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sábado, 24 de abril de 2010

En el océano equivocado

No me gusta demasiado contar esta anécdota, por lo mal que lo pasé. Resulta que yo desvié un avión de pasajeros en medio del Atlántico.

Un día me subí en un avión en Madrid rumbo a Santiago de Chile. Después de unas cuatro horas de vuelo, mi cabeza identificó los síntomas. El dolor producido por un cólico nefrítico, una piedra en el riñón, es imposible de olvidar.

Las siguientes horas hasta que pude avisar a mis amigos que esperaban en Santiago de Chile de que tenía enfrente el océano Atlántico fueron horrorosas.

Soy bastante alto y el espectáculo de verme tumbado en el pasillo del avión, rodeado de azafatas y botellas de cava con agua caliente, temblando de dolor debió de ser enorme.

Aunque no había ningún médico a bordo, todo se puso de mi parte para acortar la agonía. El protocolo dice que es necesario aterrizar en el aeropuerto más cercano, en este caso Las Palmas. Los pasajeros o las caras que alcanzaba a ver, sufrían conmigo y esperaban dejarme lo antes posible para que terminara mi sufrimiento. La tripulación de Iberia se portó magníficamente bien.

Cuando el médico subió a buscarme me preguntó si me ponía el calmante en el avión o en la ambulancia. Supongo que sabía que mi sufrimiento estaba a punto de terminar porque salí del avión con los pies por delante y lo suficientemente consciente como para oír a un pasajero discutiendo a voz en grito con el comandante reclamando sus derechos.

Cada vez que lo veo en la televisión diciendo tonterías me acuerdo de aquellos segundos. Era un político, el primer portavoz del primer gobierno de Aznar, para no dar nombres.

lunes, 15 de marzo de 2010

Sensaciones y recuerdos de sensaciones

El sol calentaba de firme sobre la piel, parecía ser el protagonista de todo. Todos los poros sudando. Por las calles estrechas llenas de turistas y de gente, sentada en las terrazas, disfrutando de la conversación, de la sombra, del líquido, del helado. Solamente un extraterrestre sólo, puede mirar y darse cuenta de cuantos hablan, cuantos disfrutan del sol, o simplemente se dirigen hacia algún punto con su mirada concentrada lejos de aquí. Ese calor es el Mediterráneo, que andaba cerca.

“Niágara falls” es un lugar horrible que se salva por las cataratas. También hay un pueblo cerca, “Niágara on the lake”, que es lo contrario. Se diría que su alcalde es jardinero y todos sus empleados, ocultos, luchan por hacer que el pueblo sea un jardín, todas las farolas con jardineras colgantes, los jardines todos repletos de flores y colores, hasta el asfalto se viste de flores y colores.

Una guardia de una noche es una experiencia curiosa entre el seré capaz de hacerlo, y descubrir que todo el mérito es hacer nada durante toda la noche, escuchando los silencios y escuchando nada.

El autobús, de Barcelona a Almería, estrecho, incómodo, hace 30 años. La cabeza ya convencida de hacer pasar las 12 horas sin pensar en porqué las dos ciudades están tan lejos, porqué no esperar, el avión muy caro… Ya falta menos, ya ha pasado una hora, ya por fin recuerdas haber pasado por ahí, si no faltaba tanto. La cabeza inventa formas de llenar el tiempo, de reducir el tiempo que falta, como un guardia. Pero llegas, lo consigues.

Las fiestas de los pueblos de Menorca tienen una luz especial. A veces tienes sensación de peligro, inmerso en una multitud que intenta acercarse a los caballos. A veces sensación de desequilibrio al pisar por todas partes cáscaras de avellana. A veces una sensación de acoso, acaso solo masculino, pero que se torna en femenino en una ceremonia de actividad desatada.

Por razones que no vienen al caso, hace tiempo que no voy a Buenos Aires. Ciudad añorada y querida, con amigos, el tigre y la comida, Me pregunto cuándo podré ir de nuevo, y encontrar más amigos, re-encontrar a los míos. La vida nocturna como la de Madrid, la sensación de oír por todas partes éramos maravillosos, lo juro, lo somos.

Entre los pinos, en lo alto de la colina lo veíamos moverse en la ladera de enfrente, vivo, carrera descendente. Desolación. El calor se sentía en la distancia, el ruido de trueno, en la distancia, pero continuo, devorando pinos, jaleado por el viento. Pronto nos tendríamos que ir de allí, al refugio de la distancia, impotencia. Una línea de llamas bajaba corriendo por la colina.

El patín, catamarán sin timón que se usaba en las playas del mediterráneo, parecía cortar las olas sin darles importancia. Agarrado a la escota, inclinado sobre uno de los patines, a un metro del agua, el viento golpeaba mi cara y movía el pelo, solo pequeños polvos del mar en forma de salpicaduras en la cara. Aterrado por tener que parar, por abandonar la carrera, por soltar la escota, levantarme, empujar la vela y aprovechar la inercia del patín para ponerlo viento en popa y regresar de la carrera, regresar a la playa.