miércoles, 15 de mayo de 2019

El banco

Juan estaba sentado en un banco de madera del parque donde muchos pájaros diferentes y muchos paseantes le ponían banda sonora y los árboles color. No tenía nada que hacer salvo estar sentado, disfrutar del clima del mes de Mayo en Madrid y filtrar el ruido de fondo de los coches (tal vez era la voz de la propia ciudad).

Un buen amigo suyo el colegio se sentó en el banco, ¡que alegría! Muchas aventuras con él: largas excursiones con su vespa; descubrimientos como el corned beef (una carne argentina enlatada) y las galletas María. Un día los padres de su amigo le invitaron a comer a su casa. Mala fortuna, la carne tenía huevos de algún insecto. Era joven entonces. Advirtió insistentemente del peligro que tenía comer aquella carne. Demostró una gran falta de delicadeza con aquella advertencia. Nunca le dijo a su amigo ni a sus padres que lo sentía. 

Se sentó a su lado alguien con buen aspecto. Tenía su edad. De joven Juan jugaba al baloncesto, no era malo, y era muy importante para él. Cuando después vino a vivir a Madrid jugó un año en segunda división gracias a un arbitro del colegio mayor.  Era muy bueno, llegó a ser el base del Barça en primera división. Juan se acuerda de aquel día que decidió jugar con él unas canastas en el patio del colegio. Lo dejaron por puro agotamiento. A pesar de que era mucho más bajo, Juan no le pudo meter ni una sola canasta. 

También vino ella, la conoció en el COU. Realmente Juan no le gustaba. Entonces no existía el “mee too” y su insistencia hizo el resto. Aquellas conversaciones con ella eran fantásticas. Las chicas maduran mucho rápido que los chicos. Dejaba lejos lo que Juan podía argumentar acerca de cualquier cosa. Ella ya había empezado a vivir y Juan ni siquiera. Entonces Juan se enamoró de ella y de Barcelona, donde nació. 

Un día Juan se levantó de la cama con una decisión que marcó su vida. Su padre frunció el ceño a su lado, en el banco. Juan tenía unos padres que no merecía (su madre vive todavía y su padre con ella) que, a pesar de no entender la decisión ni porqué la había tomado, le apoyaron sin dudar. Fueron como su destino. Consiguieron que retara al mundo y se apartó de ellos. 

Un policía llegó para despedir a sus padres. Una asignatura en segundo de carrera era la puerta por la que había que pasar si quería ser ingeniero. Había tomado la decisión de atravesarla. Juan vivía en la habitación de un piso.  Era de una señora y de su hermano, él era policía nacional y vivía allí. Las únicas personas que vio en dos meses fueron al policía y a una novia que le iba comprar comida. 

Aquello empezaba parecer un desfile militar. El capitán le miró de forma incrédula, ¿que había dicho que quería qué cosa? No sé porqué pero el destino le llevó a enfrentarse a todo (literal: al ejército y sus abogados y ganó) y le llamó a Menorca, su isla. Jugó mucho ping pong e hizo mucho de nada. Cuando volvió entendió que la puerta que había abierto antes se había cerrado. 

Conoció la amistad. Vé a sus amigos todos los años todavía, así que su imagen es reciente y Juan puede reconocer sus rostros alrededor del banco. Grandes sonrisas, cosas que pasaron y compartieron repetidas una y otra vez. En caso de accidente no se los quiten, ni nunca siquiera.

Encontró a su mujer y fundó una familia, lo más importante de su vida. Ella le mira desde el otro extremo del banco animándole a levantarse y echar a correr. Sus hijos no dejan de preguntarle si necesita algo, por turnos claro.

Un invierno le obligó a tomar una decisión: seguía trabajando para una gran empresa o fundaba la suya propia. Mucha gente vino a saludarle entonces, aquello se convirtió por momentos en una reunión casi ilegal en el parque mientras todos esperaban a estrecharle la mano. Para crearla arrastró a algunos amigos capaces. Vinieron muchos. Al cabo de unos años la empresa era envidiada. Se hizo grande, tuvo mucho éxito.

Un día Juan amaneció en otro país con otro clima. Imaginó que nevaba en El Caribe, conoció otras gentes, el calor, la humedad, la Navidad en la playa, otras costumbres.  Mucha gente quería saber qué opinaba Juan, a pesar de que no fuera lo mismo que todo el mundo. Muchos amigos. Rasgos extraños, la humedad estaba con ellos y la sentí cuando Juan les saludaba. No vinieron todos pero sí unos cuantos. Algunos que consideraba capaces mataron su empresa, ellos no vinieron, los habría echado.

“Nada que hacer” es una frase más verídica de lo que parecía antes de llegar al banco del parque. Tal vez sea un éxito haber conseguido llegar al banco y sentarse. O tal vez detectar los sonidos y colores que se ven y oyen. Sus opiniones ya no son relevantes para nadie, ni las buenas ni las malas, ya no puede jugar al baloncesto, casi ni caminar, y no hay humedad.


lunes, 13 de mayo de 2019

El futuro

Aquella noche de viernes era como cualquier otra, habíamos quedado a las nueve en el bar de costumbre. Pero algo raro pasó para que me acuerde.

Era ya el tercer bar y la conversación se iba animando a la vez que la luz de la calle y de los bares se iba haciendo más brillante y el bullicio del resto de gente que hacía lo mismo que nosotros. Y pasó cuando llevábamos cinco cervezas en cinco sitios diferentes. Recordaba cómo el azul se convirtió en menos azul y más negro cada vez que cambiábamos de local. No podría recordar la conversación que teníamos y de qué estábamos hablando pero era lo más importante que habíamos discutido nunca antes y porque no era necesario que encontráramos una conclusión. Ni siquiera era necesario que nos pusiéramos de acuerdo. Yo no estaba acostumbrado a esa situación, allá en donde había nacido acostumbrábamos a ir a un bar, acogedor normalmente, y sentarnos hasta que cada uno se iba a dormir. He vivido en muchos países y sé que lo que hacíamos en donde nací es raro y que en ningún sitio del mundo se va uno de bares, se queda de pié, incomodo, para beber y hablar.  La vida y el bullicio que genera estar de pie, beber cerveza, y la gran cantidad de gente, de bares y de luz era reciente para mi. Juan llevaba el fondo, Agustín era un buen conversador y Jaime se apuntaba a discutir acerca de cualquier cosa.  Era una rutina que los viernes cenáramos al llegar a casa, a altas horas de la madrugada, siempre una tortilla de patatas que hacíamos tan mecánicamente que siempre estaba buena, o serían las cervezas. Nunca faltaron los huevos ni las patatas y en la freidora, antaño de metal ahora negra como el carbón, siempre había aceite. Creo que si no hubiera sido así hubiera justificado una discusión, y si hubiera pasado alguna vez lo recordaría. Una frase que se repetía cada viernes en boca de uno u otro era: — yo la limpio mañana —, a pesar de lo cual la freidora siempre era negra. 

Aquel hombre no dejaba de mirarnos. No podía ser otro que Roberto quien al final se acercó a preguntarle quien era y porqué nos miraba. Cualquiera se hubiera acercado para saber porqué nos miraba, a qué venía su curiosidad, pero Roberto era capaz de entablar una conversación duradera o incluso una amistad con cualquiera y averiguar todo lo que tenía que decir.

Mientras veíamos a Roberto y aquel hombre hablando animadamente en un esquina de la barra, seguíamos con nuestra conversación. Cada uno contaba su punto de vista, el mismo o diferente que el de los otros, y todos asentíamos mirando nuestro vasos cada vez más vacíos de espuma y de cerveza. Juan pagó con el fondo que habíamos puesto y le hizo una señal a Roberto para cambiar. A nadie le sorprendió que Roberto y aquel hombre siguieran su conversación cuando Juan volvió a pedir vasos llenos, en el siguiente bar.

En un momento dado Roberto y aquel hombre se acercaron a nosotros.  El hombre llevaba una maleta en la que no nos habíamos fijado antes, tal vez porque Roberto y él cambiaron de bar detrás de nosotros. Era una cartera como un maletín y parecía antigua, no estaba sucia, era de piel y su color marrón era parecido al de la barra en la que estábamos apoyados. Todos mirábamos a Roberto, su cara, la de siempre, decía que lo que había encontrado nos iba a interesar.

— Este señor dice que vamos a cenar tortilla, de hecho dice que sabe que pasará con nosotros en el futuro. ¿Queréis saberlo?

Páramos nuestra conversación para mirar a Roberto y a su acompañante. Si el hecho de que Roberto hiciera un nuevo amigo no hubiera sido tan natural no hubiéramos parado de hablar y nos hubiéramos reído de sus palabras, pero sabíamos que algo de verdad había en lo que habíamos oido o no lo hubiera dicho.

Sin esperar a que contestáramos a Roberto la maleta fue del suelo a la barra y aquel hombre abrió los dos cierres, la abrió y sacó un espejo de su interior.

— Me llamo Calvino, lo que os ha dicho Roberto es cierto, ¿quien quiere ser el primero?

El espejo tenía un marco de madera que parecía tan antiguo como la maleta. Era como de dos por tres palmos.

— ¿Quien quiere probar?— insistió.

Roberto dijo él que sería el primero, era el que menos se creía lo que había encontrado, pero el más interesado en que fuera cierto, no podía ser de otra forma. Calvino le puso enfrente el espejo, y todos cambiamos nuestro sitio para ver el reflejo.

— No, no, solo cada uno puede ver su futuro. — nos paró Calvino.

Grandes risotadas nuestras acompañaron sus palabras. Conocíamos bien a Roberto y creíamos que ya sabíamos cual era su futuro pero de alguna forma todos entendimos que él estaba hablando de algo muy serio, por eso las risas.

Poco a poco fuimos mirando todos al espejo, primero Roberto, luego Juan, yo, Jaime, Agustín.

Calvino vio nuestras caras y no dejó que le invitáramos a una caña, metió el espejo el maletín y se despidió. Por alguna razón nos fuimos pronto a casa y la tortilla de esa noche se hizo más mecánicamente que nunca, todos estábamos callados. Roberto nos habló.

— ¡Vaya engañifa!¿no?
— Lo único que puede ver fue el mar, había mar por todas partes, la costa era gris, estaba lejos. Estaba solo, era enorme, — mientras cortaba las patatas.
— Y vosotros ¿también el mar?
— Yo vi algo muy raro —, dije — rompía una taza de café en un salón precioso.
— Yo vi la playa de la Concha, paseando al lado de la barandilla, en Donosti, el cielo estaba gris — dijo Juan.
— Pues yo un enorme bulbo de proa de un barco y montañas de operarios, — dijoAgustín.
— Y yo estaba en una sala en la que había tres con una toga, de negro, — dijo Jaime.

Nadie pudo sacar conclusiones de lo que había visto en el espejo, nadie pudo pedir el número del sorteo de la Lotería del día siguiente, nadie pidió lo que quería ver. Ninguno pudimos entender si lo que pasaría con nuestras vidas en el futuro sería bueno o malo, largo o corto. Si lo que nos dijo el espejo era cierto y si nos valía para algo.

Muchos años más tarde he recordado aquella noche, al ver el café en el suelo, la taza rota.

Aquel hombre, Calvino se llamaba, y podía ver el futuro, solamente que el futuro está compuesto de infinitas escenas y en aquel espejo solamente pudimos ver algunas y no las entendimos.


San Isidro

De dudoso gusto el cartel de San Isidro colgado en el escenario, hecho de flores de muchos, muchos colores, como los de las coronas de flores. 
El cielo al principio azul a pesar de la hora, y de color beige después del concierto, del color de las  sombrillas debajo de las cuales cenamos, como muchos. 
La vida y el bullicio parece desbordado, no sé si por el tiempo o las ganas de vivirlo por San Isidro, de compartir cosas, de tomar el fresco.
Las terrazas llenas de gente, de conversaciones importantes, de la vida que todos comparten con los demás, o los demás con ellos. 
Hombres calvos, un bebé que alborota y descubre los rasgos latinoamericanos de sus madre. Extranjeros en bermudas con gorra. Aquella mujer de elegante y joven con su coleta alta. Mi mujer sentada a mi lado compartiendo el fresco y el calor. Calvos, aquella mujer con un pañuelo de colores imposibles. Ua silla de ruedas a mi lado.
Música, sillas de madera ordenadas, mucha gente detrás de las vallas de metal. De aquí, música de aquí, alegre: Zarzuelas, Madrid, Alcalá, Chotis,... la orquesta de viento. Las mujeres son morenas lejos de violines y rubias. 

Camareros agotados pero eficaces, luz en los brazos de las sombrillas. Algunas ventanas altas con luz en la Plaza Mayor, recordando que alguien vive ahí, seguro que hablando o incluso jugando al parchis, la ventana abierta, eso sí.

viernes, 26 de abril de 2019

la primera rosa

Iba en busca de mi novia en el seat 600 de décima mano que me había comprado mi padre. El coche era blanco y en los asientos de color rojo mi rosa esperaba, había ido a Navarro a buscarla en donde los colores de las rosas anunciaban que algo especial estaba pasando. 
Siempre hacía buen tiempo ese día, era una especie de ley, que siempre se cumplía. El sol y el cielo azul pintaban Barcelona al igual que las rosas rojas y los libros, puntualmente el 23 de abril.
Giro a la derecha luego a la izquierda, varias veces, y así pasaba por el ensanche de Cerdá en busca de su casa. Cuando llegué, ella estaba en la acera con un indisimulado libro envuelto.
Fuimos a la Sagrada Familia, un montón de casetas y miles de libros parecían haberse puesto de acuerdo en sus portadas de colores. Bajamos Las Ramblas disfrutando del sol y del rojo de las rosas. La política no existía para nosotros, apenas íbamos al recién estrenado COU, Franco todavía vivía.

Hoy he comprado dos rosas, una para mi madre y otra para mi mujer. Las lagrimas han brotado de mis ojos al ver la tele. Estoy lejos de Barcelona y no puedo ver las portadas, ni las rosas rojas, ni el cielo azul, ni la gente, ni Barcelona,.... pero el presidente de la Generalitat me ha llamado “bestia con forma humana”, mi hermano me ha dicho que no quiero a mi madre, mi hermana me ha dicho que no soy un buen catalán, y las rosas de la tele son amarillas, el color de la infidelidad. Mi país, y yo sin saberlo según dicen esos falsos catalanes, ha perdido la libertad por la que he trabajado toda mi vida y de la que estaba orgulloso.

La mayor editorial en lengua castellana y catalana del mundo ya no está en Barcelona. No pasa nada, todo es normal. Solamente los colores han cambiado. O tal vez sean mis lagrimas.

lunes, 22 de abril de 2019

El trio dinámico


Siempre le faltaba tiempo para hacer lo que tenía que hacer. Siempre le sobraba tiempo para mirar alrededor y encontrar un candidato alternativo, ya fuera porque según su potente ordenador de a bordo le tocaba a él hacerlo o porque en aquel momento estuviera culpablemente mas ocioso que él. Cuando no tenía mas remedio que aceptar una tarea esta se alargaba hasta que era evidente que era necesario buscar otro candidato para terminarla.

Se pasó el tiempo sin opciones, a veces porque ni siquiera era capaz de encontrarlas, y otras porque a pesar de tenerlas asignadas no era capaz de conocerlas a fondo.

Siempre hizo lo correcto y la vida no le trató bien. Le enseñaron que desear algo que no tienes se llama ambición y tal vez no era del todo bueno (la ambición es buena en pequeñas dosis, y es una especie de empujón para hacer algo que te cuesta). Es una virtud darse cuenta de los resultados de hacer siempre lo correcto: pequeñas cosas que van haciendo tu vida igual o diferente de la de otros como para poderla contar.

Se pasó el tiempo sin opciones, a veces porque ni siquiera las buscaba, otras porque no las necesitaba. ¿La vida le trató mal?

Convertía lo que él pensaba que era necesario hacer en una verdad absoluta. Entonces aplicaba toda la energía y el entusiasmo que tenía en hacerlo realidad. A veces se equivocaba, pero menos que la media. El relato de su vida estaba repleta de aventuras, era como una montaña rusa.

Los desastres provocaban una crítica feroz y casi invalidaban su vida, pero sus aciertos fueron grandes. Ojalá hubiera tenido más energía para no arrepentirse nunca y hacer lo que tenía que hacer.

jueves, 18 de abril de 2019

Previsible

Cruzando el rio aquel cerdo chillaba más de lo que uno se pudiera imaginar. Casi parecía saber lo que le iba a pasar. El matarife, a unos pocos metros, tenía preparado el cuchillo y había puesto aquel cubo metálico en el que pondría la sangre. Parecía evidente que iba a necesitar un cubo mucho más grande. Pero eso era tan previsible como imprevisibles los gritos que daba el pobre animal detrás de la cuerda. Todos mirábamos y escuchábamos la escena sabiendo cual sería el final.

Debajo de la ducha había construido muchas explicaciones para lo que iba a hacer. El negocio de su amigo iba de mal en peor, no tenía remedio. Él mismo había dedicado su esfuerzo para intentar arreglarlo y nadie le podría juzgar mal por lo que iba a hacer.  Era necesario volver a empezar. Él no cometería los errores que los habían llevado hasta allí. Él conseguiría llevar adelante lo que su amigo no era capaz. 

Efectivamente los negocios no iban bien y la solución, si la había, tenía que venir de la mano de todos, de su esfuerzo. 

El único problema que no podía encajar en sus argumentos era el de la confianza. Mientras su amigo sí estaba dedicado en cuerpo y alma a salvar el negocio y, con él, su vida profesional, él ya la había traicionado.Traición era una palabra muy fuerte pero solamente saldría a la luz mucho después. Contaba maliciosamente con la confianza de su amigo, que no sospecharía de su traición hasta que ya fuera demasiado tarde. Cobardía podría ser al motivo de haberlo hecho.

Una de las cosas que había aprendido es que la clave de los negocios era rodearse de  colaboradores fieles y eficaces como él lo había sido. Él era bueno en esto y había conseguido varios que le parecían realmente leales y realmente eficaces, con sus realistas soflamas. Escondía un detalle sin importancia: era su amigo quien los había conseguido. 

Cuando uno es mayor descubre que el verdadero tesoro que tenemos es nuestra necesidad de aprender. Cuando encontramos a alguien de quien hacerlo, el tesoro se convierte en una fortuna, te arruinas cuando lo pierdes.

Dice un refrán popular: ¡A todo cerdo le llega su San Martín! Todo previsible.




miércoles, 10 de abril de 2019

Inútil, a la basura

Las tazas de porcelana azul estaban en la bandeja sobre la mesa junto a la tetera con el café. Parecía que estaban en la misma bandeja de siempre, colocadas de la misma forma, pequeñas, con delicados dibujos azules, apoyadas en pequeños platos. Creo que toda la vida había tomado café con ellas.

— Deberías volver a hacer ejercicio — dijo Elena, — seguro que te iría bien —.

En la tele un busto parlante explicaba qué hacer en las próximas elecciones. Como todos, el político que hablaba explicaba lo fácil que sería arreglar todos nuestros problemas sin hacer casi nada, solo votándole a él.

— ¡Estos se creen que todos somos tontos! —
— No te preocupes que iré a votar. — tuve que decir algo.
— ¡Espero que a estos no!

Un reflejo del sol en la cristalera de una obra cercana interrumpió la conversación y me hizo mirar por la ventana. Era un edificio en construcción que empezaba a parecerse a los de su alrededor,  un conjunto de peceras amontonadas.

— ¿Crees que eres demasiado mayor? — siguió insistiendo Elena.— vete al médico si no te encuentras bien, tienes mucho que hacer todavía. —

Como si sirviera de demostración a lo que estaba diciendo Susana, mi hija, entró en el salón.
— ¿Te traigo algo papá? —  Susana se paró con su abrigo dirigiéndose a mi de pie al lado del sillón, antes de salir a la calle.
— Nada, gracias.—

Recordé otra vez la atención que todos en la familia me brindaban, atentos siempre a lo que pudiera necesitar. Sólo tenía que olvidarme de todo lo que había hecho a lo largo de mi vida, bueno o malo, todo era nuevo ahora.  Supongo que debía reconocer que no necesitaba nada más.

Elena aguantaba una de aquellas tazas en la mano, ya llena de café, y en la otra una cucharilla que parecía una señal de interrogación.

— ¿Azúcar? — repitió.

No sé si estaba distraído por la tele o si fue mi propia falta de habilidad, pero al acercarme la taza intenté sujetarla y con gran estrépito la taza cayó al suelo y se rompió, el café con leche de un color marrón oscuro se esparció sobre el suelo de madera del salón.

Después de un silencio instantáneo, rápidamente Elena se levantó y dijo  — Ha sido culpa mía, no te preocupes — saliendo rápida hacia la cocina.

El charco del café ya no se expandía y ahora parecía grueso sobre la madera del suelo salpicado por los trozos de la taza rota.

Apareció Elena armada de una fregona y un cubo con agua.— Tranquilo, yo lo recojo, no tiene importancia.— Recogió los trozos de la taza, los puso sobre la mesa y luego pasó la fregona. Al terminar se llevó los trozos de la taza rota a la cocina.

Cuando volvió de tirar los trozos de la taza a la basura en la tele ya habían acabado con las elecciones y estaba hablando de otro accidente de coche.

Sentimientos

Me di cuenta un día en casa de una hermana de mi mujer. Estaba dormido o adormilado en un sillón cuando llegó alguien y me desperté para saludar o saludé porque estaba despierto, no me acuerdo. El caso es que mis piernas seguían dormidas mientras me levantaba y el golpe fue pequeño comparado con la vergüenza de no poder ponerme de pié.

Por entonces estaba en boca de todos en la familia un comportamiento extremadamente maduro y generoso de una sobrina menor de edad. No me acuerdo si le prestó atención especial a alguien indefenso, o se había portado muy bien sin motivo con otro sobrino, o había salido en el periódico por devolver una cartera encontrada, o había tratado mejor de lo normal a un discapacitado.

El protocolario saludo antes y durante mi desplome físico tuvo que ver con eso. El interés acerca de mi estado después del golpe mientras me arrastraba otra vez al sillón, tampoco era comparable con lo que sentía y los grandes intentos que hice con éxito para que se notara lo mínimo posible el enorme golpe que me había dado.

— Estoy bien gracias—
— ¿Te has hecho daño?—
— Estoy bien gracias—

Mi mejor cara hizo que rápidamente todos se olvidaran el espectáculo que acababa de protagonizar y retomaran el de mi sobrina.

Entonces lo descubrí.

Solamente la mención de la gesta de mi sobrina me hizo saltar las lágrimas que oculté como había hecho con la caída. De repente me sentí como desnudo y cualquier cosa que oía provocaba en mi una sensación muy alejada de las palabras, de su convencionalismo y ligadas a lo que realmente querían decir o los sentimientos que provocaban.

Uno decía — Fíjate, no tenía ninguna obligación,...— y yo sentía una emoción enorme al entender que mi sobrina no era suficientemente madura para hacer aquello.
Pero eso solamente fue el principio porque mientras mi mujer daba las gracias por la comida, — Gracias, todo estaba buenísimo, los huevos estaban increíbles— mis ojos volvían a llenarse de lágrimas al comprender el cuidado y el amor que mi cuñada había puesto al hacer la comida y los huevos.

Cuando la perrita que había en la casa, un pequeño Snauzer me miró con sus tristes ojos, los míos volvieron a llenarse de lágrimas al entender que la perrita estaba prisionera en aquella casa y, al mismo tiempo, el amor que le daban a la perrita y los cuidados que recibía, harían imposible que se escapara.

En casa cualquier discusión entre dos de mis hijos me hacía pensar que mi vida no tenía ningún sentido, porque no había sido capaz de crear una familia.

Mi sensación de desnudez, pensar que yo era más que vulnerable, empezó en ese momento y nunca más desapareció. No he sido capaz de saber porqué, aunque he aprendido mucho a disimularlo callándome más a menudo de lo normal.