jueves, 10 de diciembre de 2009

Melancolía

A veces pasan varias cosas a la vez, no relacionadas, que te van comiendo ´la moral´ hasta hacer complicado enfrentar las cosas corrientes de cada momento. Aparece la melancolía, te haces más sensible a algunas cosas, y despiertas recuerdos.

Ayer entré en el salón de una casa desconocida, la madre anciana y con principio de alzheimer, de un amigo mío. La casa era grande. Mi cabeza se fijó en la mesa del salón, con seis sillas, pero pequeña. El tamaño de la mesa, comparada con el tamaño salón me llamó la atención. Una mesa es para reunirse a comer, todos, y allí no cabía mucha gente.

Mis recuerdos me llevaron a una cena en Casablanca. Había acudido a Casablanca como miembro de una misión comercial española a Marruecos. Yo quería saber si se podían hacer negocios allá. Fui con un catalán que ya tenía experiencia en Marruecos. Conocía a un local, un hombre mayor, no recuerdo su nombre, que hizo las veces de taxista, anfitrión y guía y creo que podía haber hecho cualquier otra cosa. 

Una de las cosas que hizo fue invitarnos a cenar a su casa. La primera sorpresa fue lo grande que era la casa; la segunda lo grande que era el salón, sin más muebles que banquetas rojas en la pared rodeando el perímetro; una mesa redonda. Invitados: mi amigo el catalán, yo, nuestro anfitrión y un belga con una vida por África, en Senegal y en sitios así de pintorescos (presente pasado).

La última sorpresa, su hija, ya más que adolescente, que solamente entró en el salón para servirnos la mesa, increíble cena, increíble cuscús, sin apenas cruzar palabras con nosotros, a pesar de las orgullosas palabras de su padre.

Y los ojos de mi padre vidriosos, todo lo contrario que vivaces e inteligentes y observadores, que lo fueron toda su vida, sentado en una silla de ruedas, esperando no sé qué.

Si el presente o la compañía no viene en tu auxilio, te encuentras dando vueltas en una espiral descendente.

Recuerdo poco a mi abuelo, al padre de mi padre, el único abuelo que conocí. Lo veíamos pocas veces al año. En Navidades íbamos a su casa toda la familia. Tenía un salchichón duro, buenísimo. El abuelo era un señor. Una de las Navidades mi tío Miguel, a la sazón hijo predilecto de Barcelona, vino con un sacacorchos de aire comprimido, una ‘modernez’, obviamente cara. La cara de mi abuelo cuando lo vio, era una mezcla de escepticismo y desprecio que hasta un niño de doce años como yo podía reconocer. 

La cara que puso, sin producir ningún sonido fuera de un discreto ¡ups!, cuando la botella de vino escupió el tapón y manchó toda la pared, fue un poema. Aparte de estas cosas, le recuerdo sentado en un sillón de orejas amarillo, sin articular palabra, con esa misma mirada que ahora tiene mi padre.

Un sentimiento, muy enterrado, de pena por lo que pasó y nunca volverá, por los presentes que se acaban, y que te das cuenta justo cuando han pasado, o precisamente en los momentos de melancolía.