sábado, 19 de diciembre de 2009

Cuidado

Me acuerdo cuando era niño o adolescente de ir con especial cuidado de algunas cosas. Mi bicicleta, recuerdo que era una Gimson, que mi padre me compró era de hierro, por lo que no se podía mojar. Cada vez que llovía era necesario secarla. Si la bicicleta se oxidaba, ya no iba bien, era una vergüenza tenerla oxidada.

El LP que cada dos o tres semanas conseguía comprar, con lo que ahorraba de mi paga semanal, era objeto de mimo, mucho más que cuidado. Cada vez que lo ponías en el plato lo sujetabas delicadamente, lo sacabas de su funda,... No cuidar el disco era rayarlo, ya no se podía oír.

Y los muebles con miniaturas, o las medallas de la comunión o los relojes. Algunos regalos eran especialmente valiosos o suficientemente frágiles como para que los guardara mamá.

Me imagino que aquello formó parte de nuestra educación. Era una forma de darle importancia a las cosas, de aprender a tomar responsabilidad acerca de algo.

Supongo que es necesario darle gracias a la evolución. Ahora las bicicletas ya son de acero inoxidable, ya no se oxidan y como no pesan, ya no es tan necesario estar en forma para hacerlas correr, ni hay que cuidarlas. Ahora si se te cae el MP3 no pasa nada, no se rompe como el vinilo, ya los relojes tienen un precio que permite perderlos, no hace falta que los guarde mamá.

Viendo los documentales de bichos de la 2, te das cuenta cómo los animales se entrenan, juegan a las cosas que más adelante en su vida servirán para defenderse, para procrear, para sobrevivir. Me imagino que es parte de nuestro entrenamiento adquirir responsabilidades de las cosas. 

Y cada día queda más lejos de la realidad, y me pregunto si esa parte que nos falta o les falta a nuestros hijos para adquirir responsabilidades, no es una parte fundamental de la educación que la evolución tecnológica nos ha regalado, nos ha privado. Tal vez sea solamente una forma nostálgica del cualquier tiempo pasado fue mejor,... pero.


La evolución siempre parece tener efectos colaterales, siempre elegimos la evolución, lo más moderno, y despreciamos sus efectos. Ya sea el cambio climático o detalles como estos, que supongo tienen otras soluciones.

Nuestros hijos deben de tener algunas cosas importantes y deben de buscarlas, su responsabilidad futura está en juego.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Melancolía

A veces pasan varias cosas a la vez, no relacionadas, que te van comiendo ´la moral´ hasta hacer complicado enfrentar las cosas corrientes de cada momento. Aparece la melancolía, te haces más sensible a algunas cosas, y despiertas recuerdos.

Ayer entré en el salón de una casa desconocida, la madre anciana y con principio de alzheimer, de un amigo mío. La casa era grande. Mi cabeza se fijó en la mesa del salón, con seis sillas, pero pequeña. El tamaño de la mesa, comparada con el tamaño salón me llamó la atención. Una mesa es para reunirse a comer, todos, y allí no cabía mucha gente.

Mis recuerdos me llevaron a una cena en Casablanca. Había acudido a Casablanca como miembro de una misión comercial española a Marruecos. Yo quería saber si se podían hacer negocios allá. Fui con un catalán que ya tenía experiencia en Marruecos. Conocía a un local, un hombre mayor, no recuerdo su nombre, que hizo las veces de taxista, anfitrión y guía y creo que podía haber hecho cualquier otra cosa. 

Una de las cosas que hizo fue invitarnos a cenar a su casa. La primera sorpresa fue lo grande que era la casa; la segunda lo grande que era el salón, sin más muebles que banquetas rojas en la pared rodeando el perímetro; una mesa redonda. Invitados: mi amigo el catalán, yo, nuestro anfitrión y un belga con una vida por África, en Senegal y en sitios así de pintorescos (presente pasado).

La última sorpresa, su hija, ya más que adolescente, que solamente entró en el salón para servirnos la mesa, increíble cena, increíble cuscús, sin apenas cruzar palabras con nosotros, a pesar de las orgullosas palabras de su padre.

Y los ojos de mi padre vidriosos, todo lo contrario que vivaces e inteligentes y observadores, que lo fueron toda su vida, sentado en una silla de ruedas, esperando no sé qué.

Si el presente o la compañía no viene en tu auxilio, te encuentras dando vueltas en una espiral descendente.

Recuerdo poco a mi abuelo, al padre de mi padre, el único abuelo que conocí. Lo veíamos pocas veces al año. En Navidades íbamos a su casa toda la familia. Tenía un salchichón duro, buenísimo. El abuelo era un señor. Una de las Navidades mi tío Miguel, a la sazón hijo predilecto de Barcelona, vino con un sacacorchos de aire comprimido, una ‘modernez’, obviamente cara. La cara de mi abuelo cuando lo vio, era una mezcla de escepticismo y desprecio que hasta un niño de doce años como yo podía reconocer. 

La cara que puso, sin producir ningún sonido fuera de un discreto ¡ups!, cuando la botella de vino escupió el tapón y manchó toda la pared, fue un poema. Aparte de estas cosas, le recuerdo sentado en un sillón de orejas amarillo, sin articular palabra, con esa misma mirada que ahora tiene mi padre.

Un sentimiento, muy enterrado, de pena por lo que pasó y nunca volverá, por los presentes que se acaban, y que te das cuenta justo cuando han pasado, o precisamente en los momentos de melancolía.

lunes, 30 de noviembre de 2009

Viña y Valpa

La playa de Viña del mar hace mucha pendiente, señal de mareas grandes. Cuando estiras la toalla en lo alto de la pendiente, el mar parece un escenario; fondo de dos azules, océano y cielo, y tablas en donde rompen las olas, pasean las parejas o los solitarios; se entrenan los adolescentes, juegan los niños.


El sol se va acercando por la tarde a la estela brillante que pinta en el mar desde el horizonte hasta la playa. La marea sube, ya está a media pendiente. Las olas siguen con su ritmo imposible, ruido profundo que a fuerza de ser repetido, acostumbra la cabeza.

Los vendedores, molestos al principio, con su alta letanía, imposible de descifrar, van pasando cada vez menos frecuentemente. El descubrimiento es que no todos dicen lo mismo. Al fin entiendo a uno que habla de “¡...no se qué frescos a sien!”

Viña es como cualquier otra playa de un lugar turístico que haya conocido. El calor, el sol, la luz,... El Pacífico se empeña en marcar la diferencia. Sus aguas no son transparentes como las del Mediterráneo o el Caribe. El color es azul acero, con olas solo en la orilla, quieto, pero con una quietud amenazante. Se lo ve y uno se lo imagina profundo, denso.

A lo lejos, barcos esperando por el puerto de Valparaíso, apoyandose en el océano. Grandes barcos que se ven grandes incluso en la distancia.

La playa parece bastante domesticada. No hay duchas ni socorristas, pero hay un paseo y debajo un camino de maderas para sacudirse la arena. La arena es amable, más oscura y algo más gruesa que la de mi Mediterráneo, será para camuflarse más fácilmente con el océano.

Hay puestos en el paseo. Un malecón con ocho pilares medio derruido soporta una grúa, cuyo color oxidado disimula la herrumbre y parece una escultura de diseño.

Lujosos edificios bordean el paseo, espaciados, altos, acristalados. Un paseo en coche revela calles bien trazadas, casas bajas, anónimas, son para el verano, claro. Las cuadras tienen números; las calles que van al norte se llaman así, con uno, dos,… Las perpendiculares Oriente y Poniente, todas también con un número. Organización que te sorprende porque enseguida eres capaz de saber dónde estás, adonde vas, y que hay después.

Valparaíso está a lo lejos, misterio. ¿Será el valle o será el paraíso? Mañana, después de la playa y el sueño, iré a descubrirlo.

No es lujo. Fuerte olor a pescado en un mercado de domingo. Los colores disimulan la pobreza. ¡Qué colores! Casas azules, ocre, violetas, rojas, verdes,… Hasta las chapas de Uralita parecen estar pintadas de color óxido.

Más de una docena de funiculares (ascensores) te permiten subir rápido a los cerros que rodean la bahía y en donde está construido Valpa, por cien pesos. Todos los ascensores tienen un nombre propio: El peral, Larraín, Lecheros, Mariposa,… como si fueran parte de la ciudad y necesitaran sentirse calles, con nombre.

Están escondidos. Cuando subes en uno, no importa cual, los colores de las casas te rodean, y descubres vegetación. A medida que subes descubres el mar brillante, plano, dentro de la bahía. Ahora los barcos sí parecen grandes, están cerca, casi tan cerca como las grúas, grises, blanco y rojo, estas sí moviéndose para descargar.

Los barcos de guerra en el puerto provocan la sensación agridulce de admirar sus siluetas como animales marinos majestuosos, y pensar para qué sirven, para la guerra, auque algunos piensen que “defensa propia” es suficiente argumento para construirlos.

Y alcanzas a ver más ascensores y estás rodeado de casas que tuvieron su indudable esplendor. Grandes, de madera o de piedra, con pinta de palacios o de casas para vivir, siempre de muchos colores.

Me siento a contemplar la bahía, el puerto a mis pies, Viña a lo lejos, su playa desde aquí tiene el color de todas las playas: ocre; no pacee oscura. La grua de diseño, ahora negra, se distingue en la distancia.

En una de las plazas a las que subo se está rodando algo, son americanos. Los gringos tienen prioridad absoluta en este mundo. El mirador precioso, restaurante prometedor, se convierte en un bar. No volvería a sentarme allí, aunque no dejaré de subir a ese ascensor: Valparaíso.

Seguro que fue fuente de inspiración. El orgullo que destilan sus colores tuvo que dejar inspirado a más de uno. Esa inspiración, la bahía, tuvo que generar esos colores.

Viña es fantástica, pero se pueden encontrar sucedáneos, villas parecidas, mismo o mayor lujo. Valparaíso es irrepetible. Ojala hubiera podido estar aquí hace 100 años.

29/11/2009

sábado, 21 de noviembre de 2009

Carta a mis hijos

El mundo en el que vivimos tiene un porqué, muchas realidades, una historia. La vida y las obras de muchísima gente antes que nosotros nos ha llevado a la luna, pero también a nuestro coche azul; a la literatura y al Internet; a las injusticias y a la comodidad; a las falsas y emocionantes películas que vemos en el cine, pero también a la dura realidad que no conocemos.

En mi opinión, vosotros no merecéis el mundo en el que estáis. No os lo merecéis porque no me gusta y no os lo merecéis porque no es vuestro. La sensación que tengo es que, además, no os estamos educando para daros algún derecho o alguna posibilidad de cambiarlo. El mundo no se puede permitir el lujo de desaprovecharos.

Tenemos que hacer algo diferente, algo que os pueda dar una ventaja a lo largo de vuestra vida. Algo que no esté dentro de algodones de la educación que me han dado a mi, y que os estamos dando, de mi entorno y del sitio en el que hemos nacido. Una ventaja que ojala sirva para que alguno de vosotros, contribuya, aunque sea con algo pequeño, a cambiar el mundo en el que estamos convirtiendo nuestro planeta.

Espero que os convirtáis en unos seres humanos que el mundo no pueda ignorar. Al mundo le hace falta gente que sea capaz de sacudir la comodidad, de arreglar injusticias. Mi generación y yo nos equivocamos y pensamos que la situación a la teníamos que llevar al mundo es la que tenemos.

Los genios son capaces de hacerse entender con pocas palabras. Yo no soy un genio y estoy seguro de que no vais a entender todo lo que quiero decir. Ojala podáis guardar esta carta y analizarla dentro de unos años para ver si habéis conseguido algo diferente, meritorio, reconocido, o, simplemente, bueno.

Besos a todos.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Paseando por Bogotá

He descubierto el mundo paseando con mi mujer. Cuando estoy en viaje de negocios, raramente hago turismo, y cuando voy con ella, raramente averiguo a priori lo que hay que ver.

Para mi aquello que hay que ver no necesariamente es lo más interesante, y hacer la relación de los lugares de interés te quita tiempo para encontrarte con lo inesperado o insospechado.

Obviamente confío en esa relación cuando no voy solo puesto que es la única forma de evitar que te pregunten aquellos que soportan el relato de tu viaje, sobre todo si va con fotos, ¿y no estuviste en…?

También es verdad que una búsqueda aleatoria te dejará sin ver cosas que realmente te hubiera gustado ver.

Supongo que otra vez el punto medio es el mejor de los acercamientos y hay que ir a determinados sitios, pero dejarse un tiempo para improvisar.

El otro día y para variar, y por suerte, me llevaron a pasear por Bogotá. Al castellano le sobran palabras, o debo decir, que no le faltan y que el concurso de Pasapalabra sí contiene vocablos que en un sitio desconocemos, pero que se usan en otros.

Ni se te ocurra pedir Chicha o Guarope, porque al día siguiente lo pasarás en el baño lamentándote. Sin embargo es la bebida preferida de los chicos que la toman de colorines, según el encargado de la fonda del gato, en donde cuelga una placa de “Aquí se fundó Santa Fe de Bogotá…”. La Chicha y el Guarope son bebidas fermentadas de maíz que, claro está, para conseguirlas más baratas, alguien añade química para hacer más rápida la fermentación, de eso trata la globalización local de la piratería.

Si vas por La Candelaria un festivo te encuentras como con casi todas las plazas que conozco, grandes, llenas de gente, con la única salvedad de que aquí hay llamas, con su mirada de desconfianza fija, para que monten los niños, muchas palomas, gente dándoles de comer o patinando o en bici, corros de gente viendo bailar,… igual que cualquier plaza en cualquier sitio en donde se hable castellano.

Si quien te lleva a pasear y está interesado de verdad en que conozcas Bogotá, te llevará a comer gallina y patacón. También descubrirás que el asfalto no está a la altura de los coches, o debería decir al revés, ya que solo un buen 4x4 puede circular por alguna de las calles de la ciudad.

Y después puedes ir a La Calera, fuera de Bogotá, al otro lado de la montaña, en donde no sé porqué, uno se encuentra puestos de dulces de cien colores, y si pruebas uno que te parece familiar, resulta que lo único que tiene de familiar es que está buenísimo, porque después está hecho con cosas desconocidas como el arequipe.

Y también está el Bogotá moderno, el centro comercial en donde puedes encontrar las mejores marcas del mundo, abarrotado de gente, con los niños revolcándose en la nieve, que resulta ser solamente una manta blanca. Y cenas en un sitio que bien podría estar en Madrid en Londres o en Paris porque es de la misma cadena, igual. Ya es Navidad aquí también, con sus luces.

¿Porqué lo moderno tiende a ser igual?

Aquí la única palabra rara que es encuentras es Juan Valdés, cadena de establecimientos en donde venden un café fantástico, estilo similar al star bucks pero con café de verdad que, por cierto, aquí le llaman tinto.

Al recoger el coche del parking en La Candelaria, el sujeto que dirige el tráfico a la salida, o dicho de otro modo, al que hay que dar algo, si quieres, para salir, te pregunta si eres de Londres o de España y, tras aclarar con orgullo la diferencia que hay, se interesa por el equipo al que le vas, el Barça es bien visto, y por si conoces a un torero colombiano, un tal Cesar Rincón,…

Descubres lo falso de las cosas que "hay que ver" puesto que como español, supuestamente, deberían gustarme los toros y debería saber quien es Cesar Rincón, lo cual me queda bastante lejos.

Y si le preguntas a algún local cómo de turístico y falto de realidad es este relato, la verdad es que no tengo respuesta.

Bogotá 16/11/09

domingo, 15 de noviembre de 2009

Libros

El otro día alguien me dijo que me había comprado un libro, pero no me dijo cual.


Tal vez sea un libro de conocimiento, con páginas que se empeñan en hacerte difíciles las cosas, para aclarar algo que deberías saber, que tienes que saber o que te gustaría saber. Disculpas que no sean autosuficientes o alegres, las tienes que releer porque no has sido capaz de entenderlas. Son libros que presumen de número de páginas y de pequeño tamaño de letra.

Tal vez sea un libro escrito por alguien que dispone de tiempo, que entiende lo importante y que es capaz de transmitirlo de forma fácil y simple, ¡pues claro! Con moraleja, que te deja la conciencia en paz, porque coincide con algo descubierto por ti, acerca de algo importante.

O tal vez sea un libro con personajes que, inventados, sean una réplica de ti o de alguna época de tu vida, que se hace fácil de leer porque suena conocida. O con personajes increíbles, porque son admirables, tan extraños como poco reales o, en cualquier caso, lejanos de ti y de tu realidad.

O tal vez uno de misterio y de tensión, de estos que la intriga te impide dejar de leer página tras página porque eres incapaz de saber lo que pasará en la siguiente escena que el libro ha sido capaz de construir para ti. Las páginas no dejan de engancharte para devorarlas una tras otra, sin cansarte leyendo.


O tal vez aquel libro que, como una melodía definitiva, es capaz de generar opiniones o sentimientos como tuyos, en un escenario tan precioso que puedes ver música con burbujas que van cambiando de color y de forma, flotando en la pared a la que miras entre capítulo y capítulo para descansar tus ojos.
Que además es capaz de convencerte (¿engañarte?) de que tenías razón, que la vida era como pensabas.

¡Y si fuera de poesía! Entonces las páginas son palabras y las palabras letras. Descubres significados y construcciones que existen y se justifican por sí mismas; terminas la frase, la refrescas y vuelves a leerla para comprobar que sí, que era posible decir aquello y decirlo de aquella forma y lo reproduces en tu cabeza con la incredulidad de que a alguien se le haya ocurrido.

Tal vez sea un libro de cuentos cuyas historias son tan fáciles que hasta las puede entender un niño. Y tienen moraleja.

O uno con un personaje, el bueno, que se esfuerza, que se lo trabaja, que es capaz de poner al mundo de su lado y que triunfa solo por ser admirado, ¡qué bello es vivir! O tal vez un ídolo, admirado por ser un líder, un deportista. Solamente unas páginas son capaces de desnudar hasta que solamente el lector es capaz de valorar porqué consigue las cosas y lo verdaderamente importante que posee.

Cuando lees, el mundo se detiene, solamente tú y el libro sabes lo que va a pasar, tú, él o los dos. Leer es construir entre los dos un universo irrepetible. Si lo piensas el libro es muy poco fiel, no le importa quien sea el lector.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Hay papeles en blanco que se enamoran de una lapicera

Cuando uno lee a Mario Benedetti hace varias cosas.

La primera es enamorarse de su lapicera y de como es capaz de hacer el amor con su sacapuntas, su arma secreta. Con él, en estado de felicidad, es capaz de regatear a todos los defensores en Maracaná y crear sinónimos o inventar palabras. Es capaz de ver cosas, olvidos, escenarios, vidas, pasiones (siempre ajenas) es decir TODO, sin brújula, solamente con las palabras o tan sólo con las letras.

Después, uno se enamora de sus historias, o debría decir, de sus personajes que construyen, sin darse cuenta, vidas reales, adorables, envidiables y creíbles, dignas de limosna (relativas al alma) o, simplemente, admiración.

También te asombra descubrir lo que te has perdido. Ver que de joven no pudiste sacar conclusiones, admiraciones y placer. Disculpas esto porque te das cuenta que era imposible sacarlas sin canas, o de darte cuenta de que el placer, o el momento de placer, puede llegar con la lectura y el reconocimiento, escrito por otro, de sentimientos, escenas, vivencias, prestadas (jamás robadas), de tu propia experiencia.

A Mario, esté en el país en el que esté ahora; el título es suyo.

martes, 27 de octubre de 2009

Adolescencia

La adolescencia, o aborrescencia, es una edad difícil. A poco que hagamos memoria podremos recordar momentos en los que todo pasó, o momentos en los que sufrimos grandes injusticias, o momentos en los que nuestra lucidez abarcaba el futuro entero en un puñado de creencias y conceptos que lo resumían todo.

El paso del tiempo va suavizando las líneas de las opiniones hasta hacerlas compatibles con el entorno que nos rodea y, sin embargo, nuestra cabeza sigue pensando que no hemos cambiado, que seguimos pensando lo mismo.

Recuerdo mis vacaciones en la playa y recuerdo el entorno de amigos, solo recordados durante el curso, pero añorados después de las vacaciones y aquellos ojos azules que eran como un imán, nada había que hacer más que acercarse. Hacer las cosas bien o hacer alguna cosa,… ninguna de las enseñanzas que se me transmitían era más poderosa que aquellos ojos azules que me hacían hacer cosas, no quedarme quieto, que era lo que mi cuerpo pedía.

Ahora, cuando veo a mis hijos, tan seguros de cosas que a mí me revuelven las tripas por no saber como son, porqué son, que significan. “…la policía tiene que responder cuando les tiran un coctel molotov”, decía mi hijo ayer. ¿Cómo explicar la dificultad de entender porqué una pandilla de mocosos hacíamos carreras con los grises no acordándome hoy muy bien para qué? Supongo que cada generación tiene un tiempo de ser adolescente y, al despertar, algo debe de hacer para cambiar el mundo.

Ya llevamos demasiado tiempo en España que las sucesivas generaciones no hacen nada por el mundo. El mundo no lo necesita, ya todo está conseguido, no deberemos de preocuparnos por tener trabajo, ya no tenemos que preocuparnos por el futuro, las injusticias en el mundo quedan muy lejos. Y las nuevas preocupaciones, el cambio climático, la guerra de Irak ¡quedan tan oscuras, tan decididas y escondidas entre los artificiales debates de nuestros políticos!

Ojala surja alguien o algo que mueva los corazones de nuestros jóvenes, de nuestros despertantes de adolescencia. Tenemos que llenar a nuestros hijos de entusiasmo, del entusiasmo que permitirá abordar cualquier causa, justa o no, pero causa al fin, que pueda forjar el espíritu renovador del los jóvenes ex adolescentes que tienen que surgir.

A lo mejor, la crisis en la que vivimos tiene la capacidad de remover consciencias, de germinar inquietudes y todos podamos obtener la savia de una nueva generación que, de nuevo, cambie el mundo.