martes, 19 de abril de 2016

La pelirroja (después de clase)

Mi madre me compró dos pares de zapatos ese año. En Semana Santa me dejaron ir a una procesión. Todavía puedo oler la cera y oír el murmullo, casi silencio, de las dos filas de gente con su cirio encendido, el dolor que sentía cuando una gota de cera me caía en una mano. Me imaginaba lo difícil que era portarse como una persona mayor, aunque ya me dejaban ver la tele por las noches.

Pasábamos las vacaciones en un caserón con un jardín y un huerto enorme que lindaba con la calle principal de un pueblo pequeño. Por las mañanas las campanas del campanario cantaban los cuatro cuartos y las ocho campanadas de la hora entera. Era la señal esperada para levantarnos y abrir las contra ventanas azul celeste.

Un carro tirado por un caballo cansado se oía por la ventana. Sus cascos golpeaban rítmicamente el suelo empedrado, las ruedas traqueteaban, mientras el eje del carro chirriaba soportando al carretero que animaba al caballo cada cierto tiempo. Llevaba varios capazos con verduras recogidas esa mañana de su huerto: pimientos, puerros manchados de arcilla roja, y relucientes cebollas blancas. Manojos de rábanos y zanahorias verdes, violetas y naranjas colgaban del carro.

El pueblo estaba cerca de uno mucho más grande. El invierno había sido duro ese año y se había llevado un puente de la carretera asfaltada que los unía, en verano todavía estaba en reparación. Unos autobuses blancos y azules cubrían el trayecto, ese verano gratis, desviándose por unos caseríos desconocidos y solitarios para evitar el puente.
No recuerdo porqué, pero un día subí al autobús y por los polvorientos caminos que recorría, se subió un grupo de niñas. Una de ellas tenía unas coletas pelirrojas. Sus ojos eran grandes, verdes y brillantes. Casi tapaban su cara llena de pecas.

Muchas veces cogí ese autobús, a la misma hora, muchas veces ella y yo cruzamos nuestras miradas cuando se subía. Me conformaba con el viaje, con mirarla. Bajaba del autobús, daba una vuelta para disimular, no sé ante quien, y regresaba para coger el siguiente de vuelta.
A veces llevaba coletas, otras veces el pelo suelto, siempre el mismo gesto con las manos al sentarse en el autobús para poner el pelo detrás del asiento. Reconocía su voz de entre la cháchara de las niñas. Pantalones cortos o bermudas, camisetas de colores.

Un día decidí seguir a las niñas al bajar del autobús. Tenía un miedo cerval, o mucha vergüenza de ser descubierto, pero emulando las películas de la tele, las seguí hasta la rambla sin levantar sospechas, esperando en las esquinas. Las vi entrar en un portal que decía: "Academia Gómez. Taller de bordados".

Siempre esperé que ella me dirigiera la palabra.

Íbamos a bañarnos carretera arriba a un remanso del río con una cascada. El agua estaba helada a la sombra de enormes rocas. Los niños mayores se subían a las rocas y se tiraban al remanso por la cascada, como un tobogán. Mis padres nos asustaban asegurando que había unos "chupadores" que se tragaban a la gente si se sumergía en el remanso. A menudo tenía pesadillas con esto, atrapado en el fondo.

En el mismo lugar del remanso había unas fuentes, como 25, cada una a una altura creciente. Cada año era una ceremonia obligada, cuando llegábamos, ver cuánto habíamos crecido según la fuente de la que nos tocaba beber. Yo ya podía beber de la más alta.


Teníamos el baile del ‘confeti’, en el casino del pueblo, tirando bolas de papel, como si fueran granadas, rompiéndolas con la boca, antes de tirarlas. Estaban rellenas de trozos de papel de colores. Era el acontecimiento del verano, y yo estaba seguro de que mi pelirroja iría. Me pasé la tarde/noche buscándola, mirando la puerta, pero solo me encontré evitando las bolas sin morder, lanzadas por los del pueblo, que descargaban su odio con los veraneantes, entre risas.

El verano acabó y al verano siguiente el puente ya estaba arreglado. Me cambiaron de cuarto. Ahora dormía solo al lado de mis padres, al otro lado de la casa. Cuando oía las nueve campanadas, me gustaba abrir ventanas y contraventanas y pasar un buen rato mirando desde la cama el cielo, las nubes y las montañas lejanas, antes de desayunar.

Con la paga de mi semana, un día cogí el autobús, a la misma hora de siempre pero ella no apareció. Me fui a la academia. Pero en su lugar me encontré con un bar, "El encuentro".


Ese año no fui al baile del confeti, ya no podía soportar a los del pueblo. A ella nunca más volví a verla.

miércoles, 13 de abril de 2016

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Mi vida profesional estuvo marcada por mi carácter. Gracias a él me enfrenté a un mundo que casi siempre se esforzaba en no hacer lo que yo quería. Soy consciente que nunca pude dejar de pedalear, a pesar de que, a veces, viera un falso llano. Y también por culpa de mi carácter no fui siempre capaz de expresar lo que consideraba que había que hacer, de forma que se hiciera. Era un jefe colérico, difícil de convivir. No fui consciente del daño que pude hacer a personas que realmente me importaban, ni del que mi enfermiza confianza podía hacerme, dejé muy al descubierto mis puntos más sensibles.

Ahora dedico mi atención a mi familia, que me sigue soportando, a los amigos, que fueron muchos, y a mis recuerdos que también son muchos en muchos países. Intento escribirlos y, sería un idiota si no reconociera que los escribo para que los lea la mayor cantidad de gente posible.
Entre los que leen lo que escribo está alguno de los que me hicieron daño y, no contento con ello, se afana hoy en día en recordarme que no tuve el éxito que yo esperaba. Me hace mucha gracia que siga invirtiendo una parte de su tiempo en esto. Imagino su vida convenciéndose de que hizo lo correcto, ya que mi carácter merecía un castigo; y también que tenía razón, que no aprendió nada y que no consiguió nada mientras me soportaba.

Los años y la experiencia, pesan y uno se da cuenta que el camino es mucho más importante que el fin, y que un camino rico lo hace a uno rico. Mi equipaje es ese: la gran cantidad de situaciones, de gente, de formas de pensar, la cantidad de buenas y malas personas que he conocido.

A los que hice daño, solamente puedo desearles que sean tan felices como lo soy yo ahora; a los que me hicieron daño que no lo sean y, que no sean capaces de olvidar lo malo de sus vidas, y que, sobre todo, no sean capaces de escribirlo porque no existe, ni en su realidad ni en su imaginación.

Sigue leyendo, gracias.

miércoles, 30 de marzo de 2016

Sin sentido, con sentidos (La verdad es que lo escribí muy parecido en 2001, pero me gusta)

Las flores estaban preciosas a plena luz del sol por la mañana, temprano. Los pétalos blancos con todos los colores del arco iris al acercarse al botón central de cien colores, donde predomina el amarillo. Una y otra, y otra más, orgullosas, altivas mirando al sol como intentando capturarlo, miles. Llamando a gritos a las abejas.

La casa estaba en el bosque, apenas se distinguía el color de sus tejas desteñidas entre los pinos, que crecían altos alrededor para ocultarla. La humedad y el frescor de la sombra se sentían en la piel. Las paredes, de piedra, los escalones que el musgo había conquistado la disimulaban, igual que la sombra de los pinos… Solamente cuando cerrabas la preciosa cancela de madera, sin pintar, como el tronco de los pinos, se distinguía el cuidado jardín. Un pequeño estanque debajo de un pequeño chorro de agua, con lirios blancos, flores húmedas amarillas y rojas, con grandes hojas de tono verde y marrón rojizo. Se notaba que alguien le había puesto mucho amor en cuidarlo.

El coche giraba y doblaba bajando por las curvas de la estrecha carretera que discurría dando vueltas entre dos muros de piedras, estrecha, retorcida. Estábamos pendientes de ver aquel desvío, camino de tierra, detrás de la tanca de madera que nos debía llevar al mar…
La luz del mediterráneo casi obligaba a cerrar los ojos, deslumbrante. Pecado mortal no abrirlos para ver la cala que se abría a nuestros pies, el viaje y la caminata final bajo el calor del Mediterráneo había valido la pena. El mar en calma. El azul turquesa entre transparente y verdoso, con la arena del fondo reflejando las sombras de los peces, moviéndose en silencio. Los pinos hasta la pequeña franja de arena. Las rocas, sujetando a los pinos, genistas en flor, amarillas. Azul profundo, mar dentro, el horizonte con bruma por el calor.

No sé si atrae más el olor o sus raíces fuera de la tierra que se retuercen como enormes serpientes de piel rugosa para aguantar los troncos, intentando devorar la pared construida con piedras blancas y grises, despacio, casi quietas. Hojas desordenadas con forma de mano de tres dedos, verde mate como corresponde a una higuera.

No es poesía, son cristales opacos, por doquier. Cualquier cosa conocida se te hace pequeña al levantar la cabeza, doblar el cuello casi con dolor y mirar arriba: cristales espejos que apuntan a un solo punto en el cielo. Relaja mirar a los taxisamarillos que se mueven a tu altura, escaparates, colores y movimiento, Nueva York. Todo lo demás es pequeño.

Hace horas que el paisaje no cambia. Filas de asientos quietos en la penumbra. Algunos paseos silenciosos hacia detrás y hacia adelante por el pasillo. Las luces de las salidas de emergencia amortiguadas. El silencio solamente acompañado por el constante rugido de los motores que nos empujan hacia nuestro destino.

El universo parecía desplegarse sobre un negro iluminado. La noche era clara y estaba medio tumbado en el balcón de Doña Rosita, la casa que alquilamos el pasado verano y este. Las estrellas que se veían, infinitas, eran puntos todos iguales, cada uno de diferente brillo, alguno parecía moverse. Era de noche, el silencio y la oscuridad así lo demostraban, pero la luz de las estrellas iluminaba la bahía y se podía sentir, a lo lejos, a la gente paseando, comiendo y comprando entre las luces.


Las gafas de sol parecía que se iban a llevar mi nariz y mis orejas si intentaba quitármelas. Había mucha luz, pero el frio era glacial. Montones ordenados de nieve se apoyaban en las paredes de las casas recordaban el frío a pasar de que el cielo azul  el sol, la luz y todo el mundo sentado en las terrazas de los bares parecían saludar al sol, como las  flores a las abejas.

martes, 29 de marzo de 2016

"La  policía ha detenido en Madrid, esta mañana, a un pederasta con abundante pornografía infantil en su ordenador. Esta es la cuarta detención de este año, y la policía cree que con esta detención desmantela una importante red de pornografía infantil". El busto parlante leyó esta noticia en el noticiario de esa noche.

Dos días antes, la tarde de invierno era fría y no había mucha gente por la calle. Juan se volvió para ver si le seguían. Hacía esto antes de entrar en el portal de su casa desde hacía tiempo. Examinaba a las personas que veía, por si alguno le estaba mirando, mostraba interés por él o las reconocía de otros días.
Una vez en su casa, sacó un llavero de su bolsillo e introdujo una llave en una de las tres cerraduras de la puerta de su casa, el 3 B.
Después de cerrar la puerta con pestillo se dirigió a su ordenador, colgando de pasada su abrigo en un perchero. El correo electrónico debería haber llegado ya.
Juan vivía solo. Trabajaba de administrativo en una revista, iba y venía en la línea 3 del metro todos los días, en un sentido y en el otro. Los sábados bajaba al supermercado de la esquina y compraba comida para las noches de toda la semana.
No había recibido el correo que esperaba, ni en su Buzon normal ni en "el spam", en el que miró por si acaso. Después se fue a trabajar a su estudio.Al volver de la oficina, al día siguiente, se paró en el kiosco de castañas de la esquina, le apetecía comer algo caliente. En el kiosco empezó a hablar con la castañera, no era la primera vez que se paraba.
  • ¿Cómo está, don Juan?
  • Bien ¿Y su hijo? Hace tiempo que no le veo por el kiosco.
  • ¡Fíjese qué suerte, que ha encontrado trabajo! Le llamaron de un sitio, por fin, y le faltó tiempo para contestar que quería trabajar.
  • Felicite a su hijo de mi parte, dígale que vuelva a verme cuando quiera.
  • ¿Cuántas le pongo?
  • Un cucurucho de 2, por favor.
Otro hombre, que también estaba en el puesto de castañas, entró en la conversación.
  • Esta fresco esta mañana, unas castañas nos irán muy bien. Es difícil educar a los hijos ¿no? ¿Cuántos años tiene el suyo?
  • No se crea, lo difícil ya pasó, ahora es todo un mozalbete.

Juan entró en el portal de su casa con el cucurucho en la mano. Volvió a comprobar si le seguían, pero solamente vio a aquel hombre fornido que se alejaba del puesto de castañas. Notaba su mano derecha, cada vez un poco más caliente.
En el ascensor se encontró con su vecina Isabel y sus dos hijos. Le ofreció a Isabel una castaña y sacó de su bolsillo unos caramelos que ofreció a los niños.

  • ¿Os gustan los caramelos? Tengo más en casa, cuando queráis pasad a buscarlos.

Salió del ascensor y entró en su casa. Ni siquiera se quitó el abrigo y se sentó delante del ordenador para comprobar otra vez el correo. Tampoco hoy había llegado, por lo que escribió otro para preguntar cuando llegaría. Después colgó su abrigo en el perchero y se fue a su estudio.
El timbre de la puerta le despertó por la mañana, antes que su despertador. Dos policías uniformados le preguntaron  quién era y le pidieron permiso para entrar. Se fueron directos a su ordenador del salón. Después de unos minutos de espera, uno de los dos agentes le dijo: D. Juan Honrubia, queda usted detenido.
Un policía se llevó a Juan y el otro empezó a registrar el piso. Al entrar en el estudio de Juan se encontró con una estancia abarrotada de cuadros y un caballete al lado de la ventana con un cuadro a medio pintar, Juan Honrubia pintaba. Todas las paredes estaban llenas de cuadros y muchos estaban apoyados en el suelo.
Todos los cuadros tenían niños, de todas las edades, de todos los tamaños y en todas las posturas. Solos, en grupo, con paisajes verdes o nubes blancas y cielos azules.. Juan solamente pintaba niños. Juan Honrubia estaba obsesionado con los niños.
El policía no entendía demasiado de arte, pero los cuadros le parecieron muy hermosos.

lunes, 21 de marzo de 2016

La buena formación

Sor Matilde se sube nuevamente al altar y, tomando posesión del micrófono, repite: 
-    Os ruego a todos silencio para que la celebración tenga éxito.
Me muevo inquieto en el banco de madera. Mi banco chirría cuando me muevo. Miro mi reloj impaciente. Veo a Eva de espaldas, en la segunda fila. Lleva un vestido verde.
Una veintena de niñas están bien alineadas con sus vestidos blancos en el altar. Reina un ambiente de respeto y silencio,... aparte de las intervenciones de Sor Matilde. En el altar hay muchas flores, todas blancas. Huele a algo que podría ser incienso, y el silencio casi se oye. La pompa y el boato se pueden tocar.
Los bancos y los sillares laterales estaban asignados a cada persona previamente con su nombre en un papel en el asiento. Se nota que alguien se ha tomado la molestia de analizar en qué posición los padres de cada niña la verán mejor durante el evento.
La responsable de catequesis está situada de pie, al lado del altar, y va marcando con sus brazos los tiempos y lo que tiene que hacer cada niña en cada momento. Las niñas la miran a ella casi todo el tiempo disimuladamente, para no equivocar ni un detalle de lo que han estado ensayando durante meses.
La ceremonia se desarrolla en silencio. Ahora, cada niña se mueve desde su puesto hasta el micrófono para leer algo que lleva escrito en un papel. Intervención salpicada por el ruido del disparador de la cámara de fotos del fotógrafo oficial, único con el permiso de Sor Matilde para hacer fotos. Algunas abuelas y familiares muestran  un sentimiento de orgullo de forma tan incontenible que casi hace necesaria la intervención de Sor Matilde.
El fotógrafo lleva corbata. En general casi todos los hombres la llevan y las mujeres van bien arregladas. ¡Es necesario respetar la etiqueta!
El tiempo pasa más lentamente de lo que pensaba. Puedo distraerme con el escenario; el cuidado de las formas que se ve en todas partes, y me pregunto si es necesario algo más para hacer que cosas como esta tengan éxito. Pero acabo  fijándome en el vestido verde de Eva y en su pelo pelirrojo, y me pregunto qué pasará al final.
El sacerdote se despide, el solemne acto se está terminando. La responsable de catequesis sonríe muy satisfecha porque ninguna niña se ha equivocado.
Otra vez siento la dureza de mi banco. En mi reloj han pasado 53 minutos. Veo que Eva, con su vestido verde y su marido, están saliendo por el pasillo central de la iglesia, nos cruzamos una disimulada mirada. Estoy seguro de que no seré capaz de actuar normalmente si tenemos que hablar pero, gracias a dios, me llevan hasta la responsable de catequesis que sabe en dónde está nuestra hija, y a felicitarla por cómo se ha desarrollado todo.

Sor Matilde, igual que todos los años, sube a apoderase de nuevo del micrófono:

-    Quiero agradecer a todos el silencio y respeto demostrados, sin los cuales esta ceremonia no habría tenido este éxito.