sábado, 24 de abril de 2010

!Cómprelo ya!

En los múltiples canales que te encuentras en la televisión en Centro América es muy fácil encontrar un anuncio de venta de artículos por correo.

Garantizan la ausencia de bichos en su casa; o aparatos de ejercicio que prometen un cuerpo magnífico; o vibradores que dan todas las ventajas de hacer ejercicio sin necesidad de mover un dedo; o cremas milagrosas que anulan los efectos del embarazo, incluso mucho tiempo después de tenerlos; o esos tacones que te permiten crecer automáticamente; o almohadillas para que las mujeres se quiten el vello.

Todos tienen algunos puntos comunes.  Deben de tener un efecto increíble para que funcionen, tienen que generar algún tipo de milagro porque sino, no sería necesario comprarlos. Ver esos anuncios es una suerte de descubrimiento.

También deben de generar necesidad, alarma o apelar al amor propio. ¿Cómo vamos a permitir ser más bajos que nuestra novia? ¿Cómo vamos a permitir que nuestros bebés y mascotas mueran por la presencia de bichos y ratas en nuestras lujosas cocinas? ¿Y porqué su marido no va a preferir a esa mujer de estómago plano que usa el “aparato” en lugar de a Ud.?

Reconocen tener tan poco valor que, si lo compras, te regalan otro, eso sí, si lo compras en los siguientes segundos o eres de los 500 primeros en llamar.

Y por último tienen que ser culturalmente inútiles, no sirven para nada, es decir, nadie con un mínimo  nivel cultural creerá que los necesita, ni siquiera creerá en sus imposibles efectos, aunque te muestren en pantalla la transformación clara entre el antes y el después.

Cuando veo estos anuncios, es imposible no sufrirlos machaconamente cuando ves una película, me doy cuenta de que deben de funcionar, por el mero hecho de que existen.

Me pregunto si los políticos son una suerte de producto que ofrece efectos milagrosos, que no está claro para qué los necesitas, y por la alarma que, según ellos, produce elegir a su oponente.

Y pienso en la democracia y me siento un poco dictador al pensar que todos los que llaman, apremiados por el mensaje de llamar ya, y preguntan, y hasta compran, también votan y eligen una parte del destino de este mundo. Tal vez esa sea parte de la explicación de la elección de algunos de los presidentes de América latina.

En el océano equivocado

No me gusta demasiado contar esta anécdota, por lo mal que lo pasé. Resulta que yo desvié un avión de pasajeros en medio del Atlántico.

Un día me subí en un avión en Madrid rumbo a Santiago de Chile. Después de unas cuatro horas de vuelo, mi cabeza identificó los síntomas. El dolor producido por un cólico nefrítico, una piedra en el riñón, es imposible de olvidar.

Las siguientes horas hasta que pude avisar a mis amigos que esperaban en Santiago de Chile de que tenía enfrente el océano Atlántico fueron horrorosas.

Soy bastante alto y el espectáculo de verme tumbado en el pasillo del avión, rodeado de azafatas y botellas de cava con agua caliente, temblando de dolor debió de ser enorme.

Aunque no había ningún médico a bordo, todo se puso de mi parte para acortar la agonía. El protocolo dice que es necesario aterrizar en el aeropuerto más cercano, en este caso Las Palmas. Los pasajeros o las caras que alcanzaba a ver, sufrían conmigo y esperaban dejarme lo antes posible para que terminara mi sufrimiento. La tripulación de Iberia se portó magníficamente bien.

Cuando el médico subió a buscarme me preguntó si me ponía el calmante en el avión o en la ambulancia. Supongo que sabía que mi sufrimiento estaba a punto de terminar porque salí del avión con los pies por delante y lo suficientemente consciente como para oír a un pasajero discutiendo a voz en grito con el comandante reclamando sus derechos.

Cada vez que lo veo en la televisión diciendo tonterías me acuerdo de aquellos segundos. Era un político, el primer portavoz del primer gobierno de Aznar, para no dar nombres.

martes, 20 de abril de 2010

Comer sólo

Mi mujer, que es persona muy sociable, reconoce que no soporta comer sola en un restaurante. En los últimos meses he tenido ocasión de practicarlo muchas veces, y debo decir que he conseguido una cierta capacidad de hacerlo y de disfrutarlo.

Cuando entras y estás sólo en un restaurante alcanzas a ver muchas cosas que no tendrías en cuenta si vas acompañado. Los colores de la pared, de los manteles, las ventanas o las cortinas forman parte de lo que alguien quiere que sientas sentado y comiendo. A veces te encuentras dibujos imposibles, o cuadros que te impactan en medio de horrorosas maquetas de barco, o detalles y adornos que intentan crear un ambiente sin conseguirlo.

La luz, cuya intensidad es inversamente proporcional a la calidad de la comida con límites, pues en determinados restaurantes no puedes distinguir casi la comida.

El ruido, apagado cuando el restaurante es elegante, con risas de alguna mesa y el estridente ruido de los niños que se oye, estén en donde estén, en el restaurante y fuera de sitio,… siempre. A veces te encuentras con música ambiente, pero más se agradece cuando alguien con las manos floridas toca un piano en algún lugar del local.

La gente, a veces pintoresca, siempre rara, siempre desempeñando un papel. A veces me entretengo inventándoles historias, justificando quién es quién en cada mesa, descifrando sus caras y sus silencios. Analizando cómo estudian la carta.

Mario Benedetti tiene un personaje femenino despampanante, salido de un cuadro, con el que de vez en cuando sueña eróticamente para despertarse invariablemente antes de que pase nada. Las  camareras de los restaurantes hacen un poco ese papel, sobre todo cuando intentan armar mi comida, ya sea por su interés o el del restaurante, aunque parezca siempre que es por mi. La conversación de decisión se vuelve más agradable a más experiencia tiene el camarero o la camarera, unos segundos de conversación y compañía.

A veces casi me entran celos cuando veo al camarero que me ha atendido y con el que he conseguido entablar una sólida relación y confianza en algunos segundos, cuando repite escena con una mesa cercana.

A veces el rato es tan agradable que pido una malta con hielo, un papel y algo para escribir y relleno pequeños papeles con letra pequeña acerca de cómo hago para comer sólo en un restaurante sin morir en el intento.

lunes, 22 de marzo de 2010

Fiesta en México

Ayer tuve una invitación a una fiesta de cumpleaños. Era una niña de 3 años, a las 3 de la tarde. Me dirigí con mi peluche de regalo, pensando en un cumpleaños con payasos, y a pasar un rato agradable con un montón de niños.

Cuando pedí un taxi para volver eran más de las once, la música estaba previsto que terminara a las dos, pero anunciaba que si seguían bailando no la pararían. Seguía llegando gente.

Soy incapaz de contar todas las cosas que vi, pero el estado de ánimo que tenía en el taxi de vuelta era de euforia, a pesar del cansancio de mis pies.

La casa estaba en un callejón sin salida. Al lado de la casa había dos tiendas “Miscelanea”, changarritos las llaman aquí. En una la gente entraba comprar golosinas o snacks, en la otra había una máquina de “marcianitos” alrededor de la cual los niños revoloteaban. El fuerte pitido de una locomotora de tren me sorprendió un par de veces y pude ver  maniobras de un tren de mercancías entre las casas. Una señora estuvo permanentemente asomada a una ventana al lado de la casa  del cumpleaños. Un muro bien pintado con un letrero anunciaba el final del callejón y  “Alquiler de Montacargas”. En el callejón un coche aparcado, bastante destartalado y una camioneta pick up, enorme.
De vez en cuando sonaba una frase en voz alta pidiendo por “el yayo” contestada por “aquí, aquí,…”. Había muchos niños, para mi sorpresa de muchas edades, desde bebés en brazos de sus madres, niñas pequeñas con calcetines de  colores, jóvenes corriendo y pegándole a un balón. El callejón parecía contener todo lo necesario para vivir.
El padre de mi amigo, tiene un rostro como Ortega Cano, guapo, dientes blancos, llevaba una camisa de las blancas cubanas. Sus hijos iguales y diferentes. Mucho más altos que el normal de los mexicanos, con un copete teñido de rubio el mayor, mucho más hablador de lo que yo le conocía en la oficina el segundo y guapa su hermana. Su madre en la cocina casi todo el tiempo que duró la fiesta. Su mujer, corriendo todo el tiempo.
Eran y actuaban como un equipo, para servir la comida, mantener fría la cerveza, cortar el pastel, quitar las mesas, ocuparse de la gente. Seguro que no era la primera vez que lo hacían y seguro que había mucho trabajo previo. La música, los altavoces, la enorme tarta, los globos de la decoración, los globos alargados para el baile.  A media tarde los niños formados en dos filas para el reparto de regalos.
Sentí ir a la fiesta comido, porque el mole estaba en un enorme recipiente de barro que tenía una pinta extraordinaria,  luego ensalada de manzana, y tarta, y gelatina,…
Difícil distinguir entre familia y amigos. Gente, mucha gente llenando la casa y la “corrala” central en donde fue la mayor parte de la fiesta. Niños, muchos niños, la mayor parte niñas. Muchas conversaciones, aisladas, imposible para mi encontrar los puntos comunes en la gente.

En general soy bastante soso para las fiestas, pero la alegría era contagiosa y la música hacía mover mis pies. Incluso en un momento fui sometido a un pasillo de golpes de globos.
Con la música en marcha, fiesta, alegría y fiesta, cómo bailan, como ríen, la felicidad cubría la “corrala”. La cubrió durante todo el tiempo que permanecí allá.  

Yo intentaba capturar todo para contarlo, pero fue imposible, y eso que miré y miré.

martes, 16 de marzo de 2010

La distancia entre dos puntos

Hoy es lunes y es fiesta por aquí, eso quiere decir que la gente que dispone de una vida no trabaja. Esperando por mi CocaCola, la música suena con ritmo Hawaiano, pero el mar queda muy lejos de aquí. La verdad es que todo queda muy lejos de aquí.
El concepto de lejanía es a la vez físico y mental. Entre dos ciudades ciertamente existe una distancia física: se tardan x horas en llegar de la una a la otra.
Pero hay más conceptos de lejanía. Para llegar a una ciudad es necesario conocerla, aprenderla; dónde se come, en dónde está la gente que vale la pena conocer; qué cosas hay que ver. Solamente cuando empiezas a saber esto, la ciudad está más cerca.
Las ciudades también huelen y la lejanía de los olores se resuelve con el tiempo, cuando tu olfato se acostumbra y desaparecen, no te sorprenden.
Y qué decir de la comida. A veces, para sentirme más cerca de casa, me voy a comer a un Fast-food americano, de estos que saben exactamente igual en cualquier sitio del mundo, incluso en mi casa.
Y la cama, las sábanas, el tacto del agua con los dedos, todo queda lejos.
El silencio es igual que en todas partes, pero no la música. Cada bar, cada restaurante, cada ciudad tiene la suya. A veces la calle tiene música y los coches modernos y silenciosos y destartalados y ruidosos, suenan diferentes,... y los camiones al frenar. Hay ciudades en donde el claxon te advierte de un peligro, en otras te acompaña como música de ambiente. Los timbres y los teléfonos suenan diferentes.
Los acentos también te alejan más o menos a más únicos o a más diversos.
Y el clima, mejor o peor, el sol, caliente o no tanto, pero lejano; y porqué es primavera y porqué no hace frío, porque llueve y porqué no,… lejos.
Hay cosas que reducen automáticamente la distancia: el fútbol, la tele y sus películas, tu equipo, la tecnología, Internet, la música que no oyes, sino que escuchas. Sitios que se te hacen conocidos, lejanos pero que aproximan tu estado de ánimo.
Y el papel que escribes, para que alguien lo lea, lejos,…

Y luego hay otro concepto de lejanía que no es modificable, que es mental. Es en donde están los tuyos, en donde las voces de ánimo, en donde tus olores, tus ruidos y tus sentimientos. Y esa lejanía es siempre la misma aunque cada día se hace más lejana.

lunes, 15 de marzo de 2010

Sensaciones y recuerdos de sensaciones

El sol calentaba de firme sobre la piel, parecía ser el protagonista de todo. Todos los poros sudando. Por las calles estrechas llenas de turistas y de gente, sentada en las terrazas, disfrutando de la conversación, de la sombra, del líquido, del helado. Solamente un extraterrestre sólo, puede mirar y darse cuenta de cuantos hablan, cuantos disfrutan del sol, o simplemente se dirigen hacia algún punto con su mirada concentrada lejos de aquí. Ese calor es el Mediterráneo, que andaba cerca.

“Niágara falls” es un lugar horrible que se salva por las cataratas. También hay un pueblo cerca, “Niágara on the lake”, que es lo contrario. Se diría que su alcalde es jardinero y todos sus empleados, ocultos, luchan por hacer que el pueblo sea un jardín, todas las farolas con jardineras colgantes, los jardines todos repletos de flores y colores, hasta el asfalto se viste de flores y colores.

Una guardia de una noche es una experiencia curiosa entre el seré capaz de hacerlo, y descubrir que todo el mérito es hacer nada durante toda la noche, escuchando los silencios y escuchando nada.

El autobús, de Barcelona a Almería, estrecho, incómodo, hace 30 años. La cabeza ya convencida de hacer pasar las 12 horas sin pensar en porqué las dos ciudades están tan lejos, porqué no esperar, el avión muy caro… Ya falta menos, ya ha pasado una hora, ya por fin recuerdas haber pasado por ahí, si no faltaba tanto. La cabeza inventa formas de llenar el tiempo, de reducir el tiempo que falta, como un guardia. Pero llegas, lo consigues.

Las fiestas de los pueblos de Menorca tienen una luz especial. A veces tienes sensación de peligro, inmerso en una multitud que intenta acercarse a los caballos. A veces sensación de desequilibrio al pisar por todas partes cáscaras de avellana. A veces una sensación de acoso, acaso solo masculino, pero que se torna en femenino en una ceremonia de actividad desatada.

Por razones que no vienen al caso, hace tiempo que no voy a Buenos Aires. Ciudad añorada y querida, con amigos, el tigre y la comida, Me pregunto cuándo podré ir de nuevo, y encontrar más amigos, re-encontrar a los míos. La vida nocturna como la de Madrid, la sensación de oír por todas partes éramos maravillosos, lo juro, lo somos.

Entre los pinos, en lo alto de la colina lo veíamos moverse en la ladera de enfrente, vivo, carrera descendente. Desolación. El calor se sentía en la distancia, el ruido de trueno, en la distancia, pero continuo, devorando pinos, jaleado por el viento. Pronto nos tendríamos que ir de allí, al refugio de la distancia, impotencia. Una línea de llamas bajaba corriendo por la colina.

El patín, catamarán sin timón que se usaba en las playas del mediterráneo, parecía cortar las olas sin darles importancia. Agarrado a la escota, inclinado sobre uno de los patines, a un metro del agua, el viento golpeaba mi cara y movía el pelo, solo pequeños polvos del mar en forma de salpicaduras en la cara. Aterrado por tener que parar, por abandonar la carrera, por soltar la escota, levantarme, empujar la vela y aprovechar la inercia del patín para ponerlo viento en popa y regresar de la carrera, regresar a la playa.

domingo, 14 de marzo de 2010

Me puede enviar un taxi, por favor


Estoy descubriendo que los taxis son una tribuna privilegiada para ver mundo.

En Panamá me encontré con un taxista comunista. Resulta que trabajaba tranquilamente en una empresa semi-estatal, pero perdió su empleo cuando los americanos secuestraron y encarcelaron al dictador Noriega. Entonces lo echaron y se buscó la vida. Ahora es taxista, tiene dos coches, y es un enamorado de que cada cual tenga según su mérito, un empresario.
Sin embargo él me daba una explicación de porqué el progreso no llega a Latinoamérica. La verdad es que llevo meses buscando respuestas, pero la suya es de libro. “Resulta que la alta sociedad explota a la baja sociedad, no hay sociedad burguesa a la europea, y lo que obtiene se lo gasta en el primer mundo. Como a la alta sociedad copa la política, decide no invertir en educación, por lo que la brecha se mantiene.”. Lamenté cuando me dejó en destino, la conversación era fantástica.

Aquí en México me muevo con un taxista de hotel, culto y educado que ha vivido todo tipo de situaciones, la vida no lo ha tratado excesivamente bien, pero guarda como tesoro sus situaciones. Su conversación es absolutamente deseable.

En Atenas es curioso lo de los taxis. Resulta que buscas uno, pero el siguiente que viene está ocupado. No problema, se para igual y te pregunta a donde vas, convirtiendo su taxi en un autobús con paradas. Puedes hacer amigos.

Ayer me fui al cine, a un centro comercial que bien podría estar en Barcelona, en Nueva York o en París. A la hora que era, oscureciendo, me sorprendió ver las anchas avenidas, los elevados y los enormes edificios de Ciudad de México. Me despertaron los zarandeos que me daban los baches que pisaba el taxista en la penumbra y  descubrí lo sucias que estaban las infraestructuras, que junto a los baches me hicieron sospechar que aquí no se es consciente de que hacer bien las cosas incluye mantenerlas.

A la salida del cine, me llevó a casa, a cualquier cosa le llaman casa, el taxista Dar Vader. No es una falta de tacto, sino más bien de respeto por alguien que soluciona su problema físico con imaginación. Tenía un problema físico con sus cuerdas vocales, vamos que no podía hablar casi, y se conectaba con el amplificador del taxi que transmitía sus opiniones con un volumen suficiente como para hacerse entender, sonido metálico, no tan grave como el padre de Luke. Si el taxi hubiera sido moderno, seguro que algún periodista lo habría sacado como tema para un artículo. El taxi estaba viejo, a juego con las avenidas de Ciudad de México.

Por cierto, acerca de la película "oscarizada" que vi, tendré que preguntar a un taxista crítico de cine. ¿Cómo una americana puede hacer una película sobre los protagonistas de su guerra, y ni siquiera intentar preguntarse porqué y para qué? ¿Cómo se puede hacer una película tan fantástica, la veré varias veces, y tan mala y tan repetida como película como es Avatar? Ciertamente cada vez admiro más a los Estados Unidos de Norteamérica y cada vez sé menos porqué. 

Y le pegó con el ojo en el puño


Ya me ha pasado dos veces en México, así que supongo que deberé de ir con más cuidado la próxima vez, no sé si se repetirá.

Resulta que hago amistad con un mexicano, le cuento mis problemas, lo que necesito, la dificultad de trato, la diferencia de culturas,.... Total, que nos vamos haciendo “cuates”, creo que se dice así.

Cuando llega finalmente mi problema, algo que mi amigo me puede resolver, y es una cuestión de esfuerzo, de saber, de confianza…, entonces le pido que me resuelva. A lo que él se pone a mi disposición incondicional. Como mi cultura todavía pesa, le pido que antes de hacer nada me diga cuánto me va a costar. La sorpresa viene cuando la “oferta” de mi amigo es de más del doble de otra que he pedido a alguien con quien no tengo tanta confianza.

Obviamente decido por la propuesta que me parece razonable y pienso que mi amigo ha intentado engañarme, ya que cuando se lo cuento, me ofrece bajar su oferta hasta casi la del otro.

Lo lamentable, en contra de lo que se podría pensar, es que el ofendido es él, que se siente traicionado por mí, por no haberme dejado engañar.

¿Es normal? ¿Ha sido mala suerte?