viernes, 21 de septiembre de 2018

El rio

El blanco de las flores de los castaños competía con el verde de los pinos y el ruido constante de las abejas con los gritos y las risas de los tres niños que  jugaban a perseguirse al lado del puente de madera. El sol en lo alto anunciaba el verano y el calor que vendría.

Juan estaba apoyado en la barandilla del puente, al lado de su casa, hablando con su madre y su esposa. La nieve que lo cubría todo se había derretido y se había llevado el frio. Ya no era necesario para calentarse quemar las heces de los tres cerdos que tenían y que de vez en cuando también se hacían presentes con sus gruñidos de primavera. Las pequeñas ventanas de la casa se veían abiertas de par en par. Salía por ellas el fuerte olor que había dejado el fuego alimentado con las heces de los cerdos. Pronto, cuando viniera el calor, podrían bajar por el río y bañarse en la poza. 

Ana era el ama de cría del señor que habitaba el palacio y Juan se ganaba la vida fabricando y vendiendo botas o pellejos para vino, aceite u otros líquidos, pero casi todos en el pueblo cortaban madera de los bosques que servía para para hacer barcos. Un señor, que llegaba dos veces al año, se llevaba varias carretas con la madera que habían cortado. Se podían ver enormes montones de troncos apilados al otro lado del río.

A lo lejos, entre los árboles, se podía ver el campanario de la iglesia. El camino hasta llegar a la iglesia era una subida de media hora, Juan había hecho ese trecho caminando o corriendo, con y sin nieve. El cura llegó hace muchos años. Le había enseñado a leer música, a tocar el violín. Un día le regaló el suyo diciéndole que nunca lo había a tocado como él. Todos los domingos iban a la iglesia con sus mejores galas. Juan tenía un lugar reservado al lado del altar desde donde tocaba el violín. Toda la familia escuchaba.

-      No sé si me necesitarán en el palacio el año que viene, decía Ana, los niños ya son grandes.
-      Ya se le ocurrirá otra cosa que hacer, ni a él ni a ella les gustan los niños, dijo su madre.
-      Tampoco descartes que tenga más niños, este invierno ha sido muy frío, intervino Juan.
-      
-      ¿Qué tocarás mañana?
-      El cura me ha enseñado una nueva pieza para el "Sanctus", si quieres saco el violín y te la toco.
-      
-      No podrás entregar los odres nuevos en palacio cuando te vayas a Segovia, tienes que decirme cuales son, yo los llevaré.

Los 6tres cruzaban estos temas apoyados en la barandilla del rio.
A la mañana siguiente, temprano, llegó la carreta tirada por un caballo y conducida por Pedro, un hombre con una cicatriz que le atravesaba la cara marcada también por la viruela y que cojeaba al caminar. El caballo que usaba como arriero para bajar la madera de la montaña le había partido la rodilla y casi lo mata de una coz. Desde que se recuperó se dedicaba a llevar a la gente en trayectos largos con el mismo caballo y su carreta.

-      Hola Juan, vengo a llevarte a Segovia.
-      Hola Pedro, desde el otro lado de la puerta. Cojo mi zurrón, el violín y voy contigo.

Hacía unos días que había pasado un hombre por el pueblo, Dijo que era el valído de Felipe V y debía ser verdad, porque su carroza y los dos caballos que tiraban de ella se veían desde mucha distancia. Por su forma de vestir no hubiera aguantado ni un invierno en el pueblo. Se alojó en el palacio y asistió a misa el domingo. Allá conoció a Juan y le habló de la misa que se iba a celebrar en Segovia con motivo de la llegada el nuevo obispo, él quería que estuviera. Desde luego era rico porque arregló con Pedro el transporte de Juan a Segovia.

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Ana y los niños salieron a la puerta a despedir a su padre.

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