sábado, 24 de marzo de 2018

El semáforo rojo

Varios viandantes se acercan. Una niña de la mano de su abuelo. Un hombre sólo, que parece saberlo todo con su elegante traje, mirando hacia todas partes, buscando algo. Una pareja mirándose entre ellos de una forma que demuestra que todavía no han descubierto la vida real. Todo el mundo pendiente del muñeco rojo. Los coches pasando, algunos ruidosos. Parecen ignorar a la gente que cada vez en más cantidad espera a cruzar, aunque los coches que pasan veloces tapan su imagen.

La joyería de la esquina, la entrada del supermercado, el portal en el que sería capaz de identificar quien entra, sin luces. Los coches pasando deprisa por delante, no dejándome ver claramente algunos de los peatones. Ahora una novedad en forma de ciclista pasa por delante en la calle más despacio. Los ladrillos rojos tan quietos, siempre en el mismo lugar, casi que podría decir cuantos son. Limpios.

Ella llega entre dos coches, uno rojo y ruidoso y otro blanco y silencioso. Parece concentrada. Él, las manos en los bolsillos, mira hacia todas parte, está descubriendo. Algo me hace pensar que esperarán juntos. De repente, la niña se suelta de la mano del abuelo y se baja de la acera. Todos los que están esperando se mueven deprisa para alcanzarla. Ahora se cae y él se acerca a la niña. Se ha alterado el orden, ya no todos están en fila esperando atravesar la calle, sino que se agolpan alrededor de un punto, obviamente la niña.

Dos motos están aparcadas junto al semáforo al lado de la valla metálica. Puedo ver a dos jóvenes ocupando el medio banco que puedo ver. Realmente solo la veo a ella, a él me lo imagino, pero los rayos de sol y su cara me hacen imaginar todo el cuadro con grandes posibilidades de acertar.

Ellos dos ya están hablando, como imaginaba.  No oigo lo que dicen pero claro, los niños son peligrosos, o no ven el peligro, suerte que la cogió aquel señor del traje, sino igual no estaría contándolo. Ella Isabel, él Juan, por ejemplo, siguen pasando coches. Y a más tiempo estén parados más conversación. A juzgar por lo animados que parecen seguirán hablando, cuando lleguen al otro lado de la calle ya serán amigos.

Un cartón con algo que parecen letras le sirve al pobre sentado, apoyado en la casa de enfrente para explicar su infortunio sin palabras. La joyería de al lado forma parte del sin sentido de la esquina. Está sentado. Puedo ver a más gente, un anciano con su bastón que camina despacio, una sudamericana, su cara no deja dudas, que camina rápido por detrás del muñeco rojo y por detrás de las motos, Van hacia la otra esquina. La pareja que ya está hablando, ¡acerté!

Varias señoras se han juntado a hablar con sus carros de ruedas a la puerta del supermercado, los bolsos colgando de su brazos, los carros, por fin, sueltos apoyados en la acera. Solo uno de ellos está lleno, las otras señoras, probablemente, todavía no han entrado. Estoy en un barrio bien, la calle está limpia, el portal con adornos de mármol, ocultado en su sombra un buen espacio detrás de unos escalones.

Ella y él hablan animados, ambos bien parecidos, bien vestidos. Ojalá que tarden en cruzar. Los dos sobre los 20 años, vaqueros, bolso de piel, bien parecidos. Unos segundos para encargarse de la niña, luego aprovecharon el minuto.

Dejan de pasar coches, los peatones ya casi bajan de la acera, yo le entrego a mi compañero de verde. El verá a los peatones pasando, también verá la casa, el pobre, la joyería, el portal, el medio banco, los ladrillos, también el muñeco de enfrente.

...


Un grupo de niños que se tiran papeles, un señor con una caja de plástico que no sé lo que lleva, dos ancianos con gorra y bastón, una señora con su carro de ruedas de cuadros, seguro que va al supermercado. Los jóvenes del banco ya se han ido, un motorista se pone el casco de pié al lado de una de las motos, se sienta, la arranca y sale con estruendo. No hay nada interesante como en el semáforo anterior.

El trono

La pregunta que me habían hecho era importante, la respuesta probablemente también lo sería. La sala estaba llena, notaba la expectación de la gente y por eso lo que dijera afectaría probablemente a la vida de todos. Me fijé en los ojos azules de una chica de la primera fila que no parpadeaban esperando mi respuesta y cómo en un momento se le cayó un bolígrafo rojo al suelo. Lo que dijera ahora probablemente era más importante para mi que para nadie

Eran verdes y muchos, tantos que parecían formar un terciopelo de color uniforme. La recién estrenada primavera dejaba una sensación como de sudor fresco pero sin calor. La roca en donde estaba sentado al que acudía siempre que tenía que decidir algo importante. La brisa soplaba fresca a esa altura en la montaña y el olor de resina de los arboles, movía los pinos y le ponía música a aquel lugar. Mis manos sentían las pequeñas piedras sobre la fría roca. Estaba en Canencia, orientado al norte, todo el valle a la vista, un fondo azul para las nubes, el verde de los pinos.

Todo empezaba cuando decidía que tenía que ir. Me subía al coche, conducía por la autopista, luego el coche subía por la carretera llena de curvas, entre los troncos de los pinos y su sombra. El breve paseo por el camino de tierra en subida. Ver mi roca detrás del recodo, unos segundos antes y pensarme sentado sin estarlo,... Cuando me sentaba en aquella roca, podía pensar en algo o no, decidir algo o no, pero lo primero que hacía era apreciar la vista, y, como si fuera el viejo rey de los asteroides, sentía que todo lo que veía me haría caso si se lo pidiera.

Toda la vida me las había apañado para no tomar decisiones. Siempre había conseguido que el destino se encargara de decidir, haciendo que una de la opciones casi fuera evidente.

El lugar en dónde tomaba mis decisiones no siempre fue el mismo. Aquel banco de madera, era tan duro como la piedra, el techo era muy alto, casi el cielo para mi tamaño, el fresco lo daba el tamaño de la iglesia del colegio, y una imaginaria brisa me refrescaba los piernas. Llevaba pantalones cortos.

Hace muchos años le prometí las estrellas a unos ojos azules. Me fui lejos de mi casa, dejé a mi padre y a mi madre, mi pasado,... y busqué cosas que me permitieran cumplir mi palabra. Sentado aquella noche debajo de las estrellas, al borde del mar, la brisa fresca en mi piel, no tomé ninguna decisión, solamente era posible una opción.

La vida siempre puso una montaña detrás de la última, muchas cosas que hacer, muchas amenazas. El camino se había convertido en objetivo y al revés. La realidad siempre se  empeñaba en llevarme la contraria.

Ahora mis hijos ya no me dejan conducir, mi abogado tampoco. Tal vez sea por mis años o porque me  muevo difícilmente, pero busco resumir, aprender a contar mi vida, recordar, ver, justificar,…

Después de muchos años, de olvidar aquellos ojos, aquellas promesas, de nuevo estoy sentado en mi silla, dispuesto a dar la respuesta definitiva.

La brisa empezó a mover mi camisa, la reconocí de inmediato, y me levanté a recoger el bolígrafo rojo y devolvérselo a aquellos ojos que parecieron sorprendidos.

Mi respuesta no tuvo nada que ver con espantapájaros, mucha gente me había llevado la contraria,  ni con elefantes voladores, todo el mundo sabe que existen, ni con ninguna reflexión profunda acerca de la vida.

Nadie pudo estar en desacuerdo con lo que dije.