jueves, 6 de diciembre de 2018

L’Antina

Una cadena de rocas corría como a 100 metros paralela a la playa. Un bloque de hormigón con una estructura de metal oxidado encima la interrumpía. Mi padre me hizo olvidar mis miedos para llegar allá con él y con alguno de mis hermanos. Subidos al bloque de hormigón, secándonos, podíamos ver los barcos de pesca sobre la arena caliente y clara, azul y rojo, subidos en maderos. En la arena parecía imposible soportar el calor. En el bloque de hormigón el agua fresca del mar resbalaba sobre la piel. 
Fui después muchas veces a aquel lugar, acompañado y solo. Vi cómo los pescadores subían las pesadas barcas estirándolas con un cable de acero que salía de un edificio en la calle, quitando rápidamente los maderos más cercanos al agua y poniéndolos en la parte de arriba de la playa para que se apoyara el barco. Comí muchas veces guisos de pescadores acompañado y sólo, en una de la terrazas arriba de la playa. 
Nunca supe para que servía la estructura que cada año estaba más rota por el castigo del mar en invierno. Se convirtió en un ritual nadar hasta allá para estrenar el verano. Siempre hacía calor, incluso aquella noche que nos apropiamos de los bongos de aquel bar en medio del barrio marítimo. 


Cuando era más mayor sacábamos pulpos de la barra de rocas, mientras las chicas esperaban en la playa. Todo esto se ha borrado, si no fuera por mis recuerdos.

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