jueves, 18 de febrero de 2016

Un minuto

Hoy era el día en el que Juan Ramón iba a dar las notas. Sabía que las vidas de alguno de nosotros dependían de él.

Cuando abrí puerta de la clase, pude ver la capa del humo de los cigarrillos que se iba haciendo más densa y oscura a más arriba miraba, calentando e inundando la clase de olor a tabaco. Era febrero y las ventanas todavía no estaban abiertas, fuera hacia sol. La clase estaba llena de gente, con sus plumíferos y sus anoraks. El ambiente era casi irrespirable.

Juan Ramón ya estaba escribiendo en la pizarra, tan pulcramente como siempre, hablando con esa voz queda que le hacía parecer un sumo sacerdote. Su letanía era toda la banda sonora de la clase. Ni siquiera  el ruido de abrir la puerta, o el de una mosca que revoloteaba cerca de la mesa, bajo los rayos de sol que entraban por una ventana, podía alterarla.

Seleccioné con la mirada una de las sillas vacías de las últimas filas, cerré la puerta con sigilo, y me dirigí hacia ella con el menor ruido posible y mi libreta bajo el brazo.

Uno no se podía fiar de Juan Ramón, podía dar las notas hoy, o cualquier otro día.

En la última fila me pareció adivinar sentados a mis padres, atentos a lo que hacía, con su cara de escepticismo acerca de mi capacidad de sacar adelante lo que estaba haciendo, porque ya hacía más de tres años que no conseguía aprobar aquella asignatura; muchos resultados de "cero punto cero"; aunque ahora, al menos, ya era consciente de que no sabía lo suficiente para sacar una buena nota, no había salido de mi casa en un mes para preparar el examen; continúe caminando hacia la silla esquivando anoraks y plumíferos, tirados por el suelo o colgados de las sillas. La clase estaba ta llena porque casi todo el mundo se quedaba atrancado en esta asignatura antes de seguir con la carrera.
 

Cuando ya había llegado pero antes de que pudiera sentarme en la silla que había escogido, Juan Ramón se dio la vuelta de la pizarra y me vio, interrumpiendo su esotérico discurso.

-  A ver, usted, ¿porqué está en esta clase? ¿No sabe que está aprobado?

Sorprendido antes de sentarme, sentí las miradas de toda la clase. Se las adivinaba llenas de envidia, Yo ya no tendría que abrir nunca más esa puerta.

Apenas pude balbucear un gracias, mientras volví a abrir la puerta para salir, tan rápidamente, que las miradas de envidia se convirtieron en una gran carcajada de solidaridad.




domingo, 7 de febrero de 2016

Por si les interesa

SÍ, quiero que vuelva a gobernar el PP (por eso le he dado más votos que a nadie), aunque NO, no quiero que siga haciéndolo como hasta ahora (por eso no le he dado suficientes votos). NO, no quiero que gobierne el PSOE (por eso le he dado menos votos que nunca).
CIUDADANOS es limpia porque es nueva y tiene ideas nuevas porque es joven (por eso le he dado sólo el cuarto puesto). Además, su líder es catalán e intentará resolver el problema, no enterrarlo. Estoy muy cabreado con el sistema: con la corrupción, con la alternancia, con el inmovilismo, contra la intolerancia que genera el sistema cuando le doy suficientes votos a algún partido, (por eso he votado a PODEMOS como tercera fuerza).

El CAMBIO que he votado es que el PP NO lo siga haciendo igual, a saber: porque es lo único, porque es por mi bien, porque impone sus puntos de vista,…; que la alternativa no es buena automáticamente, como hasta ahora. El cambio NO es un gobierno progresista ¿qué es esto? Ni de izquierdas ¿qué es esto? El CAMBIO es hacer muchas cosas que solamente se pueden hacer entre varios: quitar el Senado, reformar la ley electoral, mejorar la reforma laboral, la justicia, garantizar las pensiones, mejorar nuestra Constitución…

Ningún votante entendería que las tres fuerzas no se pusieran de acuerdo por el cambio.
Si no se ponen de acuerdo, ¡que cambien a las personas y vuelvan a hablar!

Los de PODEMOS no llevan corbata, pero son muy listos y, si los que defienden el sistema no se ponen de acuerdo, ellos lo desmontarán piedra por piedra y montaran uno nuevo, como ya hicimos hace 40 años.

Ningún votante entendería que nadie se pusiera de acuerdo con ellos, “… no lo veo…”, como decía alguien, por eso quieren la exclusiva, y participar para garantizar el control, es ahora o nunca.


¡Ah! Y si me vuelven a preguntar, seguiré respondiendo lo mismo, cada vez un poco mas cabreado.

Paquito Pérez Alcalá, DNI 43.526.979Z

domingo, 31 de enero de 2016

La abuela y las acelgas (reloaded)

María tiene el pelo muy blanco. Cuando baja para comprar, se la puede encontrar en la calle con su carro de cuadros con ruedas, en el colmado hablando con el tendero de toda la vida, o con la dependienta de la panadería.

Apenas ve a sus tres hijos, porque viven lejos, aunque habla casi a diario por teléfono con Marta. Le gusta su casa, nunca ha sido una opción ir a las de sus hijas. Recordaba con horror aquellas Navidades que fue a casa de Marta, no le gustó nada estar lejos, sin su vajilla ni su aparador,...

Siempre viste una falda en tonos oscuros, su jersey ahora verde botella, ahora azul marino, su pañuelo al cuello, su pelo blanco y aquellos zapatos con un poco de tacón que le hacen parecer un poco más alta.

Hoy se ha puesto un jersey color mostaza, es un día especial. Andrés viene a comer. Andrés es el mayor de sus hijos y el único varón. Desde que supo que venía, las comisuras de sus labios están permanentemente levantadas. Ni siquiera Marta ha conseguido convencerla que no hay nada por lo que alegrarse.

En el aparador del salón quedan pocos platos de su vajilla de La Cartuja. Se acuerda de Esteban cuando la compraron en aquel viaje a Sevilla. Entonces llenaban su apartamento de 80 metros cuadrados con cosas que cada día lo hacían más su hogar. Sus dos hijas pequeñas eran una monada y Andrés era un niño especialmente revoltoso, como tienen que ser los niños.

Esteban encargó el aparador y el mueble del salón. Tan especiales, ¡tan su casa!, su vida se podría describir a través de este tipo de alegrías, cuando Esteban le hacía un regalo en algún aniversario de boda. Los años pasaron, Esteban murió y los niños se fueron.

Se asomó al salón para sonreír un poco más y ser consciente de estar en su casa. Se acercó al aparador, lo abrió y destapó la azucarera, acariciando la loza, en la que guardaba sus ahorros. Después de que Esteban se marchara, había conseguido hurtar unos pocos euros, antes pesetas, de su pensión cada mes, mes tras mes, y guardarlas en el azucarero.

Lo guardaba para pagar el viaje a Sevilla y completar la vajilla con los platos que le faltaban. Era su secreto y eso la hacía muy feliz.

Había comprado las acelgas en el colmado, y empleado más tiempo del normal para limpiarlas y dejar solamente aquello que iba a cocinar para Andrés. Guardó lo que sobró en la nevera, comería más veces. También había hecho salsa de tomate, no de lata claro, sino pelando tomates naturales y friéndolos con un poco de cebolla, Andrés disfrutaría con eso. Le había comprado al tendero de la esquina un vino y había hecho un exceso en la pastelería, comprando unos bocaditos de nata.

A la una lo tenía todo listo, se quitó el mandil y se sentó delante del aparato de televisión, un aparato que ocupaba un lugar enorme delante del sofá.
Gracias a ese cacharro había averiguado el teléfono de La Cartuja, habló con ellos y fueron muy amables, averiguó que podía completar su vajilla en Sevilla. No había entendido eso de que podía comprarlos por internet y pagado con la tarjeta de crédito, demasiado moderno para ella.

Las dos y las comisuras de sus labios seguían apuntando arriba.

Las dos y diez y suena el timbre de la puerta.

El abrazo es largo y real, la visita ya casi ha valido la pena. Saludos de rigor, reproches no expresados, tanto tiempo,…. Los ojos de Andrés rebuscan algo diferente, pero todo está igual mientras sigue a su madre al salón.

Le cuenta novedades que ella no entiende, Andrés siempre fue un poco incomprensible, sus historias siempre parecían estar por encima de una vida común, conocía a gente importante. Andrés siempre había tenido predisposición para exagerar. Alegría de volver a casa, tiempo para los recuerdos de rigor. La falda, los tacones y el pañuelo le dan una buena imagen, Mamá, te veo muy bien,… para ti no pasa el tiempo,… y para tus muebles tampoco,…

Las acelgas, el tomate y las patatas están realmente buenos. La conversación gira alrededor de recuerdos que son mejores cada vez que los repiten, pues cada vez olvidan más lo malo que tenían. María no tiene ningún cuidado por disimular el cariño que Andrés le provoca…

Se sientan en el sofá después de comer para tomar los bocaditos de nata, los recuerdos siguen fluyendo, pero la conversación se acerca al motivo por el que Andrés ha venido a comer. Andrés trabaja para una de las más importantes firmas de abogados del país. Esta trabajando en un proyecto importante, a punto de hacer algo que, sin duda, le hará salir en los periódicos,… sólo que necesita algo de dinero.

María le mira extrañada, ella no tiene dinero, y él ya lo sabe.

Andrés no insiste, Andrés es así, y pide un café.

Mientras María prepara el café en la cocina, recuerda cómo su hijo revoltoso se había convertido en un hombre que Esteban no podía soportar, y cómo le echó de casa a pesar de sus súplicas. María se ha estado ocultando el recuerdo de la última vez que Andrés vino a comer. Entonces se enfadó con ella por su falta de ambición; después de decirle lo buenas que estaban las acelgas y casi acabarse la botella de vino, empezó a echarle las culpas de lo difícil que era su vida desde que su padre lo echara de casa, cada vez más enfadado, ella recuerda como, con horror, acabó renegando de su padre y rompiendo contra el suelo los platos de la vajilla elegante antes de marcharse de casa, sin despedirse, dejando un poco más vacío el aparador. Ya había pasado más veces.

Un portazo le devuelve al presente, a la cafetera y a Andrés. Cuando sale al salón no encuentra a Andrés, pero el azucarero está abierto al lado del plato vacío de acelgas con tomate.


María se sienta en el sofá para asumir lo que le ha pasado. No podrá comprar los platos que Andrés había roto, se ha llevado su secreto con él, pero, al menos, se ha marchado sin romper ningún plato.

jueves, 28 de enero de 2016

Y no tiene ruedas




No, no es un coche esperando a que el semáforo se ponga en verde para llevar a su aburrido dueño a la oficina. 
Más bien parece un camión vestido de los colores del óxido y la experiencia. Bien mirado, esa luz redonda parece un faro que empuja a seguir al inmutable destino,... o no tan inmutable porque puede poner el intermitente y cambiarlo... 
El retrovisor para mirar atrás,... ¡ni existe!...
o tal vez sean solamente bonitos trazos de color en un cartón marrón, que obligan a una segunda mirada, por su armonía.
Cuando alguien que mira, no ve un coche sino un anciano, su destino, o algo que cambia; cuando lo que se ve depende de quien mire, entonces tal vez estemos hablando de otra cosa. Es ¿ARTE?


PD. 

1. Al principio dibujas lo que ves (lo difícil es no dibujar lo que te parece que ves)
2. Luego aprendes a dibujar y a pintar bien, algunos muy bien.

3. Luego, solo algunos escogidos, pintan aquello que no todos ven en las cosas más normales.

PD.
Para Lucía.

domingo, 10 de enero de 2016

Personajes

Supongo que podría escribir muchas historias, pensando en los muchos personajes que he visto.

Recuerdo aquella vez, volviendo de comer, caminando detrás de una mujer con un pelo azabache precioso. Sus curvas le quitaban el hipo a cualquiera, y había en su forma de caminar algo que demostraba que ella lo sabía. Su chandall de colores estridentes no cuadraba. Recuerdo no haber escrito nada de ella solamente por el miedo de no engañar a nadie.
Tal vez su historia no escrita fuera ser seducido, invitarla a un café y resolver el dilema de sus andares y el chandall. Una mujer desesperada por encontrar a alguien, por encontrar a alguien o a su futuro. Una mujer que, cuando encontraba una opción, se dedicaba a explotar sus andares ignorando el aparente contra sentido del chandall. Una personalidad singular capaz de obviar las apariencias,...

Recuerdo el estereotipo del policía de México al que tuve que pagar 100 dólares para dejarme aparcar el camión de la mudanza enfrente de la oficina. Un hombre que tuvo que buscar un futuro para su vida cuando dejó embarazada a su novia. Le tocó el papel de hombre fuerte para salvar una situación que se empeñaba en que fuera normal, cuando tenía un origen dramático. La escuela de policía, ¡qué bonito!, el primer episodio en donde le enseñaron como sacar más dinero, la rutina absoluta en la que su vida sórdida se había convertido,....

El chofer de mí amigo un día, después de esquivar una moto, se puso a despotricar acerca de lo que él haría con las motos, su piel morena intentando serlo, cuando era blanca y con muchísimas arrugas. La diferencia fundamental entre él y los que eran como él: él tenía dueño y haría cualquier cosa por él. Su jefe era una propiedad suya a la que acudía siempre que necesitaba algo, ¡cómo lo sabían sus amigos!,...

En México. Mi amigo me invitó a aquel callejón, al lado de las vías del tren. Su hija cumplía tres años y era algo digno de celebrar. Todos fueron a aquel callejón. La casa espectacular, el mole, la TV poniendo un partido de Cruz Azul, su hermano con el mechón de pelo blanco, su hermana, preciosa, el mole,... sí, ya escribí acerca de esto, la fiesta que no resultó nada humilde. Escribí de los personajes y de cómo un pueblo festeja los grandes acontecimientos,...

También escribí acerca del taxista charlatán sordo, que un día convirtió un viaje de 10 minutos en el descubrimiento de un mundo tan desconocido para mí como paralelo al mío, con infidelidad y orgullo, mucho orgullo, porque él era el protagonista de una historia con un principio, él estaba casado, y con un final, él ayudaba a su querida prostituta.

Tal vez podríamos inventarle una historia a ese personaje que cantaba en un bar no turístico de Panamá. La montura de sus modernas gafas, la camisa azul de cuadros, su ritmo y su tono, perfecto para acompañar un Sancocho, estaba pidiendo a gritos una historia, como la de aquel momento en el que pudo ser alguien y el destino le condenó a cantar a su edad en el bar de Mariela,...

Este puente pasado he estado en Barcelona y he sorprendido a una señora con el pelo blanco como la nieve arrastrando uno de esos carros de cuadros con ruedas. La felicidad que demostraba su boca y sus andares, tan alejados del esfuerzo de arrastrar el carro, me hicieron pensar en el próximo encuentro con su hijo pequeño, un ser que fue fruto de un sueño, y que destrozaba el presente de la señora de pelo blanco cada vez que la veía y, a pesar de eso el sueño nunca se borraba,...