viernes, 13 de julio de 2018

Villa hermosa

Yo volaba a México de vez en cuando por negocios. Un fin de semana desde la ventanilla del avión pude ver Villa Hermosa, lejos de la casa de mi hermano en el malecón, y el paisaje era verde. No sé cómo pero nos citamos allí mi hermano y yo. Lo que pasó ese fin de semana fue fantástico. 

Recuerdo el cenote en el que nos bañamos. Un cenote es el remanso de un río, tiene el agua de un inquietante color oscuro que contrasta con la cascada que lo alimenta, sol verde humedad y agua. Juan me llevó a un hotel en Palenque, no sé si lo había amueblado, o era suyo o no se qué. Creo que para saberlo yo debía resolver algún tipo de acertijo que no pude encontrar. La comida, el “peje lagarto” un pescado muy poco jugoso, más bien seco, originario de los pantanos de Tabasco. Juan me enseño orgulloso lo que había conseguido hacer de su vida, una gasolinera suya enorme, obtener los permisos y construirla. Lo recuerdo emocionado enseñándome la magnífica habitación en la que dormía, en la misma gasolinera, una de las cosas que también a él le parecieron tan imposibles de tener, como para presumir de ellas

Su cara risueña me explicaba a cada palabra que decía lo orgulloso que estaba de lo que había conseguido a base de constancia y de confianza. Más que algo que hubiera conseguido era su vida de la que presumía.

Apenas conseguí pagar nada ese fin de semana, el mejor hotel de Villa Hermosa, una discoteca ruidosa en donde todos le saludaban, un montón de amigos que me presentaba orgulloso. Todos se interesaban en mi, creo que algunos interesados, Juan había conseguido hacer algo envidiable.

La cara risueña de Juan explicaba que estaba en donde siempre quiso estar, más allá de lo que estuviera buscando. Una de las cosas que me explico Juan el fin de semana es lo tórrido del mundo de la gasolineras en México, con la presencia de PEMEX y su exclusividad, las relaciones, los chantajes, y de cómo lo tenía controlado,... aparentemente porque...


México es un país peligroso y lo que estaba a punto de pasar cambiaría la vida de Juan y de su familia.

domingo, 8 de julio de 2018

La casa del malecón

Si alguna vez puedes disfrutar de la vida es cuando esta es nueva y la puedes estrenar. Y supongo que algo de nuevo tendría porque llegaron sus hijos. Libertad se llama alegóricamente su madre. Durante esa época tuve poco o ningún contacto con un mi hermano. Entonces él encontró a un nuevo amigo por el que yo me enteraba de su vida: mi padre. 

Cada vez que iba a ver a mi hermano Juan a México, mi padre volvía más joven logrando invertir, misteriosamente  el paso del tiempo. Supongo que sería por ver a sus nietos, o por la casa del malecón que Juan estaba construyendo, o por el jardín que mi padre, un jardinero y Juan estaban haciendo en la parte de detrás de la casa, o por el clima ¿un nuevo proyecto?. Tal vez fue porque mi hermano Juan supo compartir con mi padre lo que estaba viviendo y que mi padre necesitaba.

Se fue a veces sólo con su bastón, otras veces con mi madre, y pasaron momentos felices o muy felices a juzgar por la imagen casi bíblica y que he conocido ahora y que mi padre se ganó entre la familia de la mujer de Libertad. Ha tenido que ser la muerte de Juan pero ahora lo entiendo mejor. Mi padre siempre fue un hombre a quien el mal carácter, su único punto débil, parecía disolverse entre el clima y el mar del Golfo de México o su edad.

Nadie vive ahora en la casa del malecón, no hay jardín, un hotel con su construcción parada por alguna crisis económica impide ver todo el cielo desde el jardín. Un gran centro comercial, moderno, cercano, ha empujado a más gente a vivir cerca de la casa de mi hermano. Me enteré que un día el mar en forma de huracán ocupó la casa con el triste resultado de que ahora está sucia y deshabitada, como si el mar se la hubiera tragado. Desde entonces ni su mujer ni sus hijos han vuelto a vivir en esa casa. 

Estuve hace poco en la casa del malecón y fue como si estuviera dentro de la película de Titanic y viera a la vez imágenes con fango superpuestas con otras de esplendor en forma de fundas de sofás que había hecho mi madre, limpias, nuevas y relucientes con el propio sofá que todavía las soportaba deshecho por el paso del tiempo.

Ahora los políticos han construido un malecón “civilizado” que protege la casa del mar, con el dinero de los ciudadanos, demasiado tarde.

jueves, 28 de junio de 2018

Pandora

Conocí a Juan cuando él tenía 18 años. Aparentemente esto no sería relevante si no fuera porque era mi hermano, el siguiente a mi. Una infancia feliz, una cara risueña y alguien que nunca discutió conmigo.

Había que girar con fuerza la llave para abrir la puerta. Me fui a mi cuarto. Esperaba encontrarle esperándome con su uniforme del ejército del aire, nunca he sido capaz de decir si era azul o gris. Él no estaba pero encima de mi mesa estaba la llave de la puerta y una nota suya. 

La mesa me acompañó años. Estaba forrada con aironfix transparente y el fondo era un póster con un arroyo en un bosque, todo verde, todo agua con espuma bajando entre las peñas entre árboles y helechos, todo humedad.

Yo estaba en Madrid, estudiando algo que creo que no me ha servido de nada (desde luego, vivir fuera de mi casa sí ha sido uno de los fundamentos de mi vida, como para Juan vivir en México, razón de su vida y su muerte, como explicaré después). Yo había llegado a Madrid a un Colegio Mayor primero y ese año estaba en casa de Marcial, que era el portero de otra finca que alquilaba por habitaciones el piso en donde vivía.  Él estaba de paso, no sé bien para qué, pero relacionado con su servicio militar, supongo. Durmió en mi habitación esos días.

La letra de la nota era suya, pero no entendí nada al leerla: “BAJO EL SONIDO DEL CORO,...”. Creo que era la primera frase imprevista de mi hermano, que no respondía a lo que fuimos: niños y hermanos. Tardé bastante tiempo en dar con la clave, supongo que el que tardé en usar mi imaginación y eliminar a mi hermano como posible origen de la frase.

Había comprado el equipo de música que sonaba permanentemente en mi cuarto, de hecho se ponía en marcha al mismo tiempo que pulsaba el interruptor de la luz.  Ocupaba el estante de la librería que yo había construido y que supongo se podía considerar una de mis propiedades, como la mesa. 

“BAJO EL SONIDO DEL CORO”,... busqué debajo del altavoz y encontré otra nota otra vez con su letra: “EN EL LIBRO DE LOS NIÑOS.” Ahora tardé muy poco en averiguar su significado, abrí El Principito, uno de los libros que ocupaban la estantería y allí estaba, el dinero que dijo que iba a dejar, en un papel doblado con un simple “GRACIAS”.

Supe que se fue con un amigo. Me contaron que todos sabían porqué pero él no soltó prenda. Había terminado la mili, se había enamorado y le habían dado calabazas, creo que se marchó a México con un amigo buscando su vida. 

Años después le vi otra vez en casa de mis padres, en Barcelona. Los dos habíamos ido a reunirnos, el venía de México y yo de Madrid con el primer coche que me compré. Yo era un conductor novato y joven y entonces los coches no eran como los de ahora. Total que entre el maletero, mi equipaje y mis ganas de ver a mi familia el coche se quedó cerrado con las llaves dentro a 600 km de cualquier otro juego de llaves.


Juan tardó segundos en abrir el coche y, a pesar de mi alivio, comprendí que la vida de Juan en México no había sido nada fácil. Pero no venía sólo, le acompañaba otra mirada, otra cabellera, una tez oscura y supe que al otro lado del mar había encontrado algo de lo que buscaba.

lunes, 9 de abril de 2018

Víctimas y culpables

Los culpables: Puigdemont y compañía, les ofrecieron un sentido a su vida y una misión conjunta que permitió que se sintieran “poderosos” o “revolucionarios”, formando parte de un “todo” mucho más grande, y encima solo sonriendo, y sin que le costara nada a nadie. 

Era mentira. No había nada a lo que pertenecer, y el coste iba a ser elevado, para ellos y para otros. Tendrían que ser violentos.

Son personas normales de perfiles muy diversos, con una vida normal, o rutinaria, o con problemas.


Comprensión para ellos, cárcel para los culpables. 

domingo, 25 de marzo de 2018

El destino y la suerte

Había alquilado un coche y llegaba a la empresa por la mañana. Después de los saludos pedí que me dejaran ver el almacén. Yo tenía una cierta fama de encontrar soluciones para mejorarlo. Normalmente pedía que me dejaran ir solo para sentirme a gusto y poder preguntar. En un almacén  trabaja mucha gente pero el tamaño hace que casi no se note. Miraba y tomaba notas en mi libreta cuando me lo encontré. Estaba muy delgado y llevaba gafas, pero lo reconocí. Ninguno de los dos se esperaba aquel encuentro, hacía toda una vida, literal, que no nos veíamos. Pero apenas pudimos disfrutar el re-encuentro. Él estaba haciendo un trabajo manual en el almacén y yo teóricamente debía decidir sobre él. Fue como cuando uno sube a una montaña rusa, con ganas y miedo a subirse. Creo que los dos quisimos contarnos demasiadas cosas, y justificaciones acerca del encuentro y de nuestra vida, acerca de lo que estábamos haciendo los dos ahí, y apenas cruzamos información por la sorpresa. Me vieron hablar con él, y después me preguntaron de qué le conocía, se notaba que le apreciaban.

Veraneábamos en aquel caserón con las contraventanas azul claro en medio del pueblo. Todavía me acuerdo del mecanismo que hacía girar las láminas de madera para dejarlas abiertas en horizontal o cerradas, cuando se inclinaban todas arriba o abajo gracias a una tira vertical que las unía. Entre semana subía a los arboles como cualquier niño, en particular a la higuera en la linde de la propiedad, en “la parte de abajo”, más allá del nogal, en donde había que luchar con unas pequeñas hormigas rojas que hacían de guardianes de aquella entrada. Una balsa con agua verde muy oscura, un huerto un nogal, un palo santo, un níspero y otros frutales ocupaban el terreno de aquel caserón. Yo esperaba con ansiedad la llegada del fin de semana para ver que tarea importante íbamos a hacer.

Subir a los arboles se transformó en subir al manzano para podarlo. También practicamos el ritual de pintar. Antes hacían los pinceles con los pelos del cerdo, y pintar significaba sacar el aguarrás para limpiar cuidadosamente los pinceles, un tarro, un trapo, sentarse en una silla para dar los brochazos regularmente, sin prisa, un ritual vamos. Ahora los pinceles son baratos, hay pinturas al agua, que ya no huelen como antes. Y ahora sé, porque lo he leído, que otros como Tom Sawyer cobraban por dejar a alguien que pintara.

Ahora pintábamos, luego creábamos un jardín con rocalla, cactus y rocas, en aquel rincón, que nos llevó varios fines de semana, y nuestros padres se asombraron con el resultado.

Otro fin de semana hubo que quitar aquel sauce llorón cuyas raíces amenazaban a la balsa con la que se regaba el huerto. Las ranas no paraban su estruendoso concierto, debajo del sauce, sobre todo al atardecer. Hubo que cavar muchas horas para dejar al descubierto las raíces, y luego hubo que trocear las lágrimas del sauce hasta reducirlo hasta la nada: quemamos las lágrimas en una hoguera, y las raíces darían calor en la chimenea cuando hiciera frío. Cortar el pasto de “la parte de abajo”, aprendiendo a manejar la guadaña, “herramienta de simple concepto pero de difícil manejo”, plantar las “buganvillas” en la parte soleada de atrás el caserón donde el granado (“se iban a dar bien, había mucho sol en verano y pronto llenarían la pared”) No todo había que hacerlo de golpe, sino disfrutándolo, con calma, pequeñas cosas cada vez, aquel caserón mejoraba poco a poco, y los fines de semana pasaban muy despacio.

El equipo de música tenía toda una historia. Me enseñó a sacar con cuidado los vinilos del sobre de cartón, a sacarlos de la funda semi transparente, ponerlos en el plato y depositar la aguja. Otra vez la tecnología, pero no sé si era por el miedo a rayar un disco, pero entonces pensábamos que los músicos que hacían los LPs ponían una canción detrás de la otra porque también era una parte de su obra. Había que oírlos enteros. Era un equipo caro. Su hermano, montañero, lo había traído saltándose la frontera a pié con unos amigos. Me los imaginaba con el equipo en sus mochilas, pesado, al atardecer, caminando entre pinos cuidadosamente, evitando a los guardias civiles para que no los detuvieran. Pasamos muchas horas oyendo música, escucharla por la noche se hizo otro ritual. Yo era uno de los pocos que tenía permiso para usar el equipo.

Trabajaba como ingeniero técnico en una fábrica de sujetadores de un pueblo cercano, todas las mañanas, temprano, cogía el autobús para ir a trabajar. Se casó. Ella tenía los ojos claros y el  pelo negro. Tuvo una hija. Fuimos a verla a casa de su mujer. Muchos convencionalismos, o así me los presentaron entonces, empezaban a ponerse en duda. Más del 50% de la humanidad tenía dos, y casi el 100% nos habíamos criado con ellas. En un momento dado, ante la mirada de discreto horror de mi madre, ella se sacó una teta y maniobró para darle de mamar a su hija. Yo no vi lo mismo: ella me enseñó un fantástico pecho redondo, voluminoso, bien formado, precioso y luego se lo dio a chupar a su hija. Yo no podía dejar de mirarla, aunque intentara disimularlo. ¿Donde estaban los límites? Obviamente la violencia es repugnante, ahora y entonces, aunque entonces se escondiera. La igualdad entre hombres y mujeres no existe, ni antes ni ahora. Creo que después mi madre me contó algo acerca de la intimidad y que no debía hacer caso de algunas cosas, que solo eran una moda.

Cuando el se independizó yo dejé de subirme a los arboles. El cuidado, la importancia de las cosas aunque fueran nimias..., ¡lo que aprendí aquellos veranos!

Toda una vida da para muchas explicaciones y existen cosas que pueden educar a un hombre, y una especie de destino, llamado también buena suerte o mala suerte que es importante y que marca nuestras vidas. Después del encuentro pasé varios días intentando contactar con él, intentando averiguar el porqué estaba allí. Cómo fue posible que pasáramos desde  que él me enseñara el ritual de pintar, hasta el momento en que yo debía decidir cómo trabajaba.

Semanas después me enteré por mi madre que mi primo había muerto de cáncer. Ya no era posible pedirle explicaciones a nadie.


sábado, 24 de marzo de 2018

El semáforo rojo

Varios viandantes se acercan. Una niña de la mano de su abuelo. Un hombre sólo, que parece saberlo todo con su elegante traje, mirando hacia todas partes, buscando algo. Una pareja mirándose entre ellos de una forma que demuestra que todavía no han descubierto la vida real. Todo el mundo pendiente del muñeco rojo. Los coches pasando, algunos ruidosos. Parecen ignorar a la gente que cada vez en más cantidad espera a cruzar, aunque los coches que pasan veloces tapan su imagen.

La joyería de la esquina, la entrada del supermercado, el portal en el que sería capaz de identificar quien entra, sin luces. Los coches pasando deprisa por delante, no dejándome ver claramente algunos de los peatones. Ahora una novedad en forma de ciclista pasa por delante en la calle más despacio. Los ladrillos rojos tan quietos, siempre en el mismo lugar, casi que podría decir cuantos son. Limpios.

Ella llega entre dos coches, uno rojo y ruidoso y otro blanco y silencioso. Parece concentrada. Él, las manos en los bolsillos, mira hacia todas parte, está descubriendo. Algo me hace pensar que esperarán juntos. De repente, la niña se suelta de la mano del abuelo y se baja de la acera. Todos los que están esperando se mueven deprisa para alcanzarla. Ahora se cae y él se acerca a la niña. Se ha alterado el orden, ya no todos están en fila esperando atravesar la calle, sino que se agolpan alrededor de un punto, obviamente la niña.

Dos motos están aparcadas junto al semáforo al lado de la valla metálica. Puedo ver a dos jóvenes ocupando el medio banco que puedo ver. Realmente solo la veo a ella, a él me lo imagino, pero los rayos de sol y su cara me hacen imaginar todo el cuadro con grandes posibilidades de acertar.

Ellos dos ya están hablando, como imaginaba.  No oigo lo que dicen pero claro, los niños son peligrosos, o no ven el peligro, suerte que la cogió aquel señor del traje, sino igual no estaría contándolo. Ella Isabel, él Juan, por ejemplo, siguen pasando coches. Y a más tiempo estén parados más conversación. A juzgar por lo animados que parecen seguirán hablando, cuando lleguen al otro lado de la calle ya serán amigos.

Un cartón con algo que parecen letras le sirve al pobre sentado, apoyado en la casa de enfrente para explicar su infortunio sin palabras. La joyería de al lado forma parte del sin sentido de la esquina. Está sentado. Puedo ver a más gente, un anciano con su bastón que camina despacio, una sudamericana, su cara no deja dudas, que camina rápido por detrás del muñeco rojo y por detrás de las motos, Van hacia la otra esquina. La pareja que ya está hablando, ¡acerté!

Varias señoras se han juntado a hablar con sus carros de ruedas a la puerta del supermercado, los bolsos colgando de su brazos, los carros, por fin, sueltos apoyados en la acera. Solo uno de ellos está lleno, las otras señoras, probablemente, todavía no han entrado. Estoy en un barrio bien, la calle está limpia, el portal con adornos de mármol, ocultado en su sombra un buen espacio detrás de unos escalones.

Ella y él hablan animados, ambos bien parecidos, bien vestidos. Ojalá que tarden en cruzar. Los dos sobre los 20 años, vaqueros, bolso de piel, bien parecidos. Unos segundos para encargarse de la niña, luego aprovecharon el minuto.

Dejan de pasar coches, los peatones ya casi bajan de la acera, yo le entrego a mi compañero de verde. El verá a los peatones pasando, también verá la casa, el pobre, la joyería, el portal, el medio banco, los ladrillos, también el muñeco de enfrente.

...


Un grupo de niños que se tiran papeles, un señor con una caja de plástico que no sé lo que lleva, dos ancianos con gorra y bastón, una señora con su carro de ruedas de cuadros, seguro que va al supermercado. Los jóvenes del banco ya se han ido, un motorista se pone el casco de pié al lado de una de las motos, se sienta, la arranca y sale con estruendo. No hay nada interesante como en el semáforo anterior.

El trono

La pregunta que me habían hecho era importante, la respuesta probablemente también lo sería. La sala estaba llena, notaba la expectación de la gente y por eso lo que dijera afectaría probablemente a la vida de todos. Me fijé en los ojos azules de una chica de la primera fila que no parpadeaban esperando mi respuesta y cómo en un momento se le cayó un bolígrafo rojo al suelo. Lo que dijera ahora probablemente era más importante para mi que para nadie

Eran verdes y muchos, tantos que parecían formar un terciopelo de color uniforme. La recién estrenada primavera dejaba una sensación como de sudor fresco pero sin calor. La roca en donde estaba sentado al que acudía siempre que tenía que decidir algo importante. La brisa soplaba fresca a esa altura en la montaña y el olor de resina de los arboles, movía los pinos y le ponía música a aquel lugar. Mis manos sentían las pequeñas piedras sobre la fría roca. Estaba en Canencia, orientado al norte, todo el valle a la vista, un fondo azul para las nubes, el verde de los pinos.

Todo empezaba cuando decidía que tenía que ir. Me subía al coche, conducía por la autopista, luego el coche subía por la carretera llena de curvas, entre los troncos de los pinos y su sombra. El breve paseo por el camino de tierra en subida. Ver mi roca detrás del recodo, unos segundos antes y pensarme sentado sin estarlo,... Cuando me sentaba en aquella roca, podía pensar en algo o no, decidir algo o no, pero lo primero que hacía era apreciar la vista, y, como si fuera el viejo rey de los asteroides, sentía que todo lo que veía me haría caso si se lo pidiera.

Toda la vida me las había apañado para no tomar decisiones. Siempre había conseguido que el destino se encargara de decidir, haciendo que una de la opciones casi fuera evidente.

El lugar en dónde tomaba mis decisiones no siempre fue el mismo. Aquel banco de madera, era tan duro como la piedra, el techo era muy alto, casi el cielo para mi tamaño, el fresco lo daba el tamaño de la iglesia del colegio, y una imaginaria brisa me refrescaba los piernas. Llevaba pantalones cortos.

Hace muchos años le prometí las estrellas a unos ojos azules. Me fui lejos de mi casa, dejé a mi padre y a mi madre, mi pasado,... y busqué cosas que me permitieran cumplir mi palabra. Sentado aquella noche debajo de las estrellas, al borde del mar, la brisa fresca en mi piel, no tomé ninguna decisión, solamente era posible una opción.

La vida siempre puso una montaña detrás de la última, muchas cosas que hacer, muchas amenazas. El camino se había convertido en objetivo y al revés. La realidad siempre se  empeñaba en llevarme la contraria.

Ahora mis hijos ya no me dejan conducir, mi abogado tampoco. Tal vez sea por mis años o porque me  muevo difícilmente, pero busco resumir, aprender a contar mi vida, recordar, ver, justificar,…

Después de muchos años, de olvidar aquellos ojos, aquellas promesas, de nuevo estoy sentado en mi silla, dispuesto a dar la respuesta definitiva.

La brisa empezó a mover mi camisa, la reconocí de inmediato, y me levanté a recoger el bolígrafo rojo y devolvérselo a aquellos ojos que parecieron sorprendidos.

Mi respuesta no tuvo nada que ver con espantapájaros, mucha gente me había llevado la contraria,  ni con elefantes voladores, todo el mundo sabe que existen, ni con ninguna reflexión profunda acerca de la vida.

Nadie pudo estar en desacuerdo con lo que dije.


sábado, 17 de febrero de 2018

Turrubares

He estado en algunos lugares a los que todo el mundo debería ir. He estado arriba de la Torre Eiffel en donde me sentí como una hormiga en el enorme árbol de acero y sentí el aire que sopla en las alturas. 
He desayunado en un lujoso restaurante en lo alto de las Twin Towers, un lugar desde donde nadie, nunca más, podrá volver a ver Nueva York. 
He oído el mismo vendaval con el que jugaban las gaviotas en el cabo de Caballería en Menorca.
También he sentido el calor y olido el fuego al entrar en casa viniendo de un frío que me golpeaba hasta el fondo de mis huesos. 
Todos, lugares que cualquiera puede encontrar.


Pero hay un lugar cerca de la sierra del Aguacate en Costa Rica, en donde encuentras amigos y el aire sopla lo justo para aliviar el calor. En donde los colores, el ruido del agua y la comida te provocan la siesta en la hamaca. Lo único que no tiene es ninguna necesidad de volver. Más que un lugar es un estado de ánimo. Paz.