martes, 26 de abril de 2016

Ceres

La gran puerta de roble viejo ya no se abría y se podía ver sobre ella la estatua de Ceres que dio la bienvenida tantas veces a tantas personas en las muchas celebraciones que vio el caserón. Don Marcial era el sumo sacerdote que cualquier cineasta americano habría convertido en El padrino. Atendía a todo el mundo, ellos iban vestidos con sus sacos blancos, y ellas con los hombros descubiertos, sus cuerpos mulatos y siempre sensuales. Se oía bullicio, hasta que el amanecer sobre el viejo malecón iluminaba las ventanas del caserón, en donde no cesaban las risas. La familia de D. Marcial, blanquitos ellos, se habían fraguando la fama de que sus fiestas eran insuperables. Y cuando digo todo el mundo no quiero quedarme corto. Todo La Habana recalaba la noche de fiesta en casa de D. Marcial, blanquitos, mulatos, oscuros,.. y el servicio, el servicio era excelente, uniformados con su mejor traje, se afanaban en atender a los huéspedes de D. Marcial como si fuera él, tal era la charla que les daba antes de que llegara el invitado más tempranero. Entonces el Ceres de la fachada les daba la bienvenida a los invitados que, ya por costumbre no habían sido invitados pues toda la ciudad estaba invitada sin necesidad de comunicarlo.

A Clara le gustaba mover su cama en las noches de Enero para ver el negro firmamento salpicado de estrellas. Era muy raro que lloviera en enero, pero la humedad estaba presente en todas partes y Clara sentía que la brisa de la noche le permitía dormir hasta el amanecer. Al llegar a casa le había dado a Doña Inés, su madre, los dólares que había podido reunir antes de rociarse todo el cuerpo de agua y jabón con la manguera. Con el dinero, Doña Inés compraría yerbabuena y lo necesario en el mercado negro, para hacer mojitos y venderlos en el malecón. Para dormirse, Clara se fijaba en la ventana por la que se veía del mar. Ventana situada en la fachada, lo único que quedaba de la mansión Ceres y en la que se apoyaban las lonas, maderas, cuerdas, cartones y uralitas que su madre y su padre construyeron a lo largo de los años y que era el único hogar que Clara reconocería como suyo en el mundo.

Si, cayó la oscuridad sobre La Habana, se acabaron las fiestas, se acabaron los corruptos D. Marcial, pero la Ceres seguía presidiendo aquella puerta de roble al lado del resto de fachadas que, como palacios adosados, formaban el malecón. Por dentro familias como la de Doña Inés se esforzaban en buscar por cualquier medio esos dólares que les permitieran comer. Eso sí, cualquier turista se creería en El Caribe al oír el swing de las guitarras cantando en el Malecón.

La Ceres perdió su nariz, apretó los labios y si no hubiera sido por su fuerte composición de mármol, seguro que de sus ojos hubieran brotado las lágrimas que Clara transformaba en sonrisas todas las noches, sin darse cuenta.