viernes, 10 de julio de 2009

Cuento: Cenando ayer, desde mi atalaya

Ayer casi nada podía ser imperfecto. La luna llena iluminaba el mar que forma Atenas. El Partenón iluminado en la distancia ocultaba, no sé como, todos los andamios que la luz del sol y el calor nos habían mostrado horas antes sobre la Acrópolis. Paloma estaba radiante, un día siguiente sin tener nada que hacer, después de muchos días de actividad febril, casi de supervivencia.

En el hotel de Gran Bretaña. La sensación de estar en casa, El Mediterráneo debe de tener algo de mi casa, porque los griegos se esmeraban por servirnos para que me sintiera en mi casa. Calor a medianoche.

Desde mi mesa apenas vi llegar a una pareja, me los encontré ya sentados y solamente podía ver la espalda de ella. No era una espalda sensual, demasiado delgada, sus músculos y sus costillas se marcaban. Apenas podía ver otra cosa que su espalda cuando se ponía medio de perfil para atender a su pareja. Creo que su vestido era verde, pero su espalda desnuda es lo único que podía ver.

Y su pareja, ojos como platos de admiración, de amor, besos, caricias en los brazos para mostrármelos igual de delgados que su espalda. Había algo de atractivo en aquella espalda. El tiempo de preparación, supongo. La habilidad con que su pelo ocultaba su cuello y la posible sujeción de un probable vestido.

El escenario seguía estando allí, vivo. El murmullo de todos los comensales daba vida a un salón abierto al cielo, a una terraza, sin pared con la luna y la Acrópolis. La gente lo estaba disfrutando. El maitre, el camarero, intentando hacer que la cena fuera mucho más que un alimento, un rato mágico, un escenario del que formar parte, Athenas, cuna de dioses, de la civilización del colegio. Escenario igual que otros escenarios del Mediterráneo en donde todo colabora para ser mortal, perecedero, casi perfecto, casual, estudiado.

La imagen de aquella espalda y aquellos ojos de su pareja, infinitamente orgullosos, momentáneamente, el ser más importante del mundo, la cabeza que proporcionalmente era más grande que el resto de su cuerpo, camiseta a medio camino entre el rosa y el rojo. Ojos como platos que no le cabían en la cara, sorbiendo de su bebida, sin dejar de mirar, orgulloso.

Mi mujer me parecía a mi el elemento principal de todo aquel escenario, la luna la acompañaba, y la Acrópolis al fondo, y el murmullo.

Solo había algo que desentonaba. Eran las doce y en aquel restaurante, de lo mejor de Atenas, la pareja que acompañaba a la espalda era un niño de seis o siete años, cuyas miradas de orgullo, por estar ahí, también eran de orgullo por acompañar a su madre. No debería haber estado.

Esa historia quedaba fuera de todo el escenario y parecía ser la primera hoja de un cuento que nadie me contará nunca.