era porque lo habíamos pasado muy bien y no entendíamos que Ángeles quisiera marcharse.

Ella no era mayor en años que nosotros, pero nos llevaba una ventaja enorme en madurez.  Le dábamos la razón de que quisiera marcharse, pero solo por lo buena que estaba y porque sí. Para nosotros el pueblo era un lugar fantástico.

Antes de Ángeles, cuando no nos gustaba ninguna niña, esa es la otra parte de nuestra infancia, Sebas y yo fuimos inseparables. Los dos nos habíamos enamorado de la señorita Ana en el colegio, mientras nos explicaba el significado de las campanadas del campanario, cuando nos enseñaba a contar. 

— Fijaros, decía Ana en el clase: “1,... 2,… 3,… 4,…, los cuatro cuartos, ahora tocará la hora que es; son las diez, y oiremos diez campanadas.”

Y toda la clase recitaba los números con las campanadas,...

Uno, tolón, dos, tolón, tres, tolón,...

Los dos habíamos tenido que hacerle caso al párroco ayudando a recoger las bolsas de limosna los domingos en la iglesia y los dos habíamos sido recompensados con un puesto de monaguillo que representábamos con gran devoción. Sebas se encargaba de la patena en la comunión y yo me encargaba de las campanillas que siempre sonaban en su momento, ni antes ni después. Sonaban nítidas al girarlas con mi muñeca en un gesto que nunca entrené, pero que me salía muy natural, como si llevara toda la vida haciéndolo, o eso comentaban mis padres. 

Un día, no sé porque, Sebastián no tuvo nada que ver, a alguien se cayó una de las obleas al suelo. Menos mal que el señor cura, el párroco, estaba atento. La cubrió con el paño consagrado que llevaba y la llevó al altar. 

Siempre estábamos los tres juntos. Pasábamos mucho tiempo hablando en la piscina o a la sombra de la higuera, un árbol enorme que olía mucho a higuera, única atracción turística del pueblo, o en cualquier sitio. Cada uno se ufanaba más que el otro en lo que conseguía: 

que si en Semana Santa ella había ido en la misma fila que Sebas en la procesión con el cirio, que si en la Iglesia se ponía a mi lado. 

Jugamos a aprender y Ángeles se sabía segura si estaba con nosotros.

Tenía una habilidad muy grande para inventar historias. Tú empezabas con lo que se te ocurriera y ella tomaba el hilo en seguida inventando personajes que solamente su historia hacía verosímiles. Todos ellos vivían historias admirables y magnificas. Cuando esto pasaba, a Sebas y a mi se nos hacía difícil hacer que terminara cuando teníamos que irnos a casa.

Una cosa que no he explicado es el apellido de Sebas. Un día le pregunté a mi padre que me contó una historia pintoresca, haciéndome prometer que guardaría el secreto. El abuelo de Sebas se llamaba Luis García un joven que no debía ser muy buena pieza según los estándares de ahora. Un momento antes de que lo detuvieran en Córdoba, donde vivía, vete a saber qué habría hecho, el tipo huyó, se agarró un barco y se fue a Cuba. Allá las cosas no le debieron ir todo mal. Decidió que cambiaría su vida y que tenía que trabajar y que allá, si trabajas, tienes éxito. No era mayor cuando volvió y se hizo llamar Luis Ragacci. Conoció a la abuela en Huelva quien le convenció de que, en lugar de levantar su casa en allá, lo hiciera lejos de allí, así que se sumaron a la cantidad de emigrantes que iban a Cataluña a buscar fortuna. No quedaba claro como llegaron los dos al pueblo. Por eso el apellido parecía italiano.

Los padres de Sebas habían ido a cenar a casa de los de los míos y estábamos sentados frente al fuego que reflejaba en nuestras caras la luz de las llamas. 

El fuego jugaba con nuestros rostros de tal forma que parecía que nos estábamos moviendo. El humo subía rápido por la chimenea, tanto que parecía chuparlo. La habitación estaba sumida en la penumbra iluminada solamente por la luz de las llamas. La habitación era grande como toda la casa que construyó su abuelo. 

A nuestra espalda estaba la glorieta acristalaba en donde nos íbamos a sentar en verano, donde la mecedora. Desde allí se llegaba a ver el horizonte en días claros. A uno de los lados de la chimenea había un aparador de madera con un mármol encima en donde cortábamos el pan. Encima del aparador había un enorme espejo que reflejaba otro al otro lado de la chimenea. Reflejaba la imagen del espejo que a su vez reflejaba el propio espejo, que se reflejaba en el espejo opuesto. Si alguien se movía entre ellos la sensación de que todo se movía era enorme. A la madre de Sebas le encantaba este efecto, a mi me parecía mareante. Sobre el hogar había una repisa de madera oscura sobre el cual ella había puesto todo tipo de cántaros que llegaban a sus manos. 

Los tres estábamos pegados al fuego bien cerca a pesar de la gran habitación, era invierno y hacía frio.

Colgado de una pared había una estructura de cartón en done el brazo de un monje subía y bajaba, igual que su capucha, para indicar el tiempo que hacía: brazo arriba y capucha quitada era buen tiempo. Capucha puesta y brazo abajo hacía mal tiempo. 

El padre de Sebas había traído aquel juguete en uno de sus viajes y siempre lo recordaré como algo mágico porque siempre acertaba diciendo el tiempo que hacía, escondido en una pared de aquella habitación. Un día el monje se equivocó rotundamente, la capucha quitada mientras afuera se podía ver que hacía un tiempo de perros, yo ya era mayor, y estaba en el pueblo de visita con mi familia en casa de Sebas. Fue un acontecimiento: tuvimos que abrirlo para ver que es lo que le pasaba. Ni siquiera cuando comprobé que el monje usaba un pelo que se alargaba o acortaba con las diferentes presiones del ambiente pudo desmontar la magia del monje, mis hijos estaban impresionados.

Estábamos sentados, muy quietos frente al fuego en la penumbra, cuando oí a Paco que decía en voz alta “África” y Ángeles tomó el hilo, ...

Había conocido al guía en el hotel nada más llegar. Aunque en su equipaje llevaba salacot, botas de campo, calcetines gruesos, pantalones caqui ajustados y una camisa amplia, no era la típica cazadora rica que se va a África en busca de animales salvajes. Sus ojos azules y sus tirabuzones rubios así como su cara que parecía de porcelana rendía a cuantos hombres conocía. Sus padres le permitían cualquier tipo de lujos, se podía decir que eran muy ricos, y cuando llegó a la mayoría de edad se dedicó a viajar por el mundo para ver aquellas cosas que quería ver. Una de aquellas eran los enormes nidos que las termitas hacían que había visto en los libros del colegio.

El guía la recogió en el hotel.

-- Buenos días, ¿que tal su primera noche en África?
-- He dormido bien, gracias. ¿A cuanto estamos?
-- ¿Del nido de termitas se refiere? 
-- ¡oh! está a diez minutos de aquí, hay muchas.

Cerca de la columna que las termitas habían levantado, del tamaño de un árbol, había un sendero estrecho creado por las hormigas que en una cola muy larga se llevaba cosas al termitero. Se fijó en una hoja que era mucho más grande que la hormiga que la llevaba. Avanzaba tambaleante de tal forma que parecía una mariposa.

Sin dejar de mirar a su hormiga, María José se dio cuenta de que había muchos otros senderos y que podía ver muchas más hojas bamboleantes, como mariposas, dirigiéndose al termitero.

Al llegar al termitero la hormiga entregó dejó su hoja y se dio la vuelta para buscar más, era como todas, miles y miles, cada una contribuyendo para hacer crecer el termitero.

María José parecía estar satisfecha con lo que había visto.
-- ¿Nos vamos?

Nuestro interés por los veraneantes se había reducido. Antes gastábamos una parte de nuestro tiempo para planificar en invierno y hacerles la vida insoportable en verano.  Ahora los veíamos como un mal necesario, supongo que habíamos madurado. Uno de los veranos llegó Juan, y a Ángeles se le ocurrió colgarle del cuello el cartel de billete para que la sacara del pueblo. Al siguiente verano ya eran uña y carne y ya era oficial que Juan se la iba a llevar del pueblo.

El primer verano que Juan llegó, Sebas estuvo bastante raro, no le gustaba Juan. A mi tampoco. Se lo dije a Ángeles que se mostró impasible. Ojalá me hubiera hecho caso, Juan fue mucho peor de lo que entonces nos parecía a Sebas y a mi. 

El segundo verano decidimos que Ángeles tenía razón, que era imprescindible salir del pueblo, teníamos que ver esas cosas que nos había contado: el mar, las ciudades,..., Teníamos que buscar todas esas maravillas que nos había contado la señorita Ana, en el parvulario,  D. Felipe en el colegio, o la misma Ángeles que siempre que nos contaba cosas maravillosas que había leído en los libros. Claro que nos creíamos sus historias a pies juntillas, fueran o no fueran ciertas porque, aparte de lo guapísima que era, a nosotros nos parecía que tenía una autoridad que se ganaba a pulso. Empezamos a pedir a nuestros padres que nos enviaran fuera del pueblo.  

Fuimos los primeros en enterarnos que Ángeles había conseguido lo que pretendía y que pronto se marcharía del pueblo con Juan.



Nuestra vida en el pueblo antes que conociéramos a Ángeles fue fantástica. Sebas y yo pasamos frío en invierno en la vieja escuela del pueblo, y los dos conseguíamos no dormirnos mientras Don Felipe explicaba las ecuaciones de segundo grado. Dada la pericia de Sebas en este asunto, una vez D. Felipe le presentó a un concurso en el pueblo grande vecino apenas a 25 kilómetros del nuestro. Sebastián impresionaba cuando subió al autobús con D. Felipe, con su corbata y la chaqueta que sabe dios en donde había comprado. Conociendo a su madre, lo más probable es que se la hubiera hecho ella en casa de la Sra. Noelia. 

Sebas no ganó nada. Me contó que no le gustaron los otros participantes, ninguno despertó su interés, y le parecieron bastante aburridos. Si ser un experto equivalía a ser tan aburrido como los colegas que se subían al estrado, y con una tiza resolvían rápido las ecuaciones que les pasaban en una hoja, entonces esto no era lo nuestro. Hablamos y llegamos enseguida a un acuerdo: seguiríamos haciendo bien las ecuaciones de segundo grado, pero no íbamos a optar nunca al premio Nobel.

Años más tarde, cuando Sebas volvió de Suecia de recoger el premio Nobel fue cuando lo maté.

Las bicicletas que nuestros padres nos regalaron fueron algo muy importante para nosotros. Nos permitieron descubrir caminos estrechos bordeados por los canales de riego e ir a cualquier parte. Fuimos muchas veces a la higuera en donde siempre tenía que soportar a Sebas con su rollo del olor de aquella higuera que era lo que nos arrastraba hasta allá.

Las bicis eran algo parecido a nuestro tesoro y las cuidábamos como si lo fueran. Un día decidimos irnos al pueblo de al lado. Preparamos bocadillos, el avituallamiento. No le dijimos a nuestros padres lo que íbamos a hacer porque nos lo hubieran prohibido: la carretera, lo lejos que estaba,... Llegamos bien, pero una vez en el pueblo no sabíamos qué hacer, nos comimos los bocadillos al lado de nuestras bicicletas y nos volvimos. Después de que un coche casi tira a Sebas en la carretera nos paramos debajo de unos olivos, estábamos agotados y todavía nos quedaba un trecho, nos dormimos los dos. Sebas me despertó. Nos dimos cuenta que no había forma de ocultar lo que habíamos hecho. Nuestros padres nos castigaron 15 sin hacer de monaguillo y nuestra promesa solemne de no hacerlo nunca más.

Una tarde de primavera, justo antes de la caída del sol, el ruido que hacía una enorme bandada de gorriones era ensordecedor. Usaban los arboles de la calle que iba desde la iglesia al ayuntamiento como dormitorio. A nosotros nos parecía un espectáculo, pero mi padre comentaba que era un desastre, que los gorriones lo dejaban todo perdido, que había demasiados. Y el alcalde organizó un grupo de gente que por la noche, con linternas de luz roja, salían y alumbraban los arboles, otro del grupo apuntaba hacia arriba con una escopeta de perdigones y el pobre pájaro caía muerto en la calle. La expedición nos pareció una oportunidad para salir de noche, pero luego de desolación viendo caer los cuerpos inertes de los gorriones. 

-- Era necesario, decía yo mientras le pegaba con la pala roja de ping pong de revés.
-- Pero es cruel, ¿has visto cuantos pájaros han matado en una salida? decía Sebas, mientras devolvía la pelota.

Un poco sorprendido, yo le preguntaba,

-- ¿y cómo lo harías tú?
-- No sé, decía Sebas, -- mientras fallaba el mate que yo le había puesto en bandeja. 
-- 10, cambio de saque. 
-- Lo primero es que no tengo tan claro que sea necesario, es un espectáculo oír a los pájaros por la tarde. A mi me gusta. Sacas tú.

Jugábamos al ping pong en un cuarto de la iglesia al que se entraba por una puerta pequeña, el párroco nos había dado la llave.

Curiosamente, el destino se encargaría de repetir muchas cosas como esta en el futuro, Sebas y yo nos fuimos del pueblo antes que Ángeles.

Mis padres tenían parientes en Barcelona, y me consiguieron un puesto de camarero en un bar en Las Ramblas. Un mes de agosto me despedí de Sebas con un gran abrazo, de Ángeles con un beso en la mejilla y de Juan con un apretón de manos, antes de subirme al autobús, me iba para conquistar el mundo.

Sebas se fue después, en Septiembre. Entre D. Felipe y su padre habían conseguido matricularle de médico en la universidad.  Igual que yo, ellos también tenían familia en Barcelona que lo vigilaría y le daría alojamiento mientras estuviera allá.

Ángeles se casó con Juan en la iglesia del pueblo, los casó el párroco. Volvimos en autobús ese fin de semana para estar en la boda. Después ellos dos cogieron el coche y también se fueron del pueblo.

Barcelona

Cuando llegué a Barcelona me di cuenta que vivir en una ciudad no tiene nada que ver con venir a verla como turista.

Había estado antes, pero las ciudades tienen incluso voz: el ruido y los claxon,... y que no conoces una ciudad hasta saber qué hacen sus habitantes para trabajar y divertirse. Donde quedan, qué hacen. 

Subí a la montaña de Montjuic, y me quedé absorto mirando el mar. Cierto que ya había estado allí, de niño, me llevaron mis padres, y que me había subido en los cañones que apuntaban al mar. Había jugado con ellos. En esta visita, yo solo, fue diferente. Me quedé parado mirando el mar, pero ahora fui consciente de su inmensidad. Al girarme al cabo de un rato vi el castillo, su mole, con su puente levadizo. Un seiscientos estaba cruzándolo mientras un ondine esperaba en el otro sentido. Recordé que mi padre me dijo que el abuelo había estado preso allí. Yo no le conocí, pero en la visita, al bajar la vista me pareció que una parte de aquel sitio era mía también.

Cuando me pagaron al final del primer mes, la primera vez, me pareció que ya me podía morir porque había hecho todo lo que una persona puede hacer: una infancia fantástica, el placer de entender y servir lo que pedían los clientes y además que me pagaran por hacerlo. Cuando llegue esa noche a casa de mis tíos mi cara debía ser un poema.

— ¡Mirad lo que me han pagado!, es para vosotros, les dije a mis tíos.
— No digas tonterías Paco, es tuyo, contestaron.

A mi me parecía justo que ellos se quedaran con mi paga. Vivía en su casa, cenaba todos los días, y los fines de semana. 

— Pero vivo en vuestra casa, les decía, y el primo también lo hace. Os da buena parte de lo que le pagan.

Después de una pequeña discusión quedamos en que la mitad era mía, que tenía que ahorrar. Sinceramente, yo no podía creerlo, tenía dinero y ya empezaba a saber para que servía.

El siguiente fin de semana salí a la calle con ganas de comprar el mundo o incluso de ver un trozo de mis posesiones, estaba seguro de que algo de lo que viera debía ser mío.

Una de las cosas que hice y me hizo sentir un ciudadano de Barcelona fue cuando descubrí el parque de la Ciudadela. En el parque había un estanque y en él se podían alquilar barcas de remos para dar un paseo. Arboles verdes, palmeras, flores y naranjos con muchas naranjas con su llamativo color colgadas de sus ramas. El parque estaba muy bien cuidado, tanto los caminos de tierra como la hierba de los parterres. Sentado en un banco pasé bastante tiempo viendo la cascada que alimentaba el estanque.

Apenas vi bicicletas, pero la sensación era como volver a estar en el pueblo, excepto por la gente, mucha gente paseando, muchas parejas hablando, muchas barcas de remos en el estanque. Volví muchos fines de semana. Me atraía el orden y cómo estaba de cuidado. O también el momento en el que me sentaba en un banco, veía a dos novios chapoteando en una barca, sentía la suave brisa y entornaba mis ojos. Recordaba a Ángeles y a Sebas, y a mi pueblo. Contemplaba la cascada.Fui mucho a ese parque.


A mi bar iba todo tipo de gente. Mis tíos me pusieron una tarta con una vela cuando cumplí el primer año en su casa. Yo seguía disfrutando oyendo a cualquiera que entraba en mi bar. Casi lo consideraba mío.

Estaban aquellos que, puntuales como un reloj, llegaban a primera hora, me pedían un café y desplegaban sus periódicos. Estos eran un poco aburridos, por que yo tenía que servirles rápido y hablar en monosílabos para que no perdieran el tiempo.

Pero también estaban aquellos que iban al café a buscar conversación y hablaban conmigo del tiempo o de cosas convencionales y alguno hablaba de cosas más importantes que me servían para darme cuenta de dónde estaba, de cómo era el mundo en el que vivía.

Conocí a varios personajes ilustres. Eladio era uno de ellos (salía en la tele).
Era un jugador de futbol del Barça que era de los que venía a leer el periódico.

— Ud. sale en la tele ¿no? juega al fútbol, lo he visto.

Me pareció ver una mirada que decía: ¡otro pesado!, así que me conformé con un autógrafo y a preguntarle que quería para desayunar. 
Después de servirle el café con leche me llamó. Me acerqué rápido. 

— Me gusta más caliente. 

Debí atenderle bien porque empezamos a hablar. Volvió casi cada día a desayunar. Siempre me buscaba a mi y siempre hablé con él, del tiempo, del fútbol, de su desayuno, del mundo,...

Un día su saludo fue un poco especial.

— Te he traído una entrada para ver un partido, es contra el Mallorca.

El domingo me fui al estadio. Muchos de mis clientes hacían lo mismo los domingos por la tarde, seguro que podría encontrarme con ellos. 

Lo primero que me sorprendió fue ver tanta cantidad de gente, nunca había visto tanta junta. No recuerdo cuantas veces dije “perdón” ese día cada vez que no conseguía evitar a alguien. Banderas, trompetas, bullicio, colores, no vi a nadie conocido mientras intentaba encontrar en dónde estaba el asiento que decía mi entrada.

Después el estadio, enorme, una cantidad de cemento formidable, parecía imposible construir una cosa tan grande. Fue una victoria aplastante, 5 a 1, el Barca ganó el partido, aunque aquel año el Barça seguía lamentándose por todo, cambiaron de entrenador a media temporada.

Sentado en mi butaca oía las patadas al balón con un sonido especial, cercano a pesar de que estaba lejos. En el estadio la gente hacían tanto ruido que no me dejó oír mis gritos cuando salió Eladio y le grité para que me mirara.

A media mañana teníamos poco tiempo porque venía toda la gente de las oficinas cercanas a desayunar. Escuchaba sus conversaciones intentando entender lo que decían, había muchas situaciones y muchas cosas que yo ni siquiera llegaba a imaginar y que se hacían reales solamente después de oírlas.

También pude ver algunas reuniones en las que banqueros, bien vestidos, y sindicalistas, mal vestidos, parecía que los dos grupos se habían vestido adrede para la ocasión. A veces la bronca se hacía notar en todo el bar y se oían sus conversaciones en voz muy alta. Les serví los desayunos cada día. En primavera, una mujer dijo en la televisión que el gobierno había conseguido que el banco de Santander y la UGT pactaran una subida de sueldos del 6%. Sentí que yo había tenido algo que ver con eso, había participado en la gestión de aquella noticia que dieron por la tele. 

Por la tarde muchas señoras aparecían para merendar, algunas solas, con estas siempre hablaba, y otras en grupo. En estas también oía sus conversaciones más despreocupadas.

Me gane la confianza de D. Julián, el dueño del bar. De hecho nunca supe si era el dueño o un contable contratado, traje oscuro, bajito, muy silencioso y con gafas que parecían lupas que hacían grandes sus ojos. Se metía  a hacer su trabajo en un cuarto diminuto que había al fondo. El cuarto estaba lleno de papeles y apenas cabía la mesa y una silla. Los archivadores llenos ocupaban cualquier espacio disponible, amontonados, o apoyados en la pared,.... Después de media hora salía, se sentaba en una mesa apartada y pedía un café con leche y una tostada. Yo le trataba como con al resto de clientes. Terminó pidiendo que siempre le atendiera yo.

La vida que estaba descubriendo me parecía buena y el mundo avanzaba rápido.

Veíamos mucho la tele. Había una en el bar, un aparato marrón, grande con una pantalla gris cuando estaba apagada y en blanco y negro cuando la encendían. Según ella el género humano no parecía tener límites. Ese año probaron el avión de pasajeros más grande del mundo, el Jumbo, y el más rápido, el Concorde. Yo nunca había ido en avión así que no podía imaginar que una máquina cargada con casi 400 personas se levantara del suelo. Tampoco había sido capaz de entender lo que era la velocidad del sonido, aunque en el pueblo un día D. Felipe intentó explicármelo, ni sabía lo lejos que estaba Nueva York. Seguro que si se pudiera ir en bici se tardaría bastante. De todas formas los aviones salían en la tele, así que existían.

Una señora a la que servía croissants todos los días me había contado que en la calle Diputación había un antiguo teatro remodelado como cine y que tenía que ir, que era una buena forma de pasar la tarde y, si las películas era buenas, podría aprender algo. Compré una entrada de palco, la chica de detrás del cristal me lo explicó al ver mi cara y la entrada no era especialmente cara. Fui varias veces a aquel palco después de la primera vez, sólo o con mi mujer.

Recuerdo el evento más importante mientras estaba en el bar fue el Apolo XI, el ser humano había llegado a la luna. Ese día fui y salí del bar mucho más tarde. Mucha gente vino al bar a verlo. La luz de la luna llena no cambió, como pude comprobar un día que salí muy tarde, aunque al verla, me dio una cierta sensación rara, como de nostalgia. Se me olvidó cuando empezaba a bajar las escaleras del metro.

Además de los aviones y los viajes espaciales, otra cosa que en la tele mencionaban a todas horas era Vietnam. Tanto hablaban que lo busqué en un viejo atlas de casa de mis tíos.  En la televisión decían que empezaba la guerra de Vietnam, un problema asociado a un tipo de país que se buscaba problemas como USA, había gente que USA que no quería ir. 

Dos años después volví a ver a Sebastián. Me llamó por teléfono una noche a casa de mis tíos y quedamos en vernos. Los suyos no le dejaban salir de casa a menos que fuera para ir a clase, me contó. 

— Hasta ahora me han tenido casi como un prisionero. 

Solo salía de casa para ir a clase cada día, y los fines de semana tenía que estudiar, sino, ¿como iba a convertirse en un médico de provecho? Parece que sus tíos querían explicarle a sus padres que Sebas se portaba bien. Sus tíos tenían la sensación de que era parte del encargo que tenían.

Quedamos en mi parque favorito. Le enseñé la cascada. Sebas decía que era el olor lo que nos recordaba al pueblo. A los dos el parque nos parecía familiar, pero yo nunca fui capaz de recordarlo por el olor.

Hablamos mucho de nuestra infancia. En el pueblo, nuestras familias desayunaban juntas todos los domingos. La panadería hacía unos panecillos especiales ese día que nos comíamos untados de tomate aceite y sal, acompañados de abundantes embutidos que habíamos visto hacer cuando en una casa se hacía matanza. En el día de la matanza casi todo el pueblo, o eso nos parecía a nosotros, se juntaba y actuaba como operarios bien sincronizados. Unos hervían las vísceras del cerdo, otros rellenaban los intestinos con un raro aparato, dándole vueltas a una manivela. No sé si se ponían de acuerdo pero los veíamos a todos concentrados en aprovechar cualquier cosa el cerdo que habíamos visto degollar por la mañana en el matadero al lado de la riera. El ambiente en la casa de la matanza era de felicidad, todos sabían que tarde o temprano se comerían lo que estaban haciendo. Sí, matanza era una palabra adecuada y, si no, que explicaba muy bien los gritos del pobre animal al cruzar el río y entrar en el matadero para ser degollado.

Al apagarse la luz del día nos fuimos a mi bar. Yo sabía exactamente lo que costaba hacer un sándwich mixto, en llevarlo a una mesa. Incluso podía explicarle lo que pasaba en el mundo según lo que oía. Me sentí poderoso y quise compartirlo con mi amigo Sebas.

Desde ese día hablábamos casi todas las semanas y quedábamos en mi parque una vez al mes. En el parque no nos importaba compartir recuerdos y repetirlos una y otra vez aunque los dos los conocíamos de antemano.

Me contó que le iba bien en la Universidad. Sacaba muy buenas notas, siempre había sido un buen estudiante, igual que modesto, y ahora que sus tíos le obligaban a estudiar a todas horas era muy, muy bueno. Esto no lo contó él, aunque yo lo imaginaba.



Llamé a Sebas. No se porqué, pero estaba muy preocupado. Intuía que Sebas podía hacer algo.

— Sebas, ella vino a mi, a mi restaurante, fue por casualidad. Pensé que era  un cliente normal de por la mañana pero no abrió su periódico.
— Cuando me acerqué a preguntarle lo que quería la reconocí. Tenía los ojos rojos de haber llorado. Llevaba la camisa sucia. 

Ella me daba la espalda sentada mirando la calle por el cristal.
— ¿Que desea?.
— ¡Hola! — exclamé sorprendido, cuándo la reconocí.
— Hola Paco, ¿como estás?
— Yo muy bien ¿y tú?¿qué haces aquí?¿Que tal Juan?¿Que es de tu vida?¡qué alegría verte!¿Te pasa algo malo? ¿Puedo hacer algo? — , a pesar de la alegría que me dio verla, me di cuenta de su cara y su estado.

Me senté a su lado.
— Por un momento creí que me iba contar todito desde la última vez que nos vimos, ¿te acuerdas Sebas? Fue en su boda — dije por teléfono a Sebas.

Seguí contando el encuentro en mi bar.
— Me miró y se derrumbó, me senté enseguida a su lado.
— Tranquila Ángeles, ¡cuéntame! ¿que te pasa?

Entre sollozos me contó su historia desde que se fue del pueblo. Juan solamente la tenía en cuenta para abroncarla por algo. Tenía un hijo, Juanito, que era poco más de un bebé. Juan solamente volvía por las noches, ella estaba muy sola, a duras penas había conseguido fabricar una rutina que la tenía ocupada.

— Sebas, me pareció que estaba muy mal, tienes que llamarla y hablar con ella, me dio su teléfono, apunta — estaba realmente preocupado.



El reencuentro

Después de anotar el teléfono, intenté inconscientemente no darle importancia a la llamada de Paco y me interesé por cómo estaba él.

— ¿Que tal tú Paco?¿Sigues bien?
— Oh sí muy bien, me lo paso bien en el restaurante, y también con mis tíos. ¡Tienes que llamarla!, de verdad estoy muy preocupado.
— Tranquilo que la llamo. ¿Nos vemos pronto?, dijo Sebas.
— Cuando quieras, ya sabes que estás invitado a un café por la mañana en el bar. Ya me contarás cuando hables con Ángeles.

Acababa de colgar el teléfono.

Me fui a mi cuarto y me senté en el borde de la cama. Había una estantería apoyada en la pared llena de libros de medicina, una mesa, una silla y una cama.

No era momento de sentarme en la silla. La mesa era un tablero de madera que yo mismo había forrado con “aironfix” transparente. Debajo del “aironfix” había puesto un poster con un rio fresco que bajaba en un bosque en sombra con mucha cantidad de musgo alrededor, verde. Todas las tardes durante ya casi cuatro años me había sentado a estudiar aquellos libros que me daban en la facultad de medicina. Aquel tablero de madera había sido casi las única cosa que había conocido después de salir del pueblo. Estaba tan cerca de la mesa que incluso me pareció oír una protesta suya.

También me acordaba de aquellos fines de semana con Paco en aquel parque del que se había enamorado, el que le recordaba al pueblo.

Me volvieron a la cabeza cosas que ya casi había dado por olvidadas. Las conversaciones entre Ángeles, Paco y yo en el pueblo, las historias que Ángeles nos contaba. Un fantasma que ya casi había olvidado resucitó.

Un día alguien vino al pueblo y pusieron en mi casa un teléfono negro con un dial que giraba con agujeros para los números. Fue una revolución poder hablar entre las casas del pueblo sin tener que llegar a ellas caminando. Muchas veces llamé a Sebas por teléfono a su casa por la noche. Pero no sabía exactamente qué decir. Cuando llamábamos y se ponía al teléfono la madre de Sebas o la mía casi todas las conversaciones empezaban por “¿padre o hijo?”, como si fuera una formalidad, porque ellas nos reconocían, pero querían estar seguras de si la voz quería hablar con Paco padre o Paco hijo, o Sebas padre o Sebas hijo, y terminaban con aquello de “ya te lo cuento mañana”.

Paco y yo íbamos a casa de la señora Águeda. En su casa había muchos olores, algunos metálicos, otros de comida que escapaban por la puerta de su casa con dirección a su oficina en donde la oíamos trabajar:

— ¿Con quien quiere hablar? Un momento, le paso.
— ¿Con quien quiere hablar? Un momento, le paso.

Sentada en un silla, hablaba y escuchaba por un auricular con micrófono colgado sobre su cabeza. Cogía unas clavijas de su mesa, conectadas a un cable que parecía flexible y las insertaba a un panel vertical oscuro lleno de dibujos dorados con agujeros que tenía delante de sus ojos. Las sacaba de sus agujeros y el cable se las llevaba como un resorte, parecían vivos, a la mesa. Nos parecía magia y los dos nos mirábamos embobados sin entender porqué ni cómo lo hacía.

Doña Ágata no paraba de hablar:

— ¿Con quien quiere hablar? Un momento, le paso
— Un momento le paso. Agarraba la clavija con la mano y la insertaba en un agujero de la pared vertical.
— Un momento, le paso. Agarraba la clavija con la mano y la insertaba en un agujero de la pared vertical.



De repente Ángeles llenó mi imaginación: su camisa de cuadros, sus pantalones vaqueros, su melena pelirroja, su obsesión por marcharse del pueblo, sus historias llenas de princesas y de personajes ideales e imaginarios.

El teléfono me esperaba en silencio desde la mesilla del recibidor, el papel con su número de teléfono me quemaba las manos.

Me levanté y la llamé. Mi tía estaba en la cocina.

— Esperé el tono, marqué y esperé cuatro tonos antes de que contestara.
— ¡Dígame!
— ¡Ángeles!
— ¿Quien eres? ¡Ah Sebas!¿eres tú?¡Como estás!— una voz me contestó, y me reconoció a pesar del tiempo que había pasado y me preguntó, obligándome a contestar como si yo, y solo yo, estuviera al teléfono aguantando aquel auricular negro que nunca podría escapar conectado a aquel aparato pesado gracias a un cable con espirales. Me pareció que nos había conectado una señora Águeda, la numero 1423 del equipo. Creí escuchar el “un momento le paso” en el auricular.

Al otro lado la voz de Ángeles sonaba exactamente igual de cómo la recordaba. Pensé en los documentales en blanco y negro de la tele en donde algunos hombres sujetaban la cola del avión hasta soltarlo y dejar que corriera a toda velocidad por la pista de despegue.

— Me ha dicho Paco que te ha visto, ¿que tal estás? — empecé.
— Bien, bien ¿y tú? — contestó Ángeles, menos mal que parecía que la voz del otro lado del auricular se alegraba de oír la mía.
— Bueno, tengo poco que contar, casi acabo la carrera de medicina y he estado estudiando todos los días en casa de mis tíos.— Es lo único que podía contarle honradamente. Era lo único que yo había hecho desde la ultima vez que la ví, en el pueblo, el día de su boda.
— ¿Médico?¿De los que curan? Estarás orgulloso.
— ¿Quieres que te lo cuente?¿quieres que quedemos?, seguro que tú tienes mucho que contar, Paco me dijo que tenías un hijo, eso son palabras mayores.

De repente me entraron ganas de verla y de escucharla no solo de oírla de nuevo. Me oí a mi mismo seguir hablando a aquel auricular negro, que me traía su voz pero no me dejaba ver ni los cuadros de su camisa, ni sus historias, ni su melena pelirroja, ni su cara.

— ¡Venga! Yo no estoy muy ocupada, cuando quieras. Si quieres podemos quedar con Paco también y hablar de los viejos tiempos.
— Eso sería estupendo, pero si es con Paco tenemos que ir a su bar, mejor quedamos en otro sitio y vamos después a desayunar allá.— De repente recordé el magnífico bar de Paco con sus mesas redondas de mármol y metal. Algo desconocido me hizo quedar en otro sitio.

Quedamos en la Sagrada Familia, una plaza que conocíamos los dos, y que, además, estaba cerca de su casa. 

Había visto la Sagrada Familia al principio de vivir en Barcelona. Iba un poco prevenido, mi tío me había dicho que Gaudí se olvidó de ella al morir, y lo que habían hecho a partir de entonces era inventar, e imaginar cómo un genio haría las cosas, pero el genio ya estaba muerto.

Cuando fui las primeras Navidades a la plaza grabé en mi olfato el olor de los pinos para llevar y del musgo para los belenes. Recuerdo el ruido que hacia la muchedumbre que paseaba con nosotros. Miraba los puestos de árboles de Navidad y los de figuritas de Belén. Yo llevaba pantalones cortos, a pesar del frio, y no era un turista, tampoco veníamos de muy lejos. La intensa luz de los focos de los puestos ayudaba a caldear el ambiente que era frío.

Había llegado muy pronto a mi cita con Ángeles. Estaba mirando las agujas de La Sagrada Familia buscando el avance de las obras para contárselo a mi tío. La iglesia no parecía alargada todavía y unas agujas muy, muy altas le ponían un aire increíble a lo que veía. Unas piedras blancas empezaban a crear una entrada para aquella iglesia. Sí, como decía mi tío aquellas piedras no parecían haber salido de la misma cantera que las grises que componían las agujas.

Estaba en el mismo lugar, no me había movido ni un milímetro, cuando de repente vi una parada de autobús, una cola de gente enorme, y la iglesia ya con forma alargada. Las piedras blancas eran grises, las grúas quedaban muy por debajo de las agujas. En la parada de autobús había un mástil en donde varios carteles de colores anunciaban que allí pararía el cuatro, o el dieciséis, o el cuarenta y tres. Muchos de los rostros de la cola no me eran familiares y sus rasgos demostraban que no eran de allí, sus ojos pequeños y estirados en su cara. Unos carteles de lo mas atractivo anunciaban algo así como “Visita”, pero yo solamente veía que servían para orientar la cola.

Me recordé a mi mismo con pantalones cortos visitando el interior de aquella iglesia, o que sería después una iglesia, viendo donde vivía el genio aquel que había construido las agujas, y su devoción por un dios que le había empujado a construirlas.

De repente noté un toque en mi espalda.

— ¿Sebas?
— ¡Ángeles!¿Que ha sido de ti?

Nos saludamos como si no nos viéramos en años, lo que era meridianamente cierto. Ella llevaba sus vaqueros y su camisa de cuadros, esta vez de color verde. Olía como siempre, tenía que habérselo dicho. Paco y yo descubrimos en una película que las mujeres siempre llevan colonia o perfume. Que no se lo cambian casi nunca. Que les gusta que les digan que nos gusta como huele y que todavía les gusta más si somos capaces de identificarlo, y si no que se lo pregunten a Carigran, “Chanel numero cinco, supongo”.

— !Te veo igual de guapa que siempre!— le dije.
— Hace tiempo que nadie me dice estas cosas — medio ruborizada —gracias.
— Hay un banco por allá —¿nos sentamos?

A la luz de la tarde sentados en aquel banco de la plaza, se nos hizo casi de noche hablando. Hablamos mucho del pasado común, feliz; del presente, muchísimo; de su hijo, mucho y del futuro, prácticamente nada. Hablamos del pueblo, de los paisajes, de las multitudes, y de la ciudad en donde vivíamos.

Me contó su desgraciada vida con Juan, su Juanito que parecía llenar su vida. Ella estaba preocupada porque Juan se enterara de que nos hubiéramos visto. Le tenía miedo. Si nos volvíamos a ver, el atardecer debía ser el límite, tenía que llegar a su casa antes del atardecer, como si fuera una cenicienta, a cenar. Esa cita de la Cenicienta me hizo pensar en el cuento y ¿si los ratones que se convertían en caballos eran solo sus deseos y no los del hada madrina?

La Cenicienta, una niña preciosa, de dibujos animados, obligada a vivir una vida desgraciada por su madrastra y sus hijas, la vida  real y el hada madrina le brinda una oportunidad de pasar una prueba y cambiar de vida si la supera. El destino (su hada madrina) es algo parecido al azar.

Y sí, nos volvimos a ver, muchas veces, casi todos los martes. Los martes su hijo se quedaba en casa con una cuidadora de un pueblo de Extremadura que soy incapaz de recordar y, además yo no la conocía. 

Los dos esperábamos asomados a la calle para ver si llegaba nuestro autobús. Los dos mirábamos un papel en donde decía el número de autobús que teníamos que coger y en el papel había una línea amarilla que decía por donde se iba a mover.

Ya habíamos descubierto que el autobús llevaría una letra seguida de varios números que decía quien era, pero que no nos importaba nada. También llevaría un numero en la frente en blanco y negro que lo relacionaba con la línea amarilla de nuestro papel.

Cuando vimos que nuestro autobús se acercaba Ángeles dijo, muy práctica

— Los carteles deberían ser amarillos, así el cartel amarillo se distinguiría antes del número y sabríamos que era el nuestro.

Aquella máquina nos invitó a subir. Era verde, redondeada, hizo mucho ruido al pararse, creo que eran los frenos. Tenía las ruedas muy grandes y delante de la rueda delantera una especie de acordeón se plegó para descubrirnos la puerta por donde subir. Subir era la palabra correcta porque Ángeles y yo nos tuvimos que agarrar a una barra y tirar de nuestros cuerpos para acercarnos al conductor de aquella máquina. En una mesa que había al lado del conductor dejé las doce pesetas que valía aquel viaje y nos sentamos cerca en dos sillas de madera (era martes).

Casi en seguida el autobús empezó a subir. Se oía el esfuerzo del motor y olía a gasolina. Una mirada hacia el cristal trasero y vi que salía un humo negro abundante. Le estaba costando.

Arriba era un concepto relativo porque el autobús no dejaba de pararse y subir todo el rato, pero seguíamos estando en el asfalto gris y las casas seguían teniendo la misma altura, seis o siete pisos, por encima nuestro.

Miraba las casas cuando pasaban por delante de mi ventana y veía sus balcones y alguna forma increíble que me recordaba a la Sagrada Familia. Los arquitectos que las habían diseñado debían tener mucho tiempo libre o su utilidad era algo que yo no podía entender. 

El autobús siguió subiendo un buen rato hasta que llegó a una explanada en la que giró y se paró. El acordeón se comprimió otra vez, invitándonos a bajar. Supongo que estaba cansado.

Un tranvía de color azul estaba en la explanada, quieto, esperándonos. El camino seguía subiendo, esta vez señalado por las cuatro líneas marcadas en el suelo de sus railes. 

Ahora sí que parecía que estábamos más arriba. A lo lejos se podía ver el mar. Las casas ya no eran pisos sino mansiones adornadas de verde y flores. En lugar del ruido y el olor del motor del autobús, aquel tranvía solamente olía a viejo y hacía más ruido, pero de metal. No respiraba humo negro. Como en el autobús de antes, nos sentamos cerca del conductor y miramos por la ventana (era martes). El tranvía no tenía acordeón, se movía despacio y el ruido era más fuerte. No parecía cansarse de subir. Como si lo hubiera hecho siempre así: subir por una vía, girar arriba, bajar por la otra y girar abajo.

Al bajarnos en la última parada y asomarnos a aquel mirador nuestra cara, yo veía la de Ángeles, que era de sorpresa. Ahora “arriba” ya no era un concepto relativo, era encima y fue un regalo ver Barcelona entera desde encima. La casas del ensanche eran como cuadriculadas entre las líneas de las calles, las del casco antiguo como amontonadas y el mar al fondo resaltando la montaña y el castillo de Montjuic. Allí vivíamos. Al cabo de un rato, cuando nos repusimos de la sorpresa de aquella vista, era la primera vez que llegábamos allí para los dos, intentamos descubrir dónde vivíamos exactamente. 

— Ves aquella punta con las letras verdes, eso se ve desde el portal de mi casa, yo vivo allí.
— No, es demasiado alto, no puede ser tu casa.
— No, no digo ese, sino uno mas bajo, el que es gris y negro un poco más arriba. 
— Pues desde aquí se ve muy cerca de casa de mis tíos, aquel edificio gris con la mancha roja.

Cada uno de los dos estaba seguro de haber señalado el lugar exacto aunque no había forma de comprobarlo. Estuvimos mucho rato disfrutando de aquella maravillosa vista antes de volver, tranvía explanada y autobús.

Las callejas eran muy estrechas, olían a sucio, es decir una mezcla entre podrido y alejado del sol y del aire. 

— Esto es precioso, me pregunto quien vivirá por aquí. —Ángeles estaba entusiasmada. 

No estaban especialmente limpias y tenían un olor particular. No mucha gente paseaba como nosotros. Había algo de peligroso en aquel paseo.

Me vi otra vez yo solo paseando por allí en compañía de una muchedumbre. No podía identificar sus rostros, venían de muy lejos, llevaban bolsas y todos miraban hacia arriba. Hacía sol, no olía mal y sí, estaba de acuerdo con Ángeles, ¿quién tendría la suerte de vivir aquí?

Los cines de entonces daban una sesión doble, es decir, ponían una película, había un descanso y luego otra. 

La primera película era de submarinos, americana. 

— Me temo que un submarino es bastante más pequeño de lo que parece en la película— Yo recordaba un viaje que hicimos con la familia a Cartagena y pudimos entrar en un submarino, me pareció más pequeño que mi habitación.
— Ella es muy mona, lo espera…

— ¡Hola!, ¿como estáis? — Al principio su voz sonó muy rara, como si no tuviera que ver con nosotros, pero pronto entendimos que se dirigía a nosotros.

Debíamos parecernos. Ella era rubia y tenía la voz como el timbre de una bicicleta, él era muy alto. Supongo que ir el martes a un cine como aquel no era muy frecuente. O que fuéramos parejas de edades parecidas nos hacía poseedores de algo común.

— ¡Hola! — Dijo él desde tan arriba que hasta me pareció lejano.
— ¡Hola! 
— ¡Hola! — Nos saludamos estrechándonos la mano.

Algún martes salimos con ellos.

No había colas para entrar en el zoo los martes. Muchas veces fuimos, pero éramos incapaces de ver animales. Nos parecía que paseaban tristes y un día la mirada con ojos de pena del gorila detrás de los barrotes casi nos arruina la visita.

Nos sentábamos en un banco y mirábamos el verde, eso sí, el parque era verde. Un día nos vino a ver al banco un pavo real con su cola levantada en forma de abanico, las plumas de muchos colores.

— Este se cree que somos alguien, Ángeles se levantó para verlo de cerca.

Un martes estrenaban una nueva atracción, el acuario. Se suponía que en el edificio guardaban peces, delfines y todo tipo de animales relacionados con el agua. Entramos.

— Me voy a poner el jersey, aquí hace frio.

Nada más entrar había unos cristales detrás de los cuales había agua y rocas y la gente se paraba a ver como nadaban unos pingüinos. ¡Los pingüinos son aves, aunque no vuelen! No sé porque estaban allí estos pingüinos, tal vez porque no tenían más sitio en el parque, o porque la temperatura fría del edificio les iba bien. 

Había dos tipos de pingüinos detrás de los cristales, aquellos que constantemente se movían, se tiraban al agua, nadaban, salían, movían sus picos y volvían a tirarse, y otros que se quedaban de pié en una roca y  apenas se movían del sitio, incluso si les mirabas a la cara parecían tener los ojos cerrados.

Algo me llamó la atención y me hizo retirar la vista de los pingüinos. Estaba en el pasillo de salida, el que iba a los acuarios, había unos tubos de metal que servían de pasamanos y unas ventanas encima, en lo alto de la pared. Un hombre con gabardina daba saltitos rítmicos agarrado al pasamanos para ver lo que había detrás de esas ventanas. A cada salto murmuraba algo que no entendía. Si mi sentido de la orientación no me fallaba, aquellas ventanas daban a la parcela en donde estaban jirafas, elefantes, antílopes y el resto de herbívoros africanos. En un momento dado el hombre miró el pasamanos y con una afirmación parecida a ¡eso es! Se subió al pasamanos y miró por las ventanas agarrado a su alfeizar. El hombre murmuraba algo parecido a ¡eso es!, ¡eso es!, como si hubiera entendido algo difícil. Entonces llegaron dos vigilantes uniformados que lo bajaron del pasamanos y se lo llevaron. Cuando los tres pasaron a mi lado me pareció el rostro de aquel hombre era de felicidad. Por fin lo había entendido, desde luego era un hombre perturbado.

Muchos martes quedamos en Las Ramblas conscientes de que la gente nos protegía. Pasábamos por delante del bar de Paco sin entrar. Encontrábamos en sus puestos libros raros, pájaros tristes de colores brillantes y a los turistas que paseaban con nosotros. Le hubiera comprado cada vez una flor pero necesariamente habría tenido que ser una flor cenicienta pero al revés. Merendábamos en una granja queera tan antigua casi como Barcelona. Allí se tomaba chocolate deshecho con nata: un suizo. 

— ¡Tienes nata en la nariz! — me dijo Ángeles muerta de risa al salir.

La afirmación se convirtió en un tópico. Era difícil no mancharse de nata la nariz al beber aquel suizo en la taza. Ángeles siempre esperaba a estar en la calle para decírmelo sonriente. 

Mi tío me había dicho que era peligroso bajar más hacia Santa María del Mar, una iglesia románica cerca del marTentamos a nuestra suerte acercándonos casi tan abajo del lado izquierdo de Las Ramblas como se podía ir. 

— Si le dices a tu tío que has estado aquí te echará la bronca. Si le dices que has estado con una chica, encima casada, no te dejará volver a salir de casa en tu vida.

Nos sentamos en un banco cerca del Liceo simulando que éramos divas del bel canto soltando gorgoritos que sorprendieron al resto que paseaban por allí.Generábamos un follón a nuestro alrededor, no podíamos evitarlo. 

Soportamos los olores del mercado en donde los puestos mostraban de forma que parecía engañosa, no sé si por las luces, frutas, pescados y trozos de pollo y cualquier cosa que se pudiera comer. 

Fuimos varios martes a aquel parque que me había enseñado Paco. Allí alquilamos una barca para chapotear con el agua. Disfrutamos de la tranquilidad sentados en un banco, solo hablando de recuerdos. 

— Lo siento pero a mi no me huele a nada.
— Pero si está clarísimo, la higuera, la hierba….
— Lo siento, pero a mi no me huele a nada.

Igual que con Paco no tuve mucho éxito al explicarle que era el olor lo que nos recordaba a nuestro pueblo.

— Verás, cierra los ojos, así. Ahora ya solo puedes oír, sentir y oler, ¿no notas el olor?
— Lo siento, pero a mi no me huele a nada.

Nos sentimos libres esos meses, hicimos muchas cosas, los dos esperábamos con ilusión el momento de vernos cada semana. Los fines de semana me costaba estudiar, los lunes me parecía que no debían existir mientras escuchaba la clase de algún profesor que se esforzaba en explicarnos cómo era una rodilla o cómo funcionaba la nariz. A duras penas llegaba a casa de mis tíos, cenaba y me iba a dormir enseguida, había descubierto que era la forma más rápida de pasar los lunes.
Los miércoles eran especialmente odiosos, estaba como resacoso. Jueves y viernes los pasaba preparándome, haciendo planes, y los fines de semana vuelta a empezar.

Un martes Ángeles me sorprendió citándome en aquella casa de juegos del ensanche. Jugamos al futbolín y al billar. 

— Venga saca.
— Cogía una de las pelotas que quedaban en el cajetín a donde llegaban con estrépito y la ponía en el agujero que tenía aquel futbolín en medio campo.
— ¡Chúpate esa! Metiendo un gol desde mi propio campo, girando rápidamente la muñeca.

No sé en qué momento lo había aprendido, no se lo pregunté, pero unos de sus muñecos delantero conseguía parar la bola ente sus pies y con un movimiento rápido d su muñeca conseguía meterme gol, a pesar de lo que yo hiciera con mi portero, haciendo la bola un ruido fuerte en la portería y deslizándose después a donde estaban las otras bolas.

— ¿A ver? Otra vez el delantero centro prepara su disparo y… ¡goooool! El portero un puede hacer nada por impedirlo. — te gané otra vez. Cinco a dos.

Me dio varias palizas al futbolín.

También jugamos al billar y me ganó casi siempre. 

Los golpes en el billar eran de clase, poco a poco uno se ponía, apuntaba con el taco a la bola blanca, hacía varias pruebas de cómo saldría la bola y luego haciendo una carambola le pegaría a las otras dos.

Las bolas del billar y del futbolín se diferenciaban en el tamaño, pero también en que las del futbolín estaban sucias, grises con puntos negros y parecían acostumbradas a recibir patadas de los muñecos del futbolín. Más que recibir golpes, las bolas de billar solo rebotaban, por eso parecía que nunca se habían usado, eran grandes y brillantes, dos blancas y una roja. 

Además, en lugar de bajar haciendo ruido al cajetín después de meter uno de los duros que poníamos en una esquina, encima del futbolín y apretar el botón, había que pedirlas al encargado.

Aquel día apenas hablamos de nada, ni del pasado, ni del presente ni del futuro, ni siquiera de Juanito, solo del futbolín y del billar. Cuando nos despedimos comprendimos que la vida que habíamos compartido los martes de los últimos meses era la que estábamos buscando.

El invierno nos sorprendió un día sentados en un banco del parque cuando uno de los dos mencionó el frío que estábamos pasando. Yo pensaba que los martes eran tan antiguos como las estrellas de por la noche, o más antiguos incluso.
El hotel

Ese martes quedamos por teléfono, lo que no era normal.

— ¿Dónde quedamos la semana que viene?—al teléfono su voz sonó vacía.
— ¿Te apetece un billar?
— ¿No tuviste suficiente Flanagan?
— ¡Va! Y encima te creerás alguien.
— ¿Porqué no nos arreglamos y vamos a comer a un sitio guay? ¿Tendremos pasta para soportarlo o tendremos que ponernos en una esquina a pedir limosna?
— …
— Venga, estírate un poco, me apetece comer bien.

Un compañero de la carrera me había hablado de un sitio así, elegante, era un hotel, y ponían unos riñones fantásticos.

— Me han hablado de un sitio elegante que es un hotel.
— ¿Me estás haciendo proposiciones deshonestas? Pues vale.
— ... ¿De verdad quieres que comamos ahí?¿Llamo?
— Si hombre sí, ya es hora de que nos demos un homenaje, ponte guapo, yo me arreglaré también. El martes que viene podemos comer ahí.

—  ¿Quieres que sea especial?¿Invitamos a Paco?.
— En que quedamos, quieres que sea una cita especial nuestra o que la ampliemos a otros, por ejemplo a la pareja del cine, o a Paco, o a Juan,…?.
— No seas borde, solo quería que fuera especial.
— Está bien entendido, yo me encargo que sea especial.
— Y yo me pongo guapa, ¿vale?
— Tú siempre estás guapa. — Noté por teléfono como se ruborizaba.  
— … Bueno el martes que viene, ¿de acuerdo?.

Colgué el teléfono en el recibidor y me fui a tumbarme en mi cama. El martes pasado se nos había olvidado quedar para el martes siguiente, como hacíamos siempre. Analizando lo que Ángeles me había dicho por teléfono, el próximo martes sería especial.

Mi compañero de la carrera y yo habíamos discutido acerca de la especialidad de riñones de ese sitio y de su olor, aventurando la hipótesis de que en las cocinas los sitios elegantes tuvieran una máquina de hacer olores (o feromonas) que luego ponían en los platos para hacerlos más apetecibles. 



Estudiamos el menú en silencio. Los dos teníamos una cierta una sensación de culpabilidad por estar donde estábamos. Ni los recuerdos de la cantidad de cosas que habíamos compartido durante toda nuestra vida, ni los encuentros de los  martes de los últimos meses nos dieron una excusa fácil para hablar de algo.

— Tomaré lo mismo que el señor— le dijo Ángeles.

Ángeles llevaba un vestido verde con volantes blancos bordados (orlado de espuma, dije para mis adentros, entendiendo que era muy cursi para decirlo) Después entendí que se lo había puesto solamente para aquella ocasión. Parecía una de las princesas de sus cuentos. Yo había desempolvado mi traje azul y la corbata de flores. Nos habíamos vestido los dos de otra forma que los anteriores martes, ese tenía que ser diferente y los dos lo sabíamos.
Siempre la conocí con vaqueros y una camisa de cuadros, desde luego no olía como siempre, parecía diferente.

El camarero que nos abrió la botella de vino dejó el tapón de corcho en una abertura de su mandil negro, como los canguros, después de dármelo para que lo oliera. Trajo los segundos platos y los dejó encima de la mesa con sumo cuidado. El “buen provecho” muy educado que soltó después pareció querer decir que estábamos obligados a pasarlo bien. 

¿Comiendo solamente? Me pregunté si él sospechaba algo. Yo sabía que habíamos sido un poco inconscientes. El hombre calvo de la mesa de al lado de la pared me pareció raro también. 

En mi cabeza empezaba a hacer una película que yo solo podía ver. Una banda de delincuentes comandados por Juan se había enterado de nuestros martes y hacía que el hotel contratara en plantilla a un sicario, era el maître, con el objetivo de matarnos. El calvo de la mesa de al lado nos seguía los martes, me parecía haberlo visto antes, también era de la banda y su misión era solamente proporcionarle información a la banda de lo que hacíamos. Me pareció verlo en la sala de juegos del ensanche analizando una bola de billar.

Disfrutábamos inconscientemente de nuestra compañía a sabiendas que todo el que nos viera también lo haría. Acaricié su mano que había dejado sobre a mesa.

Un árbol de Navidad con las luces rojas y unas cajas que simulaban regalos estaba pendiente de nosotros desde el fondo del salón. De repente me pregunté si Ángeles estaría pasando frío con su vestido verde.

— ¿No tienes frio? — Sus brazos me parecieron demasiado descubiertos.
— No te preocupes por eso ahora, se está bien aquí — Ángeles no parecía preocupada por el frío.

—Hoy le dado a Juanito su primera papilla de frutas, no veas cómo me ha puesto. — Ángeles tenía cara de madre, si es que eso se puede tener.

Juanito siempre estaba presente en nuestras charlas, Ángeles consideraba a Juanito como algo suyo. Nunca hablábamos de Juan, era un tema tabú.  Me noté torpe al servirle de nuevo una copa de vino a Ángeles, algo no estaba bien. 

Yo no era un buen conversador, pero para eso estaba Ángeles. No necesitaba inventar cuentos sino solo recordarlos. Ángeles me había contado a mí sólo algunas de las historias que inventaba. Un día, sentados en el parque volví a retarla, ....
una princesa dije,... y Ángeles empezó a contar...

Había una vez una princesa. El rey, su padre, pensaba que era lo más valioso que tenía e hizo construir en palacio unas estancias en las que su hija fuera feliz . Podía contemplar desde una de su ventanas el amanecer y desde otra el hermoso atardecer. La altura, estaban en una torre en la parte más alta de palacio, hacía que a estas vistas se añadieran los bosques del reino, arboles que nunca dejaban de estar de muchos verdes. En el poniente podía ver el río que lo atravesaba y discurría entre árboles como si fuera un ser vivo. Además cambiaba su apariencia dese el azul calmado y oscuro de por la mañana hasta el dorado cuando el sol enviaba sus rayos al mediodía. El rey y su hija pasaron mucho tiempo allí, les encantaba. 

Yo estaba como embobado escuchándola en el banco del parque…

Subían a cualquier hora y se maravillaban de las vistas de cada momento, siempre diferentes. La princesa empezó a subir temprano para verlas. El rey puso una cama en sus aposentos, para que no tuviera que madrugar y subir por la mañana. El rey era feliz viendo feliz a su hija.
Cuando le vencía el sueño se acostaba en su alta y blanda cama. 
Pasó que la princesa se quedaba todas las horas mirando por sus ventanas y llegó un momento que dejó de salir. El rey murió y la reina mandó tapiar la puerta de los aposentos de la princesa para que nadie pudiera distraerla de su felicidad. Le pasaban su comida por una abertura en la puerta.

-- Pero ¿porqué? le pregunté, es la princesa.

La reina también murió y nadie parecía recordar a la princesa que vivía en la torre. Mirando por las ventanas la princesa empezó a imaginar quien la sacaría de allá.

Esta fue la primera vez que Ángeles me contó a mi sólo una historia suya.

Sería o no algo especial, pero sus tíos me habían oído cantar en la ducha por las mañanas intercambiado sonrisas en silencio. 

Ángeles apenas hablaba con su marido y se limitaba a explicarle todo a Juanito, que no entendía nada de nada de lo que ella le contaba. Volvió a aparecer la sonrisa que siempre había estado presente en su cara.

Los dos éramos cómplices (en mi película me resistía a llamarnos amantes) y los dos sabíamos cómo iba a terminar aquella cita.

Al otro lado de la ventana empezó a caer la nieve. El bullicio del comedor pareció elevarse por un momento. El árbol de Navidad del fondo soltó de repente una melodía, y sus luces empezaron a parpadear iluminando las cajas. El hombre calvo terminó de comer y se levantó. El maître vino de nuevo y nos preguntó por el postre.

— ¿Qué al ha estado todo? ¿Quieren algo de postre?¿Café?

Tenía que ocuparme de algo.

— Enseguida vuelvo — dije poniéndome en pie, cuando Ángeles me miró. No le dije a dónde iba.

Crucé desde el restaurante hasta el vestíbulo del hotel. Al otro lado del mostrador había un encargado uniformado al que le pedí una habitación.

—¿Tienen habitaciones libres?
—¿Para cuando sería?
—Para ahora, quiero decir para hoy
—Sí, entre semana solemos estar muy vacíos.
—Deme una, doble por favor.
—Desde luego, ¿A nombre de quién la pongo?
—Sebastián Ragacci.

Esperaba que en cualquier momento alguien me dijera que estaba haciendo algo malo, o simplemente que el conserje me dijera que no había habitaciones libres. 

Miré hacia el comedor para ver si el maître me había seguido para meterme dos balas en la cabeza con su pistola con el silenciador. El conserje, no se enteraría. No oiría el ruido que haría al desplomarme y me quedaría tumbado en el suelo, detrás del mostrador, escondido de su vista. Era un señor normal pero tan uniformado que parecía un soldadito de juguete, me dio una llave de plástico con total indiferencia mientras me preguntaba cosas tan vulgares como cómo iba a pagar la habitación. Me noté la mano sudorosa al sacar el dinero del bolsillo.

—Tenga, ¿cómo la va a pagar?
—En metálico, con dinero.

Tenía que comprobar que todo estaba en orden y subí a la habitación. El el ascensor tuve que deslizar la tarjeta que me dio el soldadito en una ranura para que el ascensor subiera. Me pareció un inconveniente insalvable, me asusté, no podíamos hacerlo. La habitación era grande y clara. Grandes ventanales con visillos daban a donde estaba el sol. Al entrar vi sobre la mesa un centro de frutas y noté que la calefacción estaba puesta al descorrer los visillos. Olía a manzana.

Cuando volví a entrar en el comedor me encontré con la cuenta encima de la mesa. Aunque parecía esperar que yo lo resolviera todo y tomara todas las decisiones, ella ya la había pedido. Creo que los dos queríamos lo mismo y teníamos la misma sensación de culpabilidad. 

-     Ángeles, el ascensor pide la tarjeta de la habitación, le dije con mi cara de no podemos hacerlo.

Mantuvo una calma que no me esperaba:

-     Bueno yo te espero al lado del ascensor, dijo Ángeles, entraremos a la vez, me contestó muy práctica.

Cuando entré en el ascensor, Ángeles subió conmigo. El ascensor estaba vacío pero no nos cruzamos ni una palabra. Nadie nos preguntó a donde íbamos. Nadie nos gritó para pedirnos explicaciones. Nadie nos disparó. Llegamos a la habitación.

Estar en aquella habitación conmigo no era cualquier cosa para Ángeles. Tal vez estaba allí para hacer realidad alguna de sus historias, o tal vez para evadirse de su realidad, o tal vez para castigar a su marido. En cualquier caso, no estaba por casualidad, ni dudaba por estar allí, yo no había tenido nada que ver, al parecer, ni pensaba que eso podía marcar su futuro. Lo que sucedió a continuación fue mucho más de lo que ella se esperaba y desde luego marcó nuestras vidas para el futuro. Yo creo que ella tenía la sensación de que se había perdido algo.

Yo estaba sobre todo sorprendido. Porque tenía un enorme complejo de culpabilidad. Culpable por haberme citado de aquella manera, culpable por haber elegido aquel hotel, culpable por haberme encargado de todo. 

Esperaba que alguien nos hubiera gritado comiendo, o pagando, o subiendo en el ascensor, pero ahora ya no tenía remedio.

Ninguno de los dos dijo una sola palabra. Casi sin quererlo o queriéndolo los dos, el vestido verde que Ángeles se había puesto estaba en el suelo y me vi sentado en la cama quitándole el sujetador y mirando aquellos pechos no muy grandes pero firmes. Otro en mi lugar, habría pensado que lo había conseguido, pero me empeñé en demostrarle a Susana las cosas que su marido ni siquiera se había tomado la molestia de explicarle. 

Con bastante torpeza yo me desvestí con su ayuda y nos tumbamos desnudos sobre la cama. Acaricié su cabellera roja, y todas y cada una de las otras partes de su cuerpo sin olvidarme de ninguna. También yo noté que ella hizo lo mismo. No nos cruzamos ni una sola palabra, ninguno de los dos dijo nada. Sabía que era nuevo para mí, e intuía que aquello era nuevo para ella. Me pareció que los dos descubríamos que una cosa tan íntima se podía compartir y multiplicar por mil sus efectos. Y los dos nos sorprendimos de lo que estábamos haciendo llenando de olores, además del de manzana y de calidez aquella habitación.

Pasó el tiempo y como parte de lo que estaba pasando, el atardecer, que actuaba como una especie de campanadas que marcaban el fin de nuestras citas nos sorprendió a los dos desnudos sobre la cama y se me ocurrió darle pie a Ángeles, Ana y las rosas, ...

Y Ángeles empezó a inventar otra vez,

Ana era una mujer que toda la vida esperaba algo, una mujer inconforme con su vida, y era muy bella. Paseaba por los jardines de su casa cuando vio una puerta construida en el seto, la atravesó, descubrió el camino secreto, un atajo en el campo de rosas rojas. Atravesó el campo de rosas que parecía una pradera, se fijó en las espinas que parecían proteger a cada rosa y se acercó a una fuente de piedra con el agua oscura, como si fuera un espejo.
Cuando llegó a la fuente la miró y pudo ver la escena reflejada en el agua como en un espejo en donde entraba por la puerta a través del seto en el jardín, flotar en la pradera de rojas rosas con sus espinas y acercarse a la fuente de aguas oscuras.
Un trueno repentino sonó desde detrás de las nubes y en la fuente nacieron pequeñas ondas redondas que no le dejaron a Ana ver una imagen en el agua como las de antes. 
Al levantar la mirada descubrió otro seto, no sé si para ver las rosas o ver si podía adivinar otro trueno, vio una puerta tras la cual seguro que se escondía su felicidad. 

Ella sabía que su vida dependería de lo que había hecho. 
Yo esperaba que fuera cierto.

Tal vez fue el martes que cambió mi vida, el martes que empecé a ganar el Nobel o el día en que empecé a morir, yo no lo sabía aún. Desde luego fue el último martes.

Juan
Juan se había enterado de las nuestras citas. Yo me temía que lo sabía todo. Estaría muy cabreado y no me podía imaginar las consecuencias que esto tendría. Para empezar Ángeles no había podido venir esa tarde, mañana nos veríamos fuera como fuera y Ángeles me explicaría lo que Juan sabía.

No hacía calor ni estaba cansado, pero necesitaba sentarse en un banco y ver que el mundo caminaba sin que tuviera que hacer nada. Dos gorriones jugaban cerca saludando escandalosamente a la primavera. Parecían tan atentos a sus juegos que me parecía que podía atraparlos con las manos.

En mis ratos libres había pensado cómo quería que fuera mi vida a partir de ese momento y Ángeles estaba en ella. Estaba seguro de que podía pedirle a ella perder a Juanito si en el mismo paquete estaba Juan, pero no estaba seguro. Ángeles se moriría si no pudiera ver a Juanito, él y los martes eran los únicos oasis de felicidad de su vida con Juan.

Ángeles se había aprovechado de Juan para que la sacara del pueblo, pero él le había fallado desde el mismo momento que la sacó. Su luna de miel ya fue un suplicio y luego llegó Juanito que fue lo único en su vida que justificaba seguir con él, el rehén.

Me acerqué a la para del autobús en donde habíamos quedado. El tiempo de barcelona era fantástico, todavía no hacía calor y se podía ir en magas de camisa. Se acercó un autobús, era el número cuatro. Con ruido y chirridos se paró.

Ella y nadie más se bajó del autobús.

— ¿Qué? Pregunté ansioso de noticias.
— ¡Dice que no dejará marchar a Juanito!, me ha dicho cosas horribles.
— ¿Te ha pegado?
— No, no, pero casi. Ha dicho que conseguirá que Juanito se muera de hambre.
— Tranquila, solo es una forma de hablar.
— ¡No! Hablaba en serio
— Quiere ingresarlo en un internado.
— No puede hacerlo si tu no quieres,...creo.
— También me quitará el dinero que tengo ahorrado.

Ángeles tenía los ojos muy rojos de haber llorado, hablaba entre sollozos. No se me ocurría nada para tranquilizarla, la abracé.

— ¡Déjame! Juan hará todo lo que dice si nos seguimos viendo.
— ¡Nadie nos puede ver aquí, iremos con cuidado!
— No puede ser, necesito ver a Juanito.
— No puede hacer nada para impedirlo.
— Te equivocas, ahora lo he dejado con la cuidadora Dominicana y se lo puede llevar.

— Lo sabe todo, quiere quitarme a Juanito.

Otro autobús llegó y Ángeles se subió a la carrera.

— Tengo que ir a casa, ya te contaré.

Sólo en la parada de autobús no sabía qué hacer y me dejé caer en un banco cercano de la calle para pensar en lo que me pasaba.

Debería estar radiante de contento, la semana siguiente era mi graduación como médico. Gracias a mi brillante expediente las principales clínicas españolas habían llamado a casa de mis tíos, todos querían que trabajara con ellos, cada uno me ofrecía más dinero que el anterior. Encima del musgo de  mi mesa estaban las cartas de los hospitales con sus ofertas.

En casa de mis tíos las cosas cambiaron. Ellos estaban sonrientes todo el día. Durante la comida me ofrecían el pan,

— ¿Quieres?

Me servían agua antes de que vaciara mi vaso, me ofrecían la bandeja antes que a nadie. Me advirtieron que mis padres iban a venir del pueblo a la graduación.

Yo no sabía si me gustaba esa actitud o prefería que me preguntaran por la razón de mi rostro sombrío y pudiera contarles quien era Ángeles y lo que me pasaba con ella. Ángeles me llamó por la tarde.

— Tienes que ayudarme, es urgente. Parecía preocupada y confusa pero detecté en su tono que también estaba muy cabreada.

— ¿Cuándo vendrán los papás?¿donde dormirán? Aquí no hay sitio para ellos.

La vedad es que me sorprendí a mi mismo haciendo preguntas tan reales y pertinentes. Había hablado con mis padres la semana anterior después de recibir la carta del hospital Valle Hebrón y no hablamos para nada de la graduación de la semana siguiente.

Quedamos en el bar de Paco, a la vista de cualquiera. Los tres estábamos preocupados, le había contado a Paco lo que pasaba. Era la primera vez que os tres nos volvíamos a reunir fuera del pueblo. 

Lo primero Ángeles tenía que contarnos su última conversación con Juan.

— Me esperaba, estaba en casa.
— Sabe lo que puede y no puede hacer. Sabe lo que me duele y lo que no.
— Me da la sensación de que lo sabe todo de lo nuestro — mirándome.
— Le a igual que yo le odie, le doy igual yo, solo piensa qué es lo peor que puede hacerme.
— No es un loco, pasa de sentimientos.
— Dice que soy su mujer, que me ha tenido que soportar y que me tuvo que ganar.
— Se frota las manos pensando en el dinero que tengo ahorrado y que será suyo porque yo no puedo prescindir de Juanito, sabe que yo nunca podré dejarlo.

Paco y yo la escuchábamos sin saber qué decir. Nunca pensamos que a cambio de sacarla del pueblo alguien podría hacer un chantaje de este tipo. Éramos capaces de entender lo que Ángeles sentía por Juanito, nunca lo dejaría y Juan habría ganado otra batalla o quizás la guerra. Estábamos desolados, igual que ella.

— Supongo que estamos muy fastidiados — dijo Paco.

Yo intenté presentarle problema que teníamos sin sentimientos.

— Juan no quiere a Ángeles
— Tampoco a Juanito
— Está seguro que Ángeles no dejará a Juanito con él. 
— No le importa lo más mínimo lo que Ángeles ha podido encontrar conmigo.
— Si Ángeles se va le hará la vida imposible

Los tres nos quedamos callados. Ninguno sabíamos qué hacer a pesar de estar e acuerdo en lo que sabíamos.

— ¿Un café?¿queréis algo más duro? ¿qué os traigo?, yo invito.

La pausa no sirvió para nada. Habíamos vuelto al principio.

Los tres nos quedamos callados. Ninguno sabíamos qué hacer a pesar de estar e acuerdo en lo que sabíamos.

— La semana que viene me gradúo como médico, ¿lo sabíais?
— Tengo un montón de ofertas para trabajar ¿lo sabíais? 

Ángeles era mucho más pesimista que nosotros dos.

— A Juan le da igual si me quedo con él o no. Hará todo lo que pueda, incluso usará a Juanito para que me quede, no sé para qué. Yo no voy a soportar seguir viviendo con él, y menos después de la conversación del otro día, dijo Ángeles, cada vez más enfadada.
— ¿Y si acepto una oferta en Nueva York e intentamos llevarnos a Juanito?, — dije yo.
— Eso tiene un riesgo grande de no salir. En la frontera nos pedirá el pasaporte de Juanito. Yo tengo pasaporte pero para hacérselo a Juanito necesitamos el permiso de Juan. — Paco tan pragmático.
— Juanito tiene que quedar fuera de esto, es el único arma que Juan tiene para amargarme la vida — Ángeles era desgraciadamente consciente de que había perdido algo importante.
— Iros, iros de España, yo llamaré a Juanito cuando cumpla 18, me comprometo a cuidar de él lo que pueda en la sombra — Paco intentaba minimizar daños.

Cuando Paco se llevó los restos de nuestra conversación me habían quedado claras varias ideas.

Que Ángeles quería vivir conmigo, a más lejos de Juan mejor.
Que era consciente que si lo hacía había perdido a Juanito.
Que podía recuperar a Juanito dentro de 18 años.

Cada uno se fue a su casa, Paco se quedó en el bar.

Ángeles le pidió Juan un pasaporte para Juanito, las carcajadas de Juan sonaron a no y a afilada navaja que la hería casi de muerte. 

No pude verla en varios días.
A partir de entonces Ángeles estaba triste, como ida.

— ¿Vas a venir a la graduación? Estarán mis padres
— Bueno, supongo que tú estarás contento
— Te parece que acepte la oferta de Nueva York, nos iríamos el mes que viene
— Bueno, asegúrate que te pagan bien
— Lo hago ¿vale?
— Bueno.

Paco pidió permiso en el bar para ir al aeropuerto, Sebas y Ángeles se iban aquella mañana en avión rumbo a Madrid  y Nueva York.