domingo, 8 de septiembre de 2019

La playa

Aquellos tres años ocurrió algo que ha influido de manera importante en mi vida.

Yo iba a pie. Era muy pequeño y pasábamos el verano en el piso de debajo de mis tíos en la parte de arriba del pueblo. Un piso enorme. Me recuerdo a mí mismo poniendo etiquetas de precio en el súper mercado de mi tío. 

La playa estaba como a kilometro y medio de casa. En el punto medio lo atravesaba la carretera nacional y la vía del tren. Mi madre ponía gran pericia en atravesarlas con nosotros y los aperos del baño. A la carrera la carretera cuando no venía nadie, y con muchísimo cuidado y miedo las vías del tren. La playa era enorme y se acababa en unas rocas a la derecha de  donde íbamos. Recuerdo el paseo y la acera por donde caminábamos, que en el pueblo eran pisos y después de la vía casas con jardines frescos.   

Una cadena de rocas corría como a 100 metros paralela a la playa. Un bloque de hormigón con una estructura de metal oxidado encima la interrumpía. Mi padre me hizo olvidar mis miedos para llegar allá con él y con alguno de mis hermanos. Subidos al bloque de hormigón, secándonos, podíamos ver los barcos de pesca sobre la arena caliente y clara, azul y rojo, subidos en maderos. En la arena parecía imposible soportar el calor. En el bloque de hormigón el agua fresca del mar resbalaba sobre la piel.

He ido muchas veces a aquel lugar, acompañado y solo. He visto cómo los pescadores subían las pesadas barcas estirándolas con un cable de acero que salía de un edificio en la calle, quitando rápidamente los maderos más cercanos al agua y poniéndolos en la parte de arriba de la playa para que se apoyara el barco. Comí muchas veces guisos de pescadores acompañado y sólo, en una de la terrazas arriba de la playa. 

Nunca supe para que servía la estructura que cada año estaba más rota por el castigo del mar en invierno. Se convirtió en un ritual nadar hasta allá para estrenar el verano. 

El pueblo tenia dos partes muy diferenciadas: el pueblo y la marina (“a baix a mar”). Ya he contado que estaban separados por la carretera nacional y el tren. Un día construyeron una carretera con un puente encima del tren y la carretera. Lo atravesabas y luego seguías una carretera paralela a las vías que recorrí en bicicleta muchas veces. El destino final era la marina. Allá la playa era preciosa, estaba la estructura a la que me llevó mi padre. A medio camino estaba el club marítimo en donde íbamos a la playa.

La moto alteró un poco mi circulación. Si en lugar de ir “a baix a mar” seguías recto después del puente, podías encontrar una discoteca, una  pista de tenis y muchas cosas más. A ella la encontré allí y fue un imán que me obligaba a ir hasta que decidí irme de casa de mis padres. 

Los veranos en ese pueblo fueron como los de cualquier adolescente feliz en la playa, un periodo de meses separados por la rutina del colegio, plagados de buen tiempo, lugares, guitarras, excursiones al pueblo de al lado, de baños y de juegos de palas.

Me viene a la cabeza un letrero pintado en una pared que decía: “Prohibido jugar”. Al horror de mis firmes creencias de adolescente también había algo que afectaba a mi subconsciente: estaba escrito en una pared de los apartamentos en donde ella vivía.

Muchos amigos de entonces no han sobrevivido a mi vida: el jardín de la casa en donde pasamos muchos ratos; los restaurantes de la marina que cada día creíamos descubrir y en los que no entrábamos nunca; aquella casa a la entrada del club marítimo que hacía de resistencia a los bloques de apartamentos que empezaban a proliferar; el bosque de pinos pegado a la playa; el baseball al que a veces jugábamos en la playa, aquel garaje en donde escuchábamos música; aquella cinta que me regaló ella y que mis padres aborrecieron de tanto oírla; aquel amigo de la moto potente que parecía increíble que no estuviera interesado en ella. Mi adolescencia pasó muy feliz en aquel pueblo. Llegué a ir hasta en bicicleta desde Barcelona, casi 100 km.

Pero claro, había otro universo y era el del mundo real no tan bonito. Solo alguna vez durante esos tres años mi padre pudo alquilar una casa en el pueblo. La mayor parte de las veces me acogían otros tíos míos que tenían una casa en “baix a mar”. Era pequeña por lo que yo no cabía y dormía en una casa de al lado que estaba deshabitada. En el salón había un somier con un colchón en donde dormía. Mis tíos me daban de comer, me dejaban ir al lavabo y bromeaban conmigo acerca de la razón de que fuera tan a menudo al pueblo.

El club marítimo en la playa era una estructura en donde había una terraza con un bar. Encima de la arena inclinada hacia el mar había muchas barcas, casi todas de vela. El más rápido era un catamarán de madera, no tenía timón, y se manejaba con el peso de una persona y el viento. Su hermano tenía uno y disfrute de la espuma, del mar y de las suaves olas del Mediterráneo.

Las partidas de palas en la arena con ella eran una especie de anticipación del “me too”. Ella lo hacía muy bien y yo estaba en forma entonces. El sol y el agua con la palas eran un universo que se auto justificaba.

La discoteca fue el origen de muchas frustraciones, esas cosas que hacen que surja algo que es que es amor o ilusión. ¿Porqué habla con ese si yo estoy aquí solo? ¿Porque no baila conmigo si yo lo hago fenomenal?¡Fíjate esos! ¡Está oscuro! Entonces recuerdo que yo mismo no me daba apenas oportunidades con elle.  Ahora con un poco de experiencia creo que sí las tuve.

Jugaba con ella al tenis, me sentía recibido cuando llegaba cada verano. Un día me dio de comer en su casa, no estaban sus padres. Otro día le explicaba en el bar de las rocas, que me había marchado de Barcelona, que hacía teatro. Otro día se montó una fiesta en una casa en otro pueblo. Yo ya había ido en 600cientos. Las llevé a ella y su amiga. Hasta entonces no supe lo guapa que se podía poner una mujer aunque lo fuera.

Una noche estrellada fuimos en moto a la discoteca de un pueblo de al lado. Sus ojos no eran azules, sino de un color como violeta en lugar del color que guardaba en mi sub consciente: el cielo de por la mañana temprano. Veía su silueta que también recordaba de cuando lucía el sol. El mar acariciaba las rocas, reflejando la luna en el blanco de la espuma. La discoteca de moda ponía la música de fondo y arrojaba luces verdes, violetas y rojas, desde el hueco en la roca en la que estaba. El firmamento era negro, negrísimo, pero lleno de estrellas que temblaban de miedo por estar en donde estaban, supongo. El mar y la noche se juntaban en el horizonte especialmente nítido. No hacía frio, era verano. 

Mirábamos la hermosa noche cuando un cometa recorrió la oscuridad durante unos segundos. La explicación que me pidió no era la que le ofrecí, yo sabía porqué había pasado, y quedaba a años luz de la que ella esperaba, yo era joven. La luna proyectaba una penumbra que me permitía ver su figura y sus ojos de hada.

Por la mañana había decidido irme a buscar las estrellas para regalárselas. Estuve en su boda en Pamplona. Bailé con ella.


Plaza de Oriente

Un acordeón suena en la calle apoyado en el teatro real, mientras alguien de pie lo escucha formando un pequeño corro. Un barbudo está sentado en los jardines hablando con su teléfono que le ilumina la cara. Unos turistas más bien gordos llevan una camiseta de football cuyos colores delatan que son turistas, o tal vez lo son porque parecen felices. Unos amigos pasean entre risas. Una pareja mira atentamente algo que se me escapa. El bullicio de la plaza viene de la gente sentada en mesas rojas y blancas. Un grupo de ingleses celebran el Brexit en una esquina, grandes voces, inconfundible acento. La Luz ya es oscura a esta hora y la temperatura es todavía un regalo. Las farolas iluminan la escena. La plaza de Oriente de Madrid, septiembre.