miércoles, 29 de mayo de 2019

Yo maté a Sebastián Kelly I













¡He matado a Sebastián Kelly 
He estado repitiendo esta frase a todas horas desde que Sebastián salió de mi casa dando un portazo hasta volverme casi loco. 

























No recuerdo el momento exacto en que nos conocimos en el pueblo, podría decir que desde siempre, e incluso eso me parece poco. Pero sí soy capaz de separar mi pasado en dos etapas: cuando Sebastián y yo éramos niños, y cuando empezamos a enfrentarnos a algo realmente importante en nuestras vidas. Se llamaba Ángeles y apareció después de que lucháramos y ganáramos contra los granos de la cara. Ángeles era entonces una niña pelirroja que vivía en el pueblo que siempre estuvo allí pero que conocíamos hacía poco.

Como sucedía casi cada día de aquel penúltimo verano, los tres estábamos charlando tumbados sobre nuestras toallas en el césped de al lado de la piscina.

— ...
— Imaginaos que tiene coche—dijo Ángeles.
¿Adonde te irías con él— preguntó Sebas—, a la higuera solamente se puede llegar en bicicleta.
La higuera era un árbol exageradamente grande, que olía mucho y bien, la única atracción turística del pueblo.
Bien lejos de aquí.
Yo me levanté para darme un baño.
¿Venís?

Antes de irme no pude dejar de ver el bikini de Ángeles. Disimulé mi mirada. Estaba de una forma especial encima de la toalla.

Los aspersores refrescaban la hierba verde y el ruido de los chorros de agua competía con el de  las chicharras que anunciaban el verano recién estrenado. Ni a Ángeles ni a Sebastián les apetecía el baño, querían seguir charlando. Me iré de cabeza y la saqué del agua resoplando, estaba bien fría, aunque si teníamos en cuenta el calor que estaba haciendo solamente era cuestión de superar el miedo a no se qué que te entraba cuando te metías. Después del susto de la entrada y mi alarido, la piscina era un lugar fantástico en donde estar.

Cuando apretara el calor y no tuviéramos ganas de pensar, jugaríamos a mojarnos con los aspersores corriendo y esquivando los chorros de agua y no siempre lográndolo. Seguro que era un teatro que haríamos para recordar nuestra recién superada infancia.

Llegué de mi baño y Sebas y Ángeles seguían hablando animadamente.

— Pero podrías trabajar con la señora Noelia—, continuó Sebas.
¡Bah!, y bordar para todo el pueblo—, Ángeles parecía ofendida.
Creo que sueñas demasiado— dijo Sebas.
No sueño, estoy seguro que vendrá y nos iremos los dos de aquí. ¿No me digas que me ves toda la vida como la señora Lola?

La señora Lola siempre iba de negro. No tenía una edad definida y siempre sonreía, nunca pudimos averiguar porqué.  Nunca conocimos a su marido. Todo el pueblo le compraba los conejos que criaba.

La gente se hace mayor, alguien tendrá que hacer lo mismo que ellos, seguro que se van a morir tarde o temprano.— estaba claro para Sebastián.

Angeles se puso seria.

No creo que sea así, la señora Águeda, la telefonista no existirá, y buscarán una profesora joven de fuera del pueblo cuando se retire Ana la del parvulario. Recuerda que era joven cuando nosotros éramos niños.

Éramos tan jóvenes que asumíamos que lo que conocíamos siempre sería igual, y que no pasaría nada para cambiarlo. Nuestras bicis siempre serían bicis, y siempre iríamos a la plaza a comprar el periódico de nuestros padres, seguiríamos perdiendo el tiempo grabando música en una cinta cassette.

Ángeles siempre decía que encontraría alguien, después se casaría con él y él la sacaría del pueblo. Sebastián y yo pensábamos que el pueblo no tenía nada de malo, supongo que era porque lo habíamos pasado muy bien y no entendíamos que Ángeles quisiera marcharse.

Ella no era mayor en años que nosotros, pero nos llevaba una ventaja enorme en madurez.  Le dábamos la razón de que quisiera marcharse, pero para nosotros el pueblo era u lugar fantástico.

Antes de Ángeles, cuando no nos gustaba ninguna niña, esa otra parte de nuestra infancia, Sebas y yo fuimos inseparables. Los dos nos habíamos enamorado de la señorita Ana en el colegio, mientras nos explicaba el significado de las campanadas del campanario, cuando nos enseñaba a contar. 

— Fijaros, decía Ana en el clase: “1, 2, 3, 4 los cuatro cuartos, ahora tocará la hora que es; son las diez, oiremos diez campanadas.”

Y toda la clase recitaba los números con las campanadas,...

Uno, dos, tres,...

Los dos habíamos tenido que hacerle caso al párroco ayudando a recoger las bolsas de limosna los domingos en la iglesia y los dos habíamos sido recompensados con un puesto de monaguillo que representábamos con gran devoción. Sebas se encargaba de la patena en la comunión y yo me encargaba de las campanillas que siempre sonaban en su momento, ni antes ni después. Sonaban nítidas al girarlas con mi muñeca en un gesto que nunca entrené, pero que me salía muy natural, como si llevara toda la vida haciéndolo, o eso comentaban mis padres. Un día, no sé porque, Sebastián no tuvo nada que ver, se cayó una de las obleas al suelo, menos mal que el señor cura estaba atento, la cubrieron con su mantel consagrado y la levantó. 

Siempre estábamos con Ángeles. Pasábamos mucho tiempo hablando en la piscina o en cualquier sitio. Cada uno se ufanaba más que el otro en lo que conseguía: que si en Semana Santa ella había ido en la misma fila que Sebas en la procesión con el cirio, que si en la Iglesia se ponía a mi lado. 

Jugamos a aprender y Ángeles se sabía segura si estaba con nosotros.

Tenía una habilidad muy grande para inventar historias. Tú empezabas con lo que se te ocurriera y ella tomaba el hilo en seguida inventando personajes que solamente su historia hacía verosímiles. Todos ellos vivían historias admirables y magnificas. Cuando esto pasaba, a Sebas y a mi se nos hacía difícil hacer que terminara cuando teníamos que irnos a casa.

Mis padres había ido a cenar a casa de los de Sebas y estábamos frente al fuego que reflejaba en nuestras caras la luz de las llamas. 

El fuego jugaba con nuestros rostros y con la habitación sumida en la penumbra o iluminada solamente por la luz de las llamas. La habitación era grande. A nuestra espalda estaba la glorieta acristalaba en donde nos poníamos en verano, y desde donde se llegaba a ver hasta el horizonte en días claros, a un lado de la chimenea había un aparador de madera con un mármol encima en donde cortábamos el pan. Encima del aparador había un espejo que reflejaba otro al otro lado de la pared infinidad de veces, a mi madre le gustaban este tipo de cosas. Sobre el hogar había un estante de madera oscura sobre el cual ella ponía todo tipo de cantaros que llegaban a sus manos. Los tres estábamos pegados al fuego a pesar de la gran habitación, era invierno y hacía frio.

Colgado de una pared había una estructura de cartón en done el brazo de un monje subía y bajaba, igual que s capucha, para indicar el tiempo que hacía: brazo arriba y capucha quitada era buen tiempo. Capucha puesta y brazo abajo hacía mal tiempo. Mi padre había traído aquel juguete en uno de sus viajes y siempre lo recordaré como algo mágico que casi siempre acertaba diciendo el importe que haría. Un día que el monje se equivocó rotundamente, yo ya era mayor, tuvimos que abrirlo, y ni siquiera esto rompió la magia, cuando comprobé que un pelo se alargaba o acortaba con las diferentes presiones.

Oí a Paco que decía en voz alta “África” y Ángeles tomó el hilo, ...

Había conocido a Paco en el hotel nada más llegar. Aunque en su equipaje llevaba salakoff, botas de campo, calcetines gruesos, pantalones caqui ajustados y una camisa amplia, no era la típica cazadora rica que se va a África en busca de animales salvajes. Sus padres le permitían cualquier tipo de lujos, se podía decir  que eran muy ricos, y cuando llegó a la mayoría de edad se dedicó a hacer volar su imaginación para ver aquellas cosas que tenía que ver. Una de aquellas eran los enormes nidos que las termitas hacían.

El guía la recogió en el hotel.
  • Buenos días, ¿que tal su primera noche en Africa?
  • He dormido bien, gracias. ¿A cuanto estamos?
  • ¿Del nido de termitas se refiere? oh está a diez minutos de aquí, hay muchas.

Cerca de la columna que las termitas habían levantado, del tamaño de un árbol, había un sendero creado por las hormigas que en una cola muy larga se llevaba cosas al hormiguero. Se fijó en una hoja que era más grande que la hormiga que la llevaba. Avanzaba tambaleante de tal forma que la hoja parecía una mariposa.

Sin dejar de mirar a su hormiga, María José se dio cuenta de que había muchos otros senderos y que podía ver muchas más hojas bamboleantes, como mariposas dirigiéndose al termitero.

Al llegar al termitero la hormiga entregó su hoja y se dio la vuelta para buscar más, era como todas las demás, miles y miles, cada una contribuyendo a hacer crecer el termitero.

María José parecía estar satisfecha con lo que había visto.
-¿Nos vamos?


Nuestro interés por los veraneantes se había reducido. Los veíamos como un mal necesario. Uno de los veranos llegó Juan, y a Ángeles se le ocurrió colgarle del cuello el cartel de billete de autobús para que la sacara del pueblo. Al siguiente verano ya eran uña y carne y ya era oficial que Juan se la iba a llevar del pueblo.

El primer verano que Juan llegó, Sebas estuvo bastante raro. El segundo decidimos que Ángeles tenía razón, que era imprescindible salir del pueblo, teníamos que ver esas cosas que Ángeles nos había contado: el mar, las ciudades,...,  y empezamos a pedírselo a nuestros padres. Teníamos que buscar todas esas maravillas que nos había contado la señorita Ana, en el parvulario,  D. Felipe en el colegio, o la misma Ángeles que siempre que nos contaba cosas maravillosas que había leído en los libros. Claro que nos creíamos sus historias a pies juntillas, fueran o no fueran ciertas porque, aparte de lo guapísima que era, a nosotros nos parecía que tenía una autoridad que se ganaba a pulso. 

Fuimos los primeros en enterarnos que había conseguido lo que pretendía y que pronto se marcharía del pueblo con Juan.

Nuestra vida en el pueblo antes que conociéramos a Ángeles fue fantástica. Sebas y yo pasamos frío en invierno en la antigua escuela del pueblo, y los dos conseguíamos no dormirnos mientras Don Felipe explicaba las ecuaciones de segundo grado. Dada la pericia de Sebas en este asunto, una vez D. Felipe le presentó a un concurso en el pueblo grande vecino apenas a 25 kilómetros del nuestro. Sebastián impresionaba cuando subió al autobús con D. Felipe, con su corbata y la chaqueta que sabe dios en donde había comprado. Conociendo a su madre, lo más probable es que se la hubiera hecho ella. Sebas no ganó nada. Me contó que no le gustaron los otros participantes, ninguno despertó su interés, y le parecieron bastante aburridos. Si ser un experto equivalía a ser tan aburrido como los colegas que se subían al estrado y con una tiza resolvían rápido las ecuaciones que les pasaban en una hoja, entonces esto no era lo nuestro. Hablamos de esto y llegamos enseguida a un acuerdo: seguiríamos haciendo bien las ecuaciones de segundo grado, pero no íbamos a optar nunca al premio Nobel.

Años más tarde, cuando Sebas volvió de Suecia de recoger el premio Nobel fue cuando lo maté.

Las bicicletas que nuestros padres nos regalaron fueron algo muy importante para nosotros. Nos permitieron descubrir caminos estrechos e ir a cualquier parte. Fuimos muchas veces ala higuera en donde tuve que soportar a Sebas cuando me soltó su rollo del olor que hacía.

Las bicis eran algo parecido a nuestro tesoro y las cuidábamos como si lo fueran. Uní día decidimos irnos al pueblo de al lado. No se lo dijimos a nuestros padres que nos lo hubieran prohibido: la carretera lo lejos que estaba,... Llegamos bien, pero una vez en el pueblo no sabíamos qué hacer y nos volvimos. Después de que un coche casi tira a Sebas nos paramos debajo de unos olivos, estábamos agotados y todavía. Nos quedaba un trecho, nos dormimos los dos. Sebas me despertó. Nos dimos cuenta que no había forma de ocultar lo que habíamos hecho. Nuestros padres nos castigaron 15 sn hacer de monaguillo.

Una tarde de primavera, justo antes de la caída del sol, el ruido que hacía una enorme bandada de gorriones que usaba los arboles de la calle que iba desde la iglesia al ayuntamiento como dormitorio era ensordecedor. A nosotros nos parecía un espectáculo, pero mi padre comentaba que era un desastre, que los gorriones lo dejaban todo perdido, que había demasiados. Y el alcalde organizó un grupo de gente que por la noche, con linternas de luz roja, salían y alumbraban los arboles, otro del grupo apuntaba hacia arriba con una escopeta de perdigones y el pobre pájaro caía muerto en la calle. Esta escena nos pareció una oportunidad para salir de noche, pero luego de desolación y de desolación viendo caer los cuerpos inertes de los gorriones. 

  • Era necesario, decía yo mientras le pegaba con la pala roja de ping pong de revés.
  • Pero es cruel, ¿has visto cuantos pájaros han matado en una salida? decía Sebas, mientras devolvía la pelota.
  • Un poco sorprendido, le preguntaba, ¿y cómo lo harías tú?
  • No sé, decía Sebas, mientras fallaba el mate que yo le había puesto en bandeja. 10, cambio de saque. Lo primero es que no tengo tan claro que sea necesario, es un espectáculo oír a los pájaros por la tarde. A mi me gusta. Sacas tú.

Curiosamente, el destino se encargaría de hacer muchas coas como esta en el futuro, Sebas y yo nos fuimos del pueblo antes que Ángeles.

Mis padres tenían parientes en Barcelona, y me consiguieron un puesto de camarero en un bar. Un mes de agosto me despedí de Sebas con un gran abrazo, de Ángeles con un beso en la mejilla y de Juan con un apretón de manos, antes de subirme al autobús, me iba para conquistar el mundo.

Sebas se fue después, en Septiembre. Entre D. Felipe y su padre habían conseguido matricularle de médico en la universidad.  Igual que yo, ellos también tenían familia en Barcelona que lo vigilaría y le daría alojamiento mientras estuviera allá.


Ángeles se casó con Juan en la iglesia del pueblo, los casó el párroco. Volvimos en autobús ese fin de semana para estar en la boda. Después ellos dos cogieron el coche y también se fueron del pueblo.