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domingo, 5 de diciembre de 2010

Volar diferente

Hacía tiempo que había dejado de viajar en avión de forma convencional. Después de las primeras veces las compañías aéreas se encogían de hombros y ocultaban la pereza de aceptar peticiones extrañas. La cúpula de plástico transparente que me había construido no entorpecía el vuelo de los aviones y no representaba ninguna carga, el único problema que les generaba era el hecho de aceptarla.
En mi cúpula, colgando de la cola del avión, un sofá me permitía estar a gusto y el paisaje se abría 360 grados fuera del plástico transparente. Allá abajo, en la tierra, se podía adivinar la espesura. El color verde quedaba apagado por la distancia, y no sabías si se convertía en gris o en marrón. Recuerdo la emoción al dejar de volar sobre tierra firme y la vista infinita del mar inmenso, inabarcable durante los días de sol con el firmamento despejado, y luego la rutina de un paisaje sin cambios, salpicada de pequeños barcos, después del atractivo espejo de los primeros minutos.
Y recuerdo los paisajes nevados, esponjosos, también inabarcables hasta el infinito, como un segundo suelo sobre el que revolcarse. Y las veces de desconcierto, de confianza ciega en el piloto, ya que sin ver no puedes saber dónde vas y te ves en la necesidad de confiar en alguien, ciegamente. Y de noche sobre el continente, las miríadas de luces que se encienden y se apagan rápidamente. Casi infinitas, revelando vida. Siempre naranjas desde el aire.
Recuerdo aquella vez volando remolcado hacia Chile, como debajo quedaban amenazadoras montañas nevadas de picos afilados que no parecían terminar. O el primer día que aterrice en México, por la noche, como el mar de luces configuraba una textura imposible de reproducir en ningún ordenador, tamaño inimaginable.
Y el aterrizaje en Miami, parece la Meca del progreso, todo en su sitio, los grandes aparcamientos tan ordenados en las carreteras repletas de coches parados, todo tan ocupado, ordenado,... O la primera vez que crucé el Atlántico, nunca se terminaba. Tuve que ponerme no sé cuantas películas para pasar e rato.
La verdad es que, en una travesía larga, volando sobre esponja, o viendo el océano allá abajo, a veces echo de menos la interrupción a la rutina de los motores tronando, pero de forma homogénea, sin parar, empujando al avión hacia el destino. Y el propio ruido que aquí solo es el aire deslizándose por las formas de mi cúpula. Y añoro a las azafatas ofreciendo de beber, y al señor del pelo ensortijado y blanco del asiento delante. O la película hablada por gente con un acento extraño, o la concentración de la gente en sus asientos, concentración en no hacer nada, concentración en dormir, concentración en teclear en el ordenador, concentración en empujar para que el avión vuele más rápido a su destino. La gente, sus zapatos, sus ojos o su pelo.
Aquí, el tiempo es más mío. Puedo ver hacia abajo, o hacia arriba, casi siempre azul. O puedo casi acostarme sobre el sofá, o encender la tele y ver el telediario. Si quiero, me conecto a internet en cualquier momento y puedo encontrar el periódico. También puedo dormirme, o no si no quiero. El resultado es muy parecido al de viajar en la cabina. Al cabo de un tiempo, casi siempre parece más largo a más largo sea el viaje, acabas aterrizando en el aeropuerto de destino. La única diferencia es que no tengo una barrera delante de mis piernas, y al llegar no tengo la sensación de presión por todo el cuerpo.
También es verdad que aquí no me sirven la Coca Cola, pero con un simple gesto alargo el brazo y la saco de la nevera que tengo al lado del sofá
En mi caso puedo usar el teléfono a lo largo de todo el viaje, sin riesgo de producir interferencias en los instrumentos de vuelo, ya que la distancia con la cola del avión lo impide.
A veces me pongo a pensar en porqué no hay más gente que vuele como yo, porque no hay más gente con sus burbujas de plástico resistentes que cuelguen detrás de cada avión. Siempre que me hago esta pregunta acabo disfrutando del paisaje y se me olvida. Las ventajas de que dispongo son suficientemente grandes como para no tener en cuenta ese tipo de detalles.
En algunos viajes se ha parado encima de mi cúpula un ser que no sé de donde sale, pero que parece ser propietario del aire. Se ha acercado volando y se ha posado encima de la cúpula, mirándome con atención. La primera vez que vi uno de esos seres, sinceramente, me entró miedo, pero son inofensivos. Únicamente se dedican a observar lo que ocupa los cielos.

El otro día mientras viajaba, me hacía la pregunta de siempre, de porqué no había más gente viajando como yo. Mis piernas empezaron a dolerme y de repente la azafata me despertó para preguntarme si quería algo de tomar. A través del escaso espacio de la ventanilla, allá a lo lejos, se veía un segundo suelo esponjoso de nubes y arriba, el sol resplandecía sobre el azul del cielo. Los colores desde el horizonte hasta el azul se tronaban difíciles de describir, desde el naranja al rojo o el amarillo.