viernes, 22 de diciembre de 2017

La calma

Los gritos de aquel niño son imposibles de ignorar. Toda la playa de Punta Leona esta pendiente de su significado y porqué destroza la paz que aportan la blanca arena y el azul del mar. Todos los veraneantes se han incorporado de sus toallas y buscan a aquel niño para averiguar qué pasa.

La arena está caliente, pero a la sombra de la estructura del bar, la suave brisa permite estar sentado con comodidad, una temperatura agradable,... si no fuera por los gritos del niño.

A la sombra de una estructura circular se aloja el bar, la barra en penumbra y varias mesas. De pié inclinados sobre una, un sacerdote y otras dos personas también buscan al niño con la mirada. El sacerdote a pesar de la temperatura, va vestido con su túnica negra hasta los pies, en la cabeza un gorro de tres picos, igualmente negro, el alzacuellos más blanco que la arena. Es evidente que los tres están tratando temas importantes. Los otros dos van vestidos con un saco de cuadros uno, y liso el otro, se diferencian claramente del resto de veraneantes, de los otros usuarios del bar y de los turistas de la playa. Como el resto, también buscan a aquel niño.

La vegetación casi se come el bar y llega hasta el agua, acariciando la arena. Es de un color verde vivo que contrasta con la arena. El acceso hace bajada. Unos zaguates revuelven entre los cubos de basura. Son los únicos habitantes de la playa que no parecen estar buscando al niño, que sigue gritando y llorando como si algo muy grave le hubiera pasado.

Alguien con una camisa de flores  y una chapita en el pecho sirve las bebidas en la mesa del sacerdote y oye sus comentarios. Acompaña la mirada hacia la playa de sus tres clientes y reconoce a los tres: el cura es el de la parroquia del pueblo de al lado; el del saco liso es el alcalde, ha estado muchas veces en la playa con el director del hotel, un profesor frustrado, el tercero de la mesa. Los gritos ahora parecen más fuertes cuando los padres intentan calmar sus gritos, ¿pero que te pasa cielo?

                                                                                                                                       No deberían dejar a los niños solos por la playa, los padres deben estar muy mal educados, oye comentar al cura.
                                                                                                                                       Espera a saber qué le ha pasado, adelanta el director.

- Esto se arregla fácil, ¿porque no ponemos unos carteles de prohibido alzar la voz?, es inadmisible, dice el tercer hombre sin intentar disimular su incomodidad.

El camarero deja las bebidas en vasos de colores vivos adornadas con sombrillas y flores,

-    Tenemos muchos turistas este año. Lástima de estas cosas, no le dejan a uno tomar una copa tranquilo, ni siquiera darse un baño en la playa. ... al camarero le cuesta imaginarse al alcalde en el agua.
-    Pero ¿qué le pasa a este pobre chico?.

Ya está claro que algo grave le pasa, sus gritos son angustiosos. ¿Donde está Johnny?.

El camarero se ha quedado como pegado a la mesa, y sigue oyendo los comentarios, mientras escucha los gritos. Hace tiempo que hablamos de esto. Cada día son más frecuentes estos escándalos. Si se corre la voz que aquí hay tenemos ya no vendrán los turistas y nos quedaremos si trabajo.

Ahora ya no solamente es el llanto del niño el que alborota la playa y el bar. Los padres también lo hacen con sus mensajes de tranquilidad en voz alta.  Alguien llama a Johnny, consiguiendo aumentar el escándalo. Otro “camisa de flores” alza la voz para tranquilizar al chico. Los zaguates ya se han marchado.

Aparece alguien en bañador y con una camisa en la que luce una chapita con su nombre, Johnny, y con aparente autoridad da su diagnóstico.

Los tres personajes lo oyen. No soportan bien ni los gritos, ni cualquier cosa que pueda estropear su maravillosa playa.

-    He leído que un poco de hidróxido de litio las elimina dice el director
-  Ahí tienes, eso le corresponde al alcalde, es fácil y no es caro, debería acabar de una vez con ellas, sentencia el cura.
- No podemos matar a esos bichos, la playa también es suya, y hay efectos secundarios, como sabéis, el alcalde, antiguo profesor de la escuela, parece recordar su vieja afición por la naturaleza.

Los gritos del niño se han transformado en un llanto desconsolado que busca explicación, es más soportable.

-    Nada justifica este escándalo.
-    No podemos decirle a la gente que venga y sacarla del mar acribillada por las medusas.
-    Pero no vendrá nadie si alguien lo publica.
-    Entones, alcalde, ¿que esperas para hacer algo?

El camarero que se siente involucrado piensa en su familia y cree que debe intervenir,

-    O las medusas o nosotros, acaben con ellas, cueste lo que cueste.

El cura lo mira como asombrado, no puede por menos que ignorarlo, como si él fuera el único habitante del planeta tierra o de aquella playa.
El director del hotel sigue convencido de que tienen que acabar con ellas, aunque pasen otras cosas, y mira al camarero entendiendo lo que dice, al fin y al cabo No habrían montado el hotel si no existieran los turistas.
Todos miran al alcalde como esperando que se levante para exterminar a los bichos y este se siente obligado a decir algo.

-    Le pedí a mi gente que vieran si se podía hacer. Parece que el hidróxido de litio las asusta, pero el olor también resulta insoportable para los bañistas. También podríamos pagar a gente para pescarlas, pero necesitaríamos unos cuantos, prosiguió.
-    También podemos conformarnos con que esta sea la mejor playa del mundo si no fuera por los hilos de oro.
-    Pero eso no puede ser, mi hotel desaparecería.
-    Y yo no tendría tantos feligreses los domingos.

El alboroto provocado por el niño se ha transformado en un murmullo en la barra del bar en donde padres y camareros se esfuerzan por compensar al niño de su dolor.

Los zaguates, que no se bañan, la playa y las medusas ya saben que son incompatibles. El camarero vuelve a la mesa para ofrecer más bebidas a sus tres clientes.

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