jueves, 5 de mayo de 2016

Actos reflejo

El médico golpeó su martillo contra el hueso de su rodilla y en un acto reflejo ella no pudo evitar subir la pierna y esbozar una sonrisa. Después de repetir la operación en la otra rodilla, con idénticos resultados, el médico se levantó y se dirigió a su mesa. 
-   Ya puede ponerse los zapatos.

Mientras ella se sentaba, bajando sus ojos a una altura razonable, el médico empezó a leer su informe.
-   El electro está bien, los análisis son normales, todas las pruebas que le he pedido en los últimas semanas son normales, ¡goza usted de una excelente salud!

Había elegido con cuidado su sujetador y la blusa semi transparente que llevaba.

El médico levantó la vista y miró su pelo rubio recogido en un precioso moño detrás de la cabeza; después sus profundos ojos, grandes y azules; su sonrisa estaba adornada con unos dientes blancos y perfectos; no pudo dejar de mirar el espectáculo que ella había preparado y no pudo evitar hacerle una pregunta:
-    ¿Para qué ha venido a verme?

Imperceptiblemente, la comisura de sus labios subió unos milímetros, y pudo responder,
-   Una amiga me dijo que era Ud. muy bueno, doctor. Soy Ana, por cierto, ¿aceptaría tomarse una copa conmigo?



Tenía un buen expediente, había ido a curso por año, y ahora empezaba el MIR con un buen número, su padre estaba orgulloso. 
Durante estos años había mantenido su relación con Juana, pero en un segundo plano. Todavía no podía perdonarle del todo la reacción que tuvo cuando se enteró de que estaba tonteando con Clara. Estuvo a punto de olvidarse de ella. Fue en tercero y por muy buena relación que tuvieran sus dos familias, por muy predestinados a casarse que estuvieran, él tenia derecho a ver otras opciones y disfrutar un poco de la vida, al menos  para sobrellevar un poco la vida monacal que su padre le había convencido de tener.
Casi por despecho a la reacción de Juana, había visto muchas más veces a Clara y acabó descubriendo eso que era tan bueno, que hasta se sorprendió, no sabiendo si se trataba solo de Clara, o con Juana o cualquier otra iba a ser igual.

Juana nunca supo que estuvo a punto de acabar con su relación. Nunca le contó a Juana lo que estaba haciendo. A partir de Clara, el sexo se convirtió en algo necesario para él.

Llegó a casa sobre las nueve y su mujer le saludó con un beso, su hijo bajó por las escaleras corriendo para darle un beso a su papi.  Su boda fue fantástica, su hijo nació sano y la consulta que había montado por las tardes iba viento en popa. Cada vez tenía más pacientes y eso les había permitido mudarse a un adosado elegante. Se sentía muy satisfecho con su vida, en todos los aspectos.

Juana había oído a su marido pronunciar el nombre de Ana en sueños. Asustada, después de repetirse una y otra vez que eran tonterías suyas, se lo confesó a su madre buscando ayuda.
-   Tienes dos opciones, o te aseguras de que está pasando lo que crees y lo despides, o ignoras lo que está pasando hasta que se termine y consigas ocupar su lugar de nuevo.

Juana despreció la opinión de su madre esta vez y se decidió a averiguar de qué se trataba. Algunos días seguía a su marido por las tardes. Descubrió que la consulta cerraba los miércoles.

Se acordó de Clara y la llamó. Había pasado mucho tiempo y Clara sintió curiosidad, todavía se acordaba de aquella época. Quedó con Juana a comer.

Hablaron, cosa extraña, como viejas amigas y, sobre todo por lo que no se dijeron, Juana descubrió que durante la carrera pasó lo peor que podía pasar. Juana odiaba darle la razón a su madre, pero pronto tomó su decisión.

Esa noche vieron las noticias en la tele, cenaron y una película. Juana le contó que había ido a la peluquería, y el enorme horno que había visto, que había comido con una amiga. Se fueron a la cama.

Esperó a que su marido se durmiera, luego bajó la mano debajo de la cama y cogió el martillo. Después del primer martillazo que le partió los huesos de su cabeza, él no pudo evitar levantar sus brazos para intentar protegerse. Al tercero ya casi no se movía.

Su vida no tenía sentido sin él. Cogió cinco pastillas del frasco, bebió agua del vaso que había sobre su mesilla de noche, se las tragó y repitió la operación varías veces. Apagó la luz y se acurrucó junto al cuerpo de su marido, manchando de sangre su pelo. Ya nadie podría quitárselo, se dijo, de nuevo ocupaba su lugar.


lunes, 2 de mayo de 2016

Un hombre imposible

En su cara no se podía encontrar simetría alguna. Una de sus cejas estaba más alta que la otra y los huesos de debajo eran mucho más prominentes. Su boca estaba torcida y desplazada a un lado, debajo de su nariz. Sus ojos eran pequeños y vivos, aunque el derecho apenas se veía. Solo su nariz, perfilada, y recta  soportaba una abundante barba que le daba apariencia de cara. Daba la impresión de vigoroso y rápido, aunque cojeaba ligeramente. Su cabeza era muy grande. Sus piernas eran desproporcionadamente largas para su torso. Sus pantalones eran de un color marrón, igual que su camiseta, o eso parecía. Si me preguntaran sus años, no sabría decir si tenía 15 o 30.

Deambulaba por los campos mirándolo todo sin ser descubierto. De esta forma, cogiéndolos de unos tendederos no vigilados había conseguido los pantalones y la vieja camiseta que adornaba su pequeño torso y que le resguardaban del frío.

Robaba alguna gallina o algún pastel que se enfriaba en una ventana. Iba con mucho cuidado de no ser descubierto. Cogía estas cosas y huía hasta su cueva para comérselas. Había aprendido a comer sin fuego. A veces miraba de lejos a los niños cuando jugaban con una pelota y les escuchaba gritar con envidia.

Él no recordaba el día en el que lo habían abandonado en el campo ni porqué. Al despertarse todos los días, disfrutaba del mar, de los chillidos de las gaviotas y del cielo azul. Había descubierto la cueva en donde siempre estaba seco, lloviera o no, bajando unos riscos en donde el acantilado parecía abrirse en picado al mar. Es curioso que encontró su cueva un día que intentó acabar con su vida tirándose por el acantilado. Para su sorpresa, en lugar de despeñarse al mar y las rocas a unos 100 metros más abajo, cayó enseguida en una repisa que no se veía desde arriba, en donde estaba la entrada a su tesoro.

Muchos de los aldeanos y algunos niños lo habían visto furtivamente alguna vez, acechando para conseguir algo que le sirviera de comer, o solamente para oírlos. Asustados, muchas veces habían organizado grupos para encontrarlo. Alguna vez, con cierto éxito, lo perseguían hasta el acantilado y allí se perdía su rastro, creyendo sus perseguidores que se había arrojado al mar. Entonces la escena era siempre la misma. Sus perseguidores hablaban de cómo el monstruo se había tirado al mar, final elegido antes de que ellos le dieran su merecido. Él, acostado y quieto, muerto de miedo en una de las paredes de su cueva, con un grueso palo en las manos, en silencio, oía a sus perseguidores y entendía, al menos por el tono, que les había vuelto a engañar. Nunca hacia fuego ni ruido en su cueva. Cuando se escondía después de una persecución no salía en varios días. La cueva tenía un riachuelo de agua dulce y guardaba alimentos suficientes para varios días.

Ese invierno hizo mucho frío. Especialmente en febrero, tanto, y eso no lo habían visto ni los más viejos del lugar, que un manto de nieve cayó sobre la isla. En la plaza del pueblo unos niños dieron la alarma diciendo que el monstruo los estaba espiando mientras se tiraban bolas de nieve en el campo de fútbol. Inmediatamente se organizó el grupo perseguidor, armado de palas y palos y algunas escopetas de caza. Empezaron por el campo de fútbol y siguieron su rastro hasta el acantilado. Sus pisadas descalzas se distinguían claramente y los perseguidores descubrieron, asombrados, que se veían algo más abajo, descubrieron la repisa, la cueva y entraron para darle muerte, golpeándole con palas y palos, pegándole un tiro.


Basado en la leyenda de Xoroi, en Menorca.

domingo, 1 de mayo de 2016

La noche

Ya por fin, suena el despertador, deben ser como las siete, y ella se levanta. Soy capaz de armar una frase con una disculpa consistente: ¡lo siento! De pié, al lado de la cama ella me mira con aire de incredulidad y me dice que no me preocupe, que después de tantos años ya entiende mis estupideces.

Un poco antes, la ventana se veía ya un poco de luz, pronto sonaría el despertador y pondría fin a una noche de insomnio, de dolor de estomago y vueltas interminables en la cama. Ojalá que lo de ayer se resuelva. Mi cuerpo no podría soportar otra noche como esta, y mi cabeza se fundiría si seguía dándole vueltas a lo que había hecho y lo que podría pasar.

En una de las vueltas que di, me fijé en la esfera del despertador, que marcaba las 5 de a mañana. Era un despertador bien grande que ocupaba mi mesilla de noche, ya no me acordaba desde cuando. Me lo había regalado mi padre hacía muchos años. Aunque el ruido que hacía era escandaloso, creo que tuve que hacer algún ajuste para oír los segundos que marcaba, implacable, pero gracias a él, me olvidé de dar vueltas y pude concentrarme en algo diferente a lo que mi cabeza pensaba desde hacía horas. Por un momento me imaginé que un enemigo estaba manipulando el despertador para que los segundos fueran hacia atrás y así, hacer más larga la noche.

La ventana está muy oscura. No sé cuantas vueltas he dado en la cama, pero la ventana no da respuestas de qué hora es. Un vistazo a mi mesilla de noche y veo que todavía son las tres de la mañana, y que apenas llevo unas horas acostado. Mi estómago se revela y me produce un malestar que, si no fuera por lo que había pasado, se quedaría en un “ya no tienes que cenar tan fuerte a tus años”. Mi vejiga me obliga a visitar el baño. Pero mi cabeza duda si he vuelto o si tengo que ir.

Cuando me acostaba aquella noche no paraba de hacerme reproches, a preguntarme porqué era tan estúpido de entrar al trapo, de discutir, de levantar la voz, si apenas era importante de lo que estábamos hablando. Me preguntaba porque yo, que me consideraba inteligente, no era capaz de separar las cosas banales de las importantes. Efectivamente, mi situación no era normal, más bien cualquiera diría que era muy mala o solo grave, por ser políticamente correcto. Pero eso no justificaba para nada que no me diera cuenta de las cosas

La película que estoy viendo se ha acabado y desaparece la razón que me ha mantenido en el salón la última hora. Apago la tele y las luces y me voy a mi cuarto con miedo, en donde mi esposa duerme, gracias a dios, a pierna suelta. Intento hacer el mínimo ruido para no despertarla y, pocos segundos después, estoy en la cama. Me recibe el agradable tacto de la almohada que parece significar que es de noche y prometer que volverá a salir el sol por la mañana, y llegará la calma.