viernes, 21 de septiembre de 2018

Segovia

El caballo resoplaba a cada rato, las ruedas de la carreta hacían un ruido constante cuando pisaban las piedras del camino. Pedro era un hombre de pocas palabras y Juan miraba la subida en silencio. Cuando llegaron, el SL iba asear casi en lo alto. El camino iba recto,  paralelo al río Eresma, rodeado de pinos. Él fresco de la mañana los acompañaba.

Al final de la subida, a sus espaldas los grandes bosques de donde su pueblo sacaba la madera, un gran llano los separaba de Segovia. El sol ya había subido bastane y Pedro seguía sin pronunciar palabra, pero ya se podía ver la torre de la catedral. Era la segunda vez que Juan estaba en Segovia. De repente, al doblar un recodo, en una bajada, aparecieron ante sus ojos el acueducto y la parte antigua de la ciudad a la que llevaba agua. Le produjo la misma impresión que la primera vez: no se podía creer lo que veía.

Segovia era una aglomeración de gente que, aprovechando el clima, se veía por la calle. El último tramo fue muy entretenido, Juan no estaba acostumbrado y miraba a todo con sorpresa. Cuando llegaron a la catedral la sensación seguía siendo  de asombro. El hombre rico ya había pagado a Pedro, por lo que despidió de él y entró en la catedral con su zurrón y su violín.

La altura de la bóveda y el fresco del interior rivalizaban en atraer su atención. Un cura se acercó a la puerta para saludarle, parecía ser el jefe de todos. En la catedral había un montón de músicos sentados con sus instrumentos al lado. Otro sacerdote más joven se empeñaba en explicarles cómo tocar lo mismo a la vez, gesticulando con sus brazos. Pronto le enseñaron donde sentarse y empezó fijarse en él y a escuchar lo que decía. Le acercaron una copia de la partitura de lo que estaban tocando, pronto la identificó, la misma pieza que el cura le había enseñado, él no necesitaba partitura.

Encendieron fuego dentro de la catedral y al cabo de un rato la olla que habían traído y llenado con agua y pedazos de carne empezó a hacer ruido y olor.  Cuando el sol se estaba poniendo y la falta de luz les impidió ver la partitura cenaron. Hacía rato que Juan estaba pensando en la escudilla que había traído en su zurrón. Estaba hambriento y preparado para comer todo lo que pudiera de la olla.

Finalmente llenaron su escudilla, con la mano fue cogiendo pedazos de carne. A la vez que la olla habían traído unas hogazas de pan que le sirvió para limpiarla.

El fuego seguía encendido y combatía el fresco y la oscuridad que se hacía cada vez más profunda. Surgieron conversaciones entre los músicos, la mayor parte de ellos habían venido desde Madrid en un viaje de más de un día. 

La música había generado anécdotas que habían hecho diferente su vida de los demás. Él y otros como él, unos pocos, habían llevado una vida normal pero salpicada de música. Finalmente las conversaciones se hicieron cercanas, más bajas, y empezaron a desfilar hacia el lugar en donde iban a dormir.

La luz del amanecer que entraba por el rosetón le despertó. Los cocineros habían llegado antes, avivado el fuego y puesto a calentar una especie de mejunje liquido en el que iban a untar otras hogazas de pan. Mientras estaba comiendo llegó el cura de ayer.

Al acabar de comer todos los músicos ocuparon sus sillas al lado del altar. El sacerdote movía sus brazos de forma armoniosa para que todos los músicos lo siguieran.

- ¡Mírenme! ¡Mirenme! Al mismo tiempo que yo, yo marco el compás, decía casi gritando.  
Durante toda la mañana el sacerdote gastó sus energías, consiguiendo que todos los músicos le obedecieran.

La misa iba a ser al mediodía. Juan se puso la camisa blanca y limpia.

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