lunes, 30 de noviembre de 2009

Viña y Valpa

La playa de Viña del mar hace mucha pendiente, señal de mareas grandes. Cuando estiras la toalla en lo alto de la pendiente, el mar parece un escenario; fondo de dos azules, océano y cielo, y tablas en donde rompen las olas, pasean las parejas o los solitarios; se entrenan los adolescentes, juegan los niños.


El sol se va acercando por la tarde a la estela brillante que pinta en el mar desde el horizonte hasta la playa. La marea sube, ya está a media pendiente. Las olas siguen con su ritmo imposible, ruido profundo que a fuerza de ser repetido, acostumbra la cabeza.

Los vendedores, molestos al principio, con su alta letanía, imposible de descifrar, van pasando cada vez menos frecuentemente. El descubrimiento es que no todos dicen lo mismo. Al fin entiendo a uno que habla de “¡...no se qué frescos a sien!”

Viña es como cualquier otra playa de un lugar turístico que haya conocido. El calor, el sol, la luz,... El Pacífico se empeña en marcar la diferencia. Sus aguas no son transparentes como las del Mediterráneo o el Caribe. El color es azul acero, con olas solo en la orilla, quieto, pero con una quietud amenazante. Se lo ve y uno se lo imagina profundo, denso.

A lo lejos, barcos esperando por el puerto de Valparaíso, apoyandose en el océano. Grandes barcos que se ven grandes incluso en la distancia.

La playa parece bastante domesticada. No hay duchas ni socorristas, pero hay un paseo y debajo un camino de maderas para sacudirse la arena. La arena es amable, más oscura y algo más gruesa que la de mi Mediterráneo, será para camuflarse más fácilmente con el océano.

Hay puestos en el paseo. Un malecón con ocho pilares medio derruido soporta una grúa, cuyo color oxidado disimula la herrumbre y parece una escultura de diseño.

Lujosos edificios bordean el paseo, espaciados, altos, acristalados. Un paseo en coche revela calles bien trazadas, casas bajas, anónimas, son para el verano, claro. Las cuadras tienen números; las calles que van al norte se llaman así, con uno, dos,… Las perpendiculares Oriente y Poniente, todas también con un número. Organización que te sorprende porque enseguida eres capaz de saber dónde estás, adonde vas, y que hay después.

Valparaíso está a lo lejos, misterio. ¿Será el valle o será el paraíso? Mañana, después de la playa y el sueño, iré a descubrirlo.

No es lujo. Fuerte olor a pescado en un mercado de domingo. Los colores disimulan la pobreza. ¡Qué colores! Casas azules, ocre, violetas, rojas, verdes,… Hasta las chapas de Uralita parecen estar pintadas de color óxido.

Más de una docena de funiculares (ascensores) te permiten subir rápido a los cerros que rodean la bahía y en donde está construido Valpa, por cien pesos. Todos los ascensores tienen un nombre propio: El peral, Larraín, Lecheros, Mariposa,… como si fueran parte de la ciudad y necesitaran sentirse calles, con nombre.

Están escondidos. Cuando subes en uno, no importa cual, los colores de las casas te rodean, y descubres vegetación. A medida que subes descubres el mar brillante, plano, dentro de la bahía. Ahora los barcos sí parecen grandes, están cerca, casi tan cerca como las grúas, grises, blanco y rojo, estas sí moviéndose para descargar.

Los barcos de guerra en el puerto provocan la sensación agridulce de admirar sus siluetas como animales marinos majestuosos, y pensar para qué sirven, para la guerra, auque algunos piensen que “defensa propia” es suficiente argumento para construirlos.

Y alcanzas a ver más ascensores y estás rodeado de casas que tuvieron su indudable esplendor. Grandes, de madera o de piedra, con pinta de palacios o de casas para vivir, siempre de muchos colores.

Me siento a contemplar la bahía, el puerto a mis pies, Viña a lo lejos, su playa desde aquí tiene el color de todas las playas: ocre; no pacee oscura. La grua de diseño, ahora negra, se distingue en la distancia.

En una de las plazas a las que subo se está rodando algo, son americanos. Los gringos tienen prioridad absoluta en este mundo. El mirador precioso, restaurante prometedor, se convierte en un bar. No volvería a sentarme allí, aunque no dejaré de subir a ese ascensor: Valparaíso.

Seguro que fue fuente de inspiración. El orgullo que destilan sus colores tuvo que dejar inspirado a más de uno. Esa inspiración, la bahía, tuvo que generar esos colores.

Viña es fantástica, pero se pueden encontrar sucedáneos, villas parecidas, mismo o mayor lujo. Valparaíso es irrepetible. Ojala hubiera podido estar aquí hace 100 años.

29/11/2009