lunes, 2 de mayo de 2016

Un hombre imposible

En su cara no se podía encontrar simetría alguna. Una de sus cejas estaba más alta que la otra y los huesos de debajo eran mucho más prominentes. Su boca estaba torcida y desplazada a un lado, debajo de su nariz. Sus ojos eran pequeños y vivos, aunque el derecho apenas se veía. Solo su nariz, perfilada, y recta  soportaba una abundante barba que le daba apariencia de cara. Daba la impresión de vigoroso y rápido, aunque cojeaba ligeramente. Su cabeza era muy grande. Sus piernas eran desproporcionadamente largas para su torso. Sus pantalones eran de un color marrón, igual que su camiseta, o eso parecía. Si me preguntaran sus años, no sabría decir si tenía 15 o 30.

Deambulaba por los campos mirándolo todo sin ser descubierto. De esta forma, cogiéndolos de unos tendederos no vigilados había conseguido los pantalones y la vieja camiseta que adornaba su pequeño torso y que le resguardaban del frío.

Robaba alguna gallina o algún pastel que se enfriaba en una ventana. Iba con mucho cuidado de no ser descubierto. Cogía estas cosas y huía hasta su cueva para comérselas. Había aprendido a comer sin fuego. A veces miraba de lejos a los niños cuando jugaban con una pelota y les escuchaba gritar con envidia.

Él no recordaba el día en el que lo habían abandonado en el campo ni porqué. Al despertarse todos los días, disfrutaba del mar, de los chillidos de las gaviotas y del cielo azul. Había descubierto la cueva en donde siempre estaba seco, lloviera o no, bajando unos riscos en donde el acantilado parecía abrirse en picado al mar. Es curioso que encontró su cueva un día que intentó acabar con su vida tirándose por el acantilado. Para su sorpresa, en lugar de despeñarse al mar y las rocas a unos 100 metros más abajo, cayó enseguida en una repisa que no se veía desde arriba, en donde estaba la entrada a su tesoro.

Muchos de los aldeanos y algunos niños lo habían visto furtivamente alguna vez, acechando para conseguir algo que le sirviera de comer, o solamente para oírlos. Asustados, muchas veces habían organizado grupos para encontrarlo. Alguna vez, con cierto éxito, lo perseguían hasta el acantilado y allí se perdía su rastro, creyendo sus perseguidores que se había arrojado al mar. Entonces la escena era siempre la misma. Sus perseguidores hablaban de cómo el monstruo se había tirado al mar, final elegido antes de que ellos le dieran su merecido. Él, acostado y quieto, muerto de miedo en una de las paredes de su cueva, con un grueso palo en las manos, en silencio, oía a sus perseguidores y entendía, al menos por el tono, que les había vuelto a engañar. Nunca hacia fuego ni ruido en su cueva. Cuando se escondía después de una persecución no salía en varios días. La cueva tenía un riachuelo de agua dulce y guardaba alimentos suficientes para varios días.

Ese invierno hizo mucho frío. Especialmente en febrero, tanto, y eso no lo habían visto ni los más viejos del lugar, que un manto de nieve cayó sobre la isla. En la plaza del pueblo unos niños dieron la alarma diciendo que el monstruo los estaba espiando mientras se tiraban bolas de nieve en el campo de fútbol. Inmediatamente se organizó el grupo perseguidor, armado de palas y palos y algunas escopetas de caza. Empezaron por el campo de fútbol y siguieron su rastro hasta el acantilado. Sus pisadas descalzas se distinguían claramente y los perseguidores descubrieron, asombrados, que se veían algo más abajo, descubrieron la repisa, la cueva y entraron para darle muerte, golpeándole con palas y palos, pegándole un tiro.


Basado en la leyenda de Xoroi, en Menorca.

domingo, 1 de mayo de 2016

La noche

Ya por fin, suena el despertador, deben ser como las siete, y ella se levanta. Soy capaz de armar una frase con una disculpa consistente: ¡lo siento! De pié, al lado de la cama ella me mira con aire de incredulidad y me dice que no me preocupe, que después de tantos años ya entiende mis estupideces.

Un poco antes, la ventana se veía ya un poco de luz, pronto sonaría el despertador y pondría fin a una noche de insomnio, de dolor de estomago y vueltas interminables en la cama. Ojalá que lo de ayer se resuelva. Mi cuerpo no podría soportar otra noche como esta, y mi cabeza se fundiría si seguía dándole vueltas a lo que había hecho y lo que podría pasar.

En una de las vueltas que di, me fijé en la esfera del despertador, que marcaba las 5 de a mañana. Era un despertador bien grande que ocupaba mi mesilla de noche, ya no me acordaba desde cuando. Me lo había regalado mi padre hacía muchos años. Aunque el ruido que hacía era escandaloso, creo que tuve que hacer algún ajuste para oír los segundos que marcaba, implacable, pero gracias a él, me olvidé de dar vueltas y pude concentrarme en algo diferente a lo que mi cabeza pensaba desde hacía horas. Por un momento me imaginé que un enemigo estaba manipulando el despertador para que los segundos fueran hacia atrás y así, hacer más larga la noche.

La ventana está muy oscura. No sé cuantas vueltas he dado en la cama, pero la ventana no da respuestas de qué hora es. Un vistazo a mi mesilla de noche y veo que todavía son las tres de la mañana, y que apenas llevo unas horas acostado. Mi estómago se revela y me produce un malestar que, si no fuera por lo que había pasado, se quedaría en un “ya no tienes que cenar tan fuerte a tus años”. Mi vejiga me obliga a visitar el baño. Pero mi cabeza duda si he vuelto o si tengo que ir.

Cuando me acostaba aquella noche no paraba de hacerme reproches, a preguntarme porqué era tan estúpido de entrar al trapo, de discutir, de levantar la voz, si apenas era importante de lo que estábamos hablando. Me preguntaba porque yo, que me consideraba inteligente, no era capaz de separar las cosas banales de las importantes. Efectivamente, mi situación no era normal, más bien cualquiera diría que era muy mala o solo grave, por ser políticamente correcto. Pero eso no justificaba para nada que no me diera cuenta de las cosas

La película que estoy viendo se ha acabado y desaparece la razón que me ha mantenido en el salón la última hora. Apago la tele y las luces y me voy a mi cuarto con miedo, en donde mi esposa duerme, gracias a dios, a pierna suelta. Intento hacer el mínimo ruido para no despertarla y, pocos segundos después, estoy en la cama. Me recibe el agradable tacto de la almohada que parece significar que es de noche y prometer que volverá a salir el sol por la mañana, y llegará la calma.

martes, 26 de abril de 2016

Ceres

La gran puerta de roble viejo ya no se abría y se podía ver sobre ella la estatua de Ceres que dio la bienvenida tantas veces a tantas personas en las muchas celebraciones que vio el caserón. Don Marcial era el sumo sacerdote que cualquier cineasta americano habría convertido en El padrino. Atendía a todo el mundo, ellos iban vestidos con sus sacos blancos, y ellas con los hombros descubiertos, sus cuerpos mulatos y siempre sensuales. Se oía bullicio, hasta que el amanecer sobre el viejo malecón iluminaba las ventanas del caserón, en donde no cesaban las risas. La familia de D. Marcial, blanquitos ellos, se habían fraguando la fama de que sus fiestas eran insuperables. Y cuando digo todo el mundo no quiero quedarme corto. Todo La Habana recalaba la noche de fiesta en casa de D. Marcial, blanquitos, mulatos, oscuros,.. y el servicio, el servicio era excelente, uniformados con su mejor traje, se afanaban en atender a los huéspedes de D. Marcial como si fuera él, tal era la charla que les daba antes de que llegara el invitado más tempranero. Entonces el Ceres de la fachada les daba la bienvenida a los invitados que, ya por costumbre no habían sido invitados pues toda la ciudad estaba invitada sin necesidad de comunicarlo.

A Clara le gustaba mover su cama en las noches de Enero para ver el negro firmamento salpicado de estrellas. Era muy raro que lloviera en enero, pero la humedad estaba presente en todas partes y Clara sentía que la brisa de la noche le permitía dormir hasta el amanecer. Al llegar a casa le había dado a Doña Inés, su madre, los dólares que había podido reunir antes de rociarse todo el cuerpo de agua y jabón con la manguera. Con el dinero, Doña Inés compraría yerbabuena y lo necesario en el mercado negro, para hacer mojitos y venderlos en el malecón. Para dormirse, Clara se fijaba en la ventana por la que se veía del mar. Ventana situada en la fachada, lo único que quedaba de la mansión Ceres y en la que se apoyaban las lonas, maderas, cuerdas, cartones y uralitas que su madre y su padre construyeron a lo largo de los años y que era el único hogar que Clara reconocería como suyo en el mundo.

Si, cayó la oscuridad sobre La Habana, se acabaron las fiestas, se acabaron los corruptos D. Marcial, pero la Ceres seguía presidiendo aquella puerta de roble al lado del resto de fachadas que, como palacios adosados, formaban el malecón. Por dentro familias como la de Doña Inés se esforzaban en buscar por cualquier medio esos dólares que les permitieran comer. Eso sí, cualquier turista se creería en El Caribe al oír el swing de las guitarras cantando en el Malecón.

La Ceres perdió su nariz, apretó los labios y si no hubiera sido por su fuerte composición de mármol, seguro que de sus ojos hubieran brotado las lágrimas que Clara transformaba en sonrisas todas las noches, sin darse cuenta.


jueves, 21 de abril de 2016

¿Os dais cuenta?

Mi opinión es que debemos cambiar las caras de nuestros políticos, y muchas cosas del sistema actual. Por ejemplo lo que hace que, para que algo avance, debemos darle mayoría absoluta a alguien. Esto solo sirve para explicar los vaivenes en sentidos opuestos, para explicar la corrupción,… Necesitamos políticos nuevos.

Como hipótesis, supongo que los votantes dirán lo mismo que el 20 de diciembre. Es lo que dicen las encuestas que reflejan lo que la gente cree que ha de pasar, no lo que van a votar.

Imaginemos que seguimos pensando que el PP debe participar en gobernar pero que no puede seguir gobernando como hasta ahora. Esto quiere decir que no podemos darle la mayoría absoluta. Pero si le damos un escaño menos de los que necesita le dirá su Majestad: 
- Señor, lo mejor es que hable con Pedro Sánchez, que yo no conseguiré de nadie el escaño que me hace falta.   
- Pero Mariano, ¿no crees que puedes convencer a alguien y darle algo?
- Señor, esto es imposible, he hecho, y seguiré haciendo, lo único que se puede hacer, España no tiene ninguna otra opción. Por eso hemos ganado las elecciones, su Majestad.
- Entonces, ¿porqué no puedes hablar con nadie?
(A más votos le demos, con más fuerza usará su argumento.)

El PSOE no puede gobernar, por eso le seguiremos dando menos votos que nunca y cuando Pedro Sánchez hable con su Majestad:
- Pedro, no sé si sabrás que Mariano me ha dicho que hable contigo, ¿crees que puedes llegar a acuerdos?
- Majestad, los españoles han votado un gobierno de cambio, pero realmente me han votado a mi, no al Sr. Rajoy. Muy difícil será si no consigo que Pablo me apoye, es mi colega, y odia al Sr. Rajoy lo mismo que yo. Será fácil convencer a esos novatos de Ciudadanos.
- Majestad si Ud. me lo encarga le aseguro que tendremos gobierno enseguida, creo que me vendrá bien vivir en La Moncloa.

A PODEMOS le podemos seguir dando nuestro voto de cabreo, nuestro aviso a los políticos de verdad, de que están jugando con fuego, para ver si entienden de una vez que cuando les decimos que pacten es para que lo hagan, cuando les decimos que metan en la cárcel a los corruptos, lo que queremos decir es que no usen la política para robar y, si lo hacen, que devuelvan lo que han robado si se les pilla. Si no nos hacen caso los cambiaremos por otros.

Algunos de los detalles que hemos visto reclaman que hagamos un voto útil:
- Es muy fácil disfrazarse de Spiderman y grabar un vídeo contra los deshaucios.
- Es difícil entender que cuando eres alcaldesa, tus opiniones no le interesan a nadie, y no debes de tenerlas, debes defender la opinión de TODOS los votantes.
- Es muy fácil entrar en una capilla católica pública y quitarse la camisa (no he conseguido averiguar si también se quitó el sujetador)
- Es muy difícil eludir las responsabilidades por hacerlo.
Es muy fácil llevar a tu bebé al Congreso.
- Es muy difícil explicarle a todas las madres, que cobran menos que los hombres, que ellas no pueden llevar sus bebes al trabajo.
- Es muy fácil darle un beso en la boca a otro tío.
- No es nada baladí pronunciarse si se puede o no llevar burka por la calle.
- Es muy fácil cambiarle de nombre a la plaza de Juan Carlos I.
- Es muy difícil saber cómo evitar que unos colegas titiriteros te engañen.
- Es muy fácil decir que decidan ellos
- Es más difícil darse cuenta que ellos no son el 48% de la población.
-               

¿Os dais cuenta que para votar lo mismo no podemos escoger la misma papeleta? Creo que lo único que podemos hacer para seguir diciendo lo mismo es votar a políticos, aunque no nos gusten, los del PP al PP, los del PSOE al PSOE y el resto, a nuevos políticos, y estos no están en PODEMOS.

(Siento descalificar a nadie, pero yo no solo estoy harto de los políticos, sino también de los que se creen que no llevar corbata, olvidarse de las formas, les da derecho a tener una opinión más autorizada que la mía).

martes, 19 de abril de 2016

La pelirroja (después de clase)

Mi madre me compró dos pares de zapatos ese año. En Semana Santa me dejaron ir a una procesión. Todavía puedo oler la cera y oír el murmullo, casi silencio, de las dos filas de gente con su cirio encendido, el dolor que sentía cuando una gota de cera me caía en una mano. Me imaginaba lo difícil que era portarse como una persona mayor, aunque ya me dejaban ver la tele por las noches.

Pasábamos las vacaciones en un caserón con un jardín y un huerto enorme que lindaba con la calle principal de un pueblo pequeño. Por las mañanas las campanas del campanario cantaban los cuatro cuartos y las ocho campanadas de la hora entera. Era la señal esperada para levantarnos y abrir las contra ventanas azul celeste.

Un carro tirado por un caballo cansado se oía por la ventana. Sus cascos golpeaban rítmicamente el suelo empedrado, las ruedas traqueteaban, mientras el eje del carro chirriaba soportando al carretero que animaba al caballo cada cierto tiempo. Llevaba varios capazos con verduras recogidas esa mañana de su huerto: pimientos, puerros manchados de arcilla roja, y relucientes cebollas blancas. Manojos de rábanos y zanahorias verdes, violetas y naranjas colgaban del carro.

El pueblo estaba cerca de uno mucho más grande. El invierno había sido duro ese año y se había llevado un puente de la carretera asfaltada que los unía, en verano todavía estaba en reparación. Unos autobuses blancos y azules cubrían el trayecto, ese verano gratis, desviándose por unos caseríos desconocidos y solitarios para evitar el puente.
No recuerdo porqué, pero un día subí al autobús y por los polvorientos caminos que recorría, se subió un grupo de niñas. Una de ellas tenía unas coletas pelirrojas. Sus ojos eran grandes, verdes y brillantes. Casi tapaban su cara llena de pecas.

Muchas veces cogí ese autobús, a la misma hora, muchas veces ella y yo cruzamos nuestras miradas cuando se subía. Me conformaba con el viaje, con mirarla. Bajaba del autobús, daba una vuelta para disimular, no sé ante quien, y regresaba para coger el siguiente de vuelta.
A veces llevaba coletas, otras veces el pelo suelto, siempre el mismo gesto con las manos al sentarse en el autobús para poner el pelo detrás del asiento. Reconocía su voz de entre la cháchara de las niñas. Pantalones cortos o bermudas, camisetas de colores.

Un día decidí seguir a las niñas al bajar del autobús. Tenía un miedo cerval, o mucha vergüenza de ser descubierto, pero emulando las películas de la tele, las seguí hasta la rambla sin levantar sospechas, esperando en las esquinas. Las vi entrar en un portal que decía: "Academia Gómez. Taller de bordados".

Siempre esperé que ella me dirigiera la palabra.

Íbamos a bañarnos carretera arriba a un remanso del río con una cascada. El agua estaba helada a la sombra de enormes rocas. Los niños mayores se subían a las rocas y se tiraban al remanso por la cascada, como un tobogán. Mis padres nos asustaban asegurando que había unos "chupadores" que se tragaban a la gente si se sumergía en el remanso. A menudo tenía pesadillas con esto, atrapado en el fondo.

En el mismo lugar del remanso había unas fuentes, como 25, cada una a una altura creciente. Cada año era una ceremonia obligada, cuando llegábamos, ver cuánto habíamos crecido según la fuente de la que nos tocaba beber. Yo ya podía beber de la más alta.


Teníamos el baile del ‘confeti’, en el casino del pueblo, tirando bolas de papel, como si fueran granadas, rompiéndolas con la boca, antes de tirarlas. Estaban rellenas de trozos de papel de colores. Era el acontecimiento del verano, y yo estaba seguro de que mi pelirroja iría. Me pasé la tarde/noche buscándola, mirando la puerta, pero solo me encontré evitando las bolas sin morder, lanzadas por los del pueblo, que descargaban su odio con los veraneantes, entre risas.

El verano acabó y al verano siguiente el puente ya estaba arreglado. Me cambiaron de cuarto. Ahora dormía solo al lado de mis padres, al otro lado de la casa. Cuando oía las nueve campanadas, me gustaba abrir ventanas y contraventanas y pasar un buen rato mirando desde la cama el cielo, las nubes y las montañas lejanas, antes de desayunar.

Con la paga de mi semana, un día cogí el autobús, a la misma hora de siempre pero ella no apareció. Me fui a la academia. Pero en su lugar me encontré con un bar, "El encuentro".


Ese año no fui al baile del confeti, ya no podía soportar a los del pueblo. A ella nunca más volví a verla.