jueves, 12 de octubre de 2017

Sebastián

Sebastián 

Se había mudado desde casa de su abuela y ahora estaba sólo. Vivió con ella desde que murieron sus padres. De niño se recordaba a sí mismo sentado, mirándola como embobado cómo tocaba el piano, sus finas manos paseando arriba y abajo por las teclas. Ella le descubrió la adolescencia, sus opiniones y posturas como rocas, construidas a lo largo de toda su vida. “todo está en los libros”, decía levantando la vista del piano. 
Su vida, dede que vivía solo, era parecida a la de una película, en la que nada conseguía apartarle de la lectura. Era capaz de buscar significados ocultos a cada línea que leía. Algunas veces las interpretaciones que hacía de las historias que leía eran tan complicadas que construían un universo en el que vivía a gusto. Ella murió hace pocos días y unos operarios le trajeron su piano.

El primer día que se enfrentó con él y su enorme volumen de madera negra y sus delicados adornos y dibujos dorados contra la pared, al levantar la tapa fue como tensar las cuerdas de un arco y probar las teclas, descubrió que sonaban. Contrató a una profesora. Le resultó extrañamente familiar y aprendió rápido. 
Empezó a gastar su tiempo tocando, pero aquel día no podía dejar de leer aquel relato. El protagonista parecía estar a punto de reunirse con su amada y, de repente, le pasaba algo extraordinario que le separaba de ella, entre grandes desgracias, pero la separación no era real. Cuando la noche empezaba a ser, a través de la ventana del salón, se sentó al piano, se arremangó la camisa y golpeó las teclas, generando notas que sonaban extrañamente reales en una melodía que le resultaba conocida. Ahora leía otro libro, iba de un ser humano que buscaba una razón para vivir, y que le hizo preguntarse si a él le faltaba algo, o si tendría que buscar la respuesta fuera de las paredes de su casa, o si no le hacía falta nada más que los personajes de sus relatos. El personaje lucía una cuidada barba y estaba decidiendo si la barba estaba de acuerdo con la importancia que el protagonista le daba a su aspecto físico o no. Cuando salía del baño, el espejo le devolvió una imagen nítida. Por la mañana, tan temprano que ni siquiera la luz entraba por la ventana, después de la ducha y antes de tomarse su dulce y diario tazón de leche, volvió a sentarse al piano, comprendiendo que había llegado a su casa como parte de una relato en donde el protagonista se acerca a su destino inexorablemente, dando sentido, por fin, a su vida. Se dio cuenta que nunca había estado realmente sólo, siempre con sus personajes, necesitaba estar sólo, de verdad.


Aquella mañana Sebastián se sentó al piano y sus manos empezaron a acariciar las teclas. Las notas sonaban y sonaban, subían y bajaban, salían por la ventana, colmaban su cabeza, sus manos paseando arriba y abajo por las teclas que se convirtieron en ventosas que atraían sus dedos. Cuando, avisados por sus vecinos, se lo llevaron tuvieron que separarlo del piano en el que Sebastián repetía, una y otra vez, la melodía que oía de joven y que le enseñó su abuela.

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