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martes, 15 de marzo de 2016

Gemidos

Siento fría la mejilla apoyada en la almohada, que también está dura. Tengo en la otra mejilla una sensación agradable y caliente. Mis ojos están cerrados y todo está oscuro. Demasiado silencio; me parece que estoy solo en una habitación sin luz. Estoy tumbado. No hay aire. Ni siquiera hay ruido. No soy capaz de encontrar el interruptor de la mesilla. ¡No oigo nada! ¡no veo nada!

Levanto una mano para tocarme la cara, muy despacio. La mano sube sobre mis vaqueros y mi jersey. Cuando llega a la mejilla, una sensación pegajosa y cálida me sorprende en los dedos. Abro los ojos y por momentos el negro se convierte en oscuro, solamente

Intento prestar atención y empiezo a oír el claxon de un coche que no se calla, se oyen también unos gemidos. Es de noche. La almohada sigue muy fría. Puedo ver la parte de debajo de un coche apoyado en sus puertas, encima de las líneas blancas en la carretera oscura, estoy tumbado en la carretera.

Todo el tiempo ha estado ahí, pero ahora lo siento dentro de mi cabeza. Rítmicamente me aprieta hasta hacerme daño y después la suelta.

Dos puntos de luz casi me hacen cerrar los ojos. Oigo un portazo, ruido de pasos, y unas exclamaciones y gritos, que no entiendo, se suman a los gemidos y al claxon, que no para de sonar. Me miro las manos y me doy cuenta que la sensación pegajosa de antes era un líquido oscuro y denso que cubre todo un lado de mi cara y que va goteando en el suelo, menos mal que mi jersey no se mancha.

Después de bajar de nuevo el brazo hasta los pantalones, aparecen otras dos luces blancas, y el coche y la carretera, se vuelven de color naranja, como en una discoteca.

Uno, dos, tres y mi mejilla ya no está fría. A mi alrededor alguien me dice no sé qué de estar tranquilo, que ya han llegado, que no me preocupe. ¿Quién ha llegado?¿qué pasa? Ya no suena el claxon que se ha callado, y los gemidos suenan más bajos que las voces.

Necesito limpiarme la cara pero ya no puedo mover el brazo. Ahora hay muchas luces y más movimiento. Las luces, entre azul y naranja, se encienden y apagan iluminando un coche tumbado sobre un lado, creo que ya lo había visto antes.

Una voz me limpia la cara y ya puedo ver con los dos ojos. La cara me habla, inclinada sobre mi. Me aprieta el brazo. No soy capaz de entender lo que dice, pero es suave y amiga. Noto un pinchazo. El agua está templada y sus húmedas gotas me resbalan por la cara. Alguien me seca la cara con cuidado, pasándome un suave papel. Estoy sobre una camilla y puedo ver el firmamento de estrellas en la noche clara.

Mi cabeza me duele. Ahora está bien, algo me aprieta cada vez más fuerte, hasta que se cansa de apretar y vuelve a dejarme en paz. De repente me golpean, me mueven, me zarandean y me vuelven a golpear ¿porqué me hacen esto? Acabo en una habitación pequeña que tiene una luz blanca que está encendida. Se oye un portazo, un ya está, una sirena, y de nuevo una voz inclinada sobre mi me repite que no me preocupe, que ya pasó, que queda poco.

Mientras intento descifrar dónde estoy, lo que me dice la voz y qué es lo que se mueve, me entra un profundo sueño, ganas de descansar y dejar de hacerme preguntas. Pero la voz y la sirena no se callan, la luz no se apaga. Aunque ya no me pegan, sigo moviéndome.

...

Ella está agachada mirando una pantalla que emite sonidos. La luz es fría. Está agradablemente templado y la cama es blanda. Está claro que es una habitación de hospital. Una voz, que me resulta muy familiar, se inclina sobre mí y me pregunta cómo estoy.

No me duele la cabeza. Me acuerdo perfectamente, conducía el coche que empezó a dar vueltas a cámara lenta, le dio un golpe muy fuerte al guarda raíl y empezó a dar vueltas de campana; no iba solo.

No me atrevo a preguntar y no sé si la voz se da cuenta por mi cara que no me importa cómo estoy.



martes, 1 de marzo de 2016

Elisa (reloaded)


Elisa entró en la sala cuando ya todos estaban sentados. Se abrazó emotivamente con Jorge, pero no saludó a Juan y ni a su mujer, que la miraron fríamente. Ellos estaban sentados en las sillas de en medio. Juan, de brazos cruzados sobre su elegante corbata amarilla; ella impresionante, como siempre, tan rubia y con esos ojos tan grandes y tan azules; incluso sentada parecía más alta que Juan.

Elisa se sentó con nosotros mirando hacia la puerta, esperando.

Al cabo de un rato la puerta se abrió y entró un médico con la bata blanca y ese ridículo gorro verde que se ponen para taparse el pelo, todos nos levantamos... ¿doctor?

El señor Miravillas no se repondrá de este infarto, no sé las horas que le quedan. Ahora está consciente y muy débil. Si le quieren ver con vida otra vez, solamente les quedan unas horas. No podemos hacer nada más; si quieren pueden pasar un rato a la habitación, ¿cuántos son? Esperen un poco, ahora les avisan.

La sala tenía tres filas de sillas amarillas frías y metálicas, dos contra las paredes y una doble en el medio. Las grandes ventanas servían de poco frente a la fría luz de las luces de neón. Desde fuera se filtraba la mortecina luz del atardecer, de un cielo plomizo que soportaba una persistente lluvia. El silencio ocupaba el resto de sillas. No hablábamos, lo que no sé si era la causa o el efecto de la incomodidad que flotaba en la sala.

Mis pensamientos me recordaron a Papá. Con el esfuerzo de toda su vida había conseguido levantar la cadena de supermercados más grande del país. Era recto como pocos, y mantenía sus principios firmes en cualquier situación. 

Dicen que nunca pudo soportar venderle su cadena a los ingleses. Casi todo el mundo piensa que fue perder el esfuerzo de toda su vida, pero yo sé que fue porque yo dejé de quererle. Nunca entendí su decisión. Él pensó que era necesario quitar a Jorge de su puesto y poner a Juan. El suegro de Juan había hecho una buena oferta por el negocio. 

Jamás se lo perdoné a Papá. Jorge llevaba mucho tiempo trabajando, ayudándole y no se merecía que lo apartaran. Fue injusto, no fue digno de Papá y de todo lo que me había enseñado. Desde entonces yo apreciaba mucho más a Jorge, que le transmitía a todo e que hablaba con él la amargura que sentía. Nunca había vuelto a hablar con Papá.

Todos entramos. Había poca luz. Solo el ruido del aire y una pantalla que dibujaba lineas verdes que daban saltos y emitía apagados bips parecía hacer que la habitación existiera. La pantalla parecía estar conectada a Juan padre, que abrió los ojos al verlos entrar. Se le abrieron mucho más al vernos a mí y a Jorge. 

Como si tuviera prisa por decirlo se dirigió a ellos en voz baja. 

Lo siento Jorge,aunque creo que no te ha faltado de nada, pero yo ya estaba muy cansado, tenía muchas ganas de ir a reunirme con vuestra madre. Fue difícil, tenía que decidir entre un hijo mío y otro, pero también entre seguir luchando o dejar de hacerlo. Estuve apunto de arrepentirme por Elisa, pero sigo pensando que era lo mejor para todos, necesito que Elisa y tú me perdonéis.

Tenía que decirle algo a Papá, a fin de cuentas, habíamos ido para esto, pero yo no fui capaz. Seguía pensando que si Papá hubiera actuado como me enseñó, no hubiera hecho lo que hizo. 

No fui capaz y salí de la habitación sin decir nada, con lágrimas en los ojos.

domingo, 21 de febrero de 2016

El despertador

La vida en un Colegio Mayor es simple y apenas necesita un despertador. Pero los canarios han puesto de moda unos pequeños aparatos negros con números rojos que dan la hora, consumen poco, y tienen un avisador. Le pedí a mi padre un aparato igual, le hablé de lo bonitos que eran. Mi novia tenía uno. 
Al cabo de un mes se presentó con un regalo bien envuelto, se lo había enviado el vendedor que tenía en Canarias. No me acuerdo como disimulé mi sorpresa cuando, al abrir el paquete, me encontré con aquel tamaño de despertador, en lugar del casi invisible aparato que tenía mi novia.
Su cara parecía decir algo así como:

- ya sé que no es lo que querías, pero qué quieres, es un buen despertador, ¿para eso lo querías no?

El despertador del tamaño de una de esas cajas plateadas que los jugadores de ajedrez golpean después de hacer cada jugada. Tiene un pulsador negro en la parte de arriba que hay que apretar para que se calle. Tiene dos ruedecitas, una para cambiar entre tres melodías diferentes y otra para ajustar el volumen. No sé cómo se puede describir, de las tres, la melodía que más me gusta, porque los teléfonos móviles no la han importado, pero para asegurar que te despiertes, al cabo de un rato, la melodía se acelera para decirte que debes ponerte en pie y seguir con tu vida. Cuando lo pones a tope es imposible no despertarse.
Para fijar la hora en la que sonará es necesario girar una rueda de atrás, hasta poner el señalador en el sitio correcto de la esfera, no es muy cómodo, y luego hay que pulsar para levantar el botón negro. La esfera fluorescente, bien grande, te permite ver qué hora es, aunque este oscuro, y todavía no toque levantarse.
Cuando se queda sin pilas no se calla, sino que avisa, con su melodía distorsionada, a veces es más baja de lo que le pides, pero le pones una nueva pila por atrás, de las medianas, para que dure muchos meses, y ya está, vuelta la melodía.

Resuena en mi piso de estudiantes. Lo apago en seguida, esperando no haber despertado a mis amigos que todavía duermen y se irán a la Facultad más tarde. 
Son las ocho de la mañana, hora de levantar a toda la familia para empezar el día. La melodía del despertador suena fuerte en la mañana como anunciando que todo empieza, el desayuno, el autobús de los niños,...
Nadie más oye la melodía, y me levanto para ducharme e ir otra vez a trabajar, la oficina está apenas  a cinco minutos del apartamento.
Son las cuatro de la mañana. Fuera está muy oscuro, la casa está en silencio. Es lunes y es hora de levantarse para ir al aeropuerto, una semana más, el taxi naranja vendrá a buscarme en una hora.
Durante un tiempo ni siquiera me hizo falta. Mi cabeza se activaba nada mas amanecer. Parecía haber llegado a un pacto con la luz, al otro lado de la ventana.

Hace tiempo que ya no lo escucho,  pero el despertador también es una máquina de hacer segundos, rítmicamente, siempre igual: clack,... clack,... clack,... Creo que mi mesilla de noche siempre ha sonado igual, segundo a segundo.
Mi padre enfermó después de hacerme aquel regalo. La verdad es que no soy consciente de sí le di lo suficiente las gracias.
Ahora, raras veces lo pongo para despertarme, pero su máquina de fabricar segundos sigue su incansable ritmo encima de mi mesilla de noche, clack,... clack,... clack,... .


jueves, 18 de febrero de 2016

Un minuto

Hoy era el día en el que Juan Ramón iba a dar las notas. Sabía que las vidas de alguno de nosotros dependían de él.

Cuando abrí puerta de la clase, pude ver la capa del humo de los cigarrillos que se iba haciendo más densa y oscura a más arriba miraba, calentando e inundando la clase de olor a tabaco. Era febrero y las ventanas todavía no estaban abiertas, fuera hacia sol. La clase estaba llena de gente, con sus plumíferos y sus anoraks. El ambiente era casi irrespirable.

Juan Ramón ya estaba escribiendo en la pizarra, tan pulcramente como siempre, hablando con esa voz queda que le hacía parecer un sumo sacerdote. Su letanía era toda la banda sonora de la clase. Ni siquiera  el ruido de abrir la puerta, o el de una mosca que revoloteaba cerca de la mesa, bajo los rayos de sol que entraban por una ventana, podía alterarla.

Seleccioné con la mirada una de las sillas vacías de las últimas filas, cerré la puerta con sigilo, y me dirigí hacia ella con el menor ruido posible y mi libreta bajo el brazo.

Uno no se podía fiar de Juan Ramón, podía dar las notas hoy, o cualquier otro día.

En la última fila me pareció adivinar sentados a mis padres, atentos a lo que hacía, con su cara de escepticismo acerca de mi capacidad de sacar adelante lo que estaba haciendo, porque ya hacía más de tres años que no conseguía aprobar aquella asignatura; muchos resultados de "cero punto cero"; aunque ahora, al menos, ya era consciente de que no sabía lo suficiente para sacar una buena nota, no había salido de mi casa en un mes para preparar el examen; continúe caminando hacia la silla esquivando anoraks y plumíferos, tirados por el suelo o colgados de las sillas. La clase estaba ta llena porque casi todo el mundo se quedaba atrancado en esta asignatura antes de seguir con la carrera.
 

Cuando ya había llegado pero antes de que pudiera sentarme en la silla que había escogido, Juan Ramón se dio la vuelta de la pizarra y me vio, interrumpiendo su esotérico discurso.

-  A ver, usted, ¿porqué está en esta clase? ¿No sabe que está aprobado?

Sorprendido antes de sentarme, sentí las miradas de toda la clase. Se las adivinaba llenas de envidia, Yo ya no tendría que abrir nunca más esa puerta.

Apenas pude balbucear un gracias, mientras volví a abrir la puerta para salir, tan rápidamente, que las miradas de envidia se convirtieron en una gran carcajada de solidaridad.




domingo, 31 de enero de 2016

La abuela y las acelgas (reloaded)

María tiene el pelo muy blanco. Cuando baja para comprar, se la puede encontrar en la calle con su carro de cuadros con ruedas, en el colmado hablando con el tendero de toda la vida, o con la dependienta de la panadería.

Apenas ve a sus tres hijos, porque viven lejos, aunque habla casi a diario por teléfono con Marta. Le gusta su casa, nunca ha sido una opción ir a las de sus hijas. Recordaba con horror aquellas Navidades que fue a casa de Marta, no le gustó nada estar lejos, sin su vajilla ni su aparador,...

Siempre viste una falda en tonos oscuros, su jersey ahora verde botella, ahora azul marino, su pañuelo al cuello, su pelo blanco y aquellos zapatos con un poco de tacón que le hacen parecer un poco más alta.

Hoy se ha puesto un jersey color mostaza, es un día especial. Andrés viene a comer. Andrés es el mayor de sus hijos y el único varón. Desde que supo que venía, las comisuras de sus labios están permanentemente levantadas. Ni siquiera Marta ha conseguido convencerla que no hay nada por lo que alegrarse.

En el aparador del salón quedan pocos platos de su vajilla de La Cartuja. Se acuerda de Esteban cuando la compraron en aquel viaje a Sevilla. Entonces llenaban su apartamento de 80 metros cuadrados con cosas que cada día lo hacían más su hogar. Sus dos hijas pequeñas eran una monada y Andrés era un niño especialmente revoltoso, como tienen que ser los niños.

Esteban encargó el aparador y el mueble del salón. Tan especiales, ¡tan su casa!, su vida se podría describir a través de este tipo de alegrías, cuando Esteban le hacía un regalo en algún aniversario de boda. Los años pasaron, Esteban murió y los niños se fueron.

Se asomó al salón para sonreír un poco más y ser consciente de estar en su casa. Se acercó al aparador, lo abrió y destapó la azucarera, acariciando la loza, en la que guardaba sus ahorros. Después de que Esteban se marchara, había conseguido hurtar unos pocos euros, antes pesetas, de su pensión cada mes, mes tras mes, y guardarlas en el azucarero.

Lo guardaba para pagar el viaje a Sevilla y completar la vajilla con los platos que le faltaban. Era su secreto y eso la hacía muy feliz.

Había comprado las acelgas en el colmado, y empleado más tiempo del normal para limpiarlas y dejar solamente aquello que iba a cocinar para Andrés. Guardó lo que sobró en la nevera, comería más veces. También había hecho salsa de tomate, no de lata claro, sino pelando tomates naturales y friéndolos con un poco de cebolla, Andrés disfrutaría con eso. Le había comprado al tendero de la esquina un vino y había hecho un exceso en la pastelería, comprando unos bocaditos de nata.

A la una lo tenía todo listo, se quitó el mandil y se sentó delante del aparato de televisión, un aparato que ocupaba un lugar enorme delante del sofá.
Gracias a ese cacharro había averiguado el teléfono de La Cartuja, habló con ellos y fueron muy amables, averiguó que podía completar su vajilla en Sevilla. No había entendido eso de que podía comprarlos por internet y pagado con la tarjeta de crédito, demasiado moderno para ella.

Las dos y las comisuras de sus labios seguían apuntando arriba.

Las dos y diez y suena el timbre de la puerta.

El abrazo es largo y real, la visita ya casi ha valido la pena. Saludos de rigor, reproches no expresados, tanto tiempo,…. Los ojos de Andrés rebuscan algo diferente, pero todo está igual mientras sigue a su madre al salón.

Le cuenta novedades que ella no entiende, Andrés siempre fue un poco incomprensible, sus historias siempre parecían estar por encima de una vida común, conocía a gente importante. Andrés siempre había tenido predisposición para exagerar. Alegría de volver a casa, tiempo para los recuerdos de rigor. La falda, los tacones y el pañuelo le dan una buena imagen, Mamá, te veo muy bien,… para ti no pasa el tiempo,… y para tus muebles tampoco,…

Las acelgas, el tomate y las patatas están realmente buenos. La conversación gira alrededor de recuerdos que son mejores cada vez que los repiten, pues cada vez olvidan más lo malo que tenían. María no tiene ningún cuidado por disimular el cariño que Andrés le provoca…

Se sientan en el sofá después de comer para tomar los bocaditos de nata, los recuerdos siguen fluyendo, pero la conversación se acerca al motivo por el que Andrés ha venido a comer. Andrés trabaja para una de las más importantes firmas de abogados del país. Esta trabajando en un proyecto importante, a punto de hacer algo que, sin duda, le hará salir en los periódicos,… sólo que necesita algo de dinero.

María le mira extrañada, ella no tiene dinero, y él ya lo sabe.

Andrés no insiste, Andrés es así, y pide un café.

Mientras María prepara el café en la cocina, recuerda cómo su hijo revoltoso se había convertido en un hombre que Esteban no podía soportar, y cómo le echó de casa a pesar de sus súplicas. María se ha estado ocultando el recuerdo de la última vez que Andrés vino a comer. Entonces se enfadó con ella por su falta de ambición; después de decirle lo buenas que estaban las acelgas y casi acabarse la botella de vino, empezó a echarle las culpas de lo difícil que era su vida desde que su padre lo echara de casa, cada vez más enfadado, ella recuerda como, con horror, acabó renegando de su padre y rompiendo contra el suelo los platos de la vajilla elegante antes de marcharse de casa, sin despedirse, dejando un poco más vacío el aparador. Ya había pasado más veces.

Un portazo le devuelve al presente, a la cafetera y a Andrés. Cuando sale al salón no encuentra a Andrés, pero el azucarero está abierto al lado del plato vacío de acelgas con tomate.


María se sienta en el sofá para asumir lo que le ha pasado. No podrá comprar los platos que Andrés había roto, se ha llevado su secreto con él, pero, al menos, se ha marchado sin romper ningún plato.