domingo, 31 de enero de 2016

La abuela y las acelgas (reloaded)

María tiene el pelo muy blanco. Cuando baja para comprar, se la puede encontrar en la calle con su carro de cuadros con ruedas, en el colmado hablando con el tendero de toda la vida, o con la dependienta de la panadería.

Apenas ve a sus tres hijos, porque viven lejos, aunque habla casi a diario por teléfono con Marta. Le gusta su casa, nunca ha sido una opción ir a las de sus hijas. Recordaba con horror aquellas Navidades que fue a casa de Marta, no le gustó nada estar lejos, sin su vajilla ni su aparador,...

Siempre viste una falda en tonos oscuros, su jersey ahora verde botella, ahora azul marino, su pañuelo al cuello, su pelo blanco y aquellos zapatos con un poco de tacón que le hacen parecer un poco más alta.

Hoy se ha puesto un jersey color mostaza, es un día especial. Andrés viene a comer. Andrés es el mayor de sus hijos y el único varón. Desde que supo que venía, las comisuras de sus labios están permanentemente levantadas. Ni siquiera Marta ha conseguido convencerla que no hay nada por lo que alegrarse.

En el aparador del salón quedan pocos platos de su vajilla de La Cartuja. Se acuerda de Esteban cuando la compraron en aquel viaje a Sevilla. Entonces llenaban su apartamento de 80 metros cuadrados con cosas que cada día lo hacían más su hogar. Sus dos hijas pequeñas eran una monada y Andrés era un niño especialmente revoltoso, como tienen que ser los niños.

Esteban encargó el aparador y el mueble del salón. Tan especiales, ¡tan su casa!, su vida se podría describir a través de este tipo de alegrías, cuando Esteban le hacía un regalo en algún aniversario de boda. Los años pasaron, Esteban murió y los niños se fueron.

Se asomó al salón para sonreír un poco más y ser consciente de estar en su casa. Se acercó al aparador, lo abrió y destapó la azucarera, acariciando la loza, en la que guardaba sus ahorros. Después de que Esteban se marchara, había conseguido hurtar unos pocos euros, antes pesetas, de su pensión cada mes, mes tras mes, y guardarlas en el azucarero.

Lo guardaba para pagar el viaje a Sevilla y completar la vajilla con los platos que le faltaban. Era su secreto y eso la hacía muy feliz.

Había comprado las acelgas en el colmado, y empleado más tiempo del normal para limpiarlas y dejar solamente aquello que iba a cocinar para Andrés. Guardó lo que sobró en la nevera, comería más veces. También había hecho salsa de tomate, no de lata claro, sino pelando tomates naturales y friéndolos con un poco de cebolla, Andrés disfrutaría con eso. Le había comprado al tendero de la esquina un vino y había hecho un exceso en la pastelería, comprando unos bocaditos de nata.

A la una lo tenía todo listo, se quitó el mandil y se sentó delante del aparato de televisión, un aparato que ocupaba un lugar enorme delante del sofá.
Gracias a ese cacharro había averiguado el teléfono de La Cartuja, habló con ellos y fueron muy amables, averiguó que podía completar su vajilla en Sevilla. No había entendido eso de que podía comprarlos por internet y pagado con la tarjeta de crédito, demasiado moderno para ella.

Las dos y las comisuras de sus labios seguían apuntando arriba.

Las dos y diez y suena el timbre de la puerta.

El abrazo es largo y real, la visita ya casi ha valido la pena. Saludos de rigor, reproches no expresados, tanto tiempo,…. Los ojos de Andrés rebuscan algo diferente, pero todo está igual mientras sigue a su madre al salón.

Le cuenta novedades que ella no entiende, Andrés siempre fue un poco incomprensible, sus historias siempre parecían estar por encima de una vida común, conocía a gente importante. Andrés siempre había tenido predisposición para exagerar. Alegría de volver a casa, tiempo para los recuerdos de rigor. La falda, los tacones y el pañuelo le dan una buena imagen, Mamá, te veo muy bien,… para ti no pasa el tiempo,… y para tus muebles tampoco,…

Las acelgas, el tomate y las patatas están realmente buenos. La conversación gira alrededor de recuerdos que son mejores cada vez que los repiten, pues cada vez olvidan más lo malo que tenían. María no tiene ningún cuidado por disimular el cariño que Andrés le provoca…

Se sientan en el sofá después de comer para tomar los bocaditos de nata, los recuerdos siguen fluyendo, pero la conversación se acerca al motivo por el que Andrés ha venido a comer. Andrés trabaja para una de las más importantes firmas de abogados del país. Esta trabajando en un proyecto importante, a punto de hacer algo que, sin duda, le hará salir en los periódicos,… sólo que necesita algo de dinero.

María le mira extrañada, ella no tiene dinero, y él ya lo sabe.

Andrés no insiste, Andrés es así, y pide un café.

Mientras María prepara el café en la cocina, recuerda cómo su hijo revoltoso se había convertido en un hombre que Esteban no podía soportar, y cómo le echó de casa a pesar de sus súplicas. María se ha estado ocultando el recuerdo de la última vez que Andrés vino a comer. Entonces se enfadó con ella por su falta de ambición; después de decirle lo buenas que estaban las acelgas y casi acabarse la botella de vino, empezó a echarle las culpas de lo difícil que era su vida desde que su padre lo echara de casa, cada vez más enfadado, ella recuerda como, con horror, acabó renegando de su padre y rompiendo contra el suelo los platos de la vajilla elegante antes de marcharse de casa, sin despedirse, dejando un poco más vacío el aparador. Ya había pasado más veces.

Un portazo le devuelve al presente, a la cafetera y a Andrés. Cuando sale al salón no encuentra a Andrés, pero el azucarero está abierto al lado del plato vacío de acelgas con tomate.


María se sienta en el sofá para asumir lo que le ha pasado. No podrá comprar los platos que Andrés había roto, se ha llevado su secreto con él, pero, al menos, se ha marchado sin romper ningún plato.

jueves, 28 de enero de 2016

Y no tiene ruedas




No, no es un coche esperando a que el semáforo se ponga en verde para llevar a su aburrido dueño a la oficina. 
Más bien parece un camión vestido de los colores del óxido y la experiencia. Bien mirado, esa luz redonda parece un faro que empuja a seguir al inmutable destino,... o no tan inmutable porque puede poner el intermitente y cambiarlo... 
El retrovisor para mirar atrás,... ¡ni existe!...
o tal vez sean solamente bonitos trazos de color en un cartón marrón, que obligan a una segunda mirada, por su armonía.
Cuando alguien que mira, no ve un coche sino un anciano, su destino, o algo que cambia; cuando lo que se ve depende de quien mire, entonces tal vez estemos hablando de otra cosa. Es ¿ARTE?


PD. 

1. Al principio dibujas lo que ves (lo difícil es no dibujar lo que te parece que ves)
2. Luego aprendes a dibujar y a pintar bien, algunos muy bien.

3. Luego, solo algunos escogidos, pintan aquello que no todos ven en las cosas más normales.

PD.
Para Lucía.

domingo, 10 de enero de 2016

Personajes

Supongo que podría escribir muchas historias, pensando en los muchos personajes que he visto.

Recuerdo aquella vez, volviendo de comer, caminando detrás de una mujer con un pelo azabache precioso. Sus curvas le quitaban el hipo a cualquiera, y había en su forma de caminar algo que demostraba que ella lo sabía. Su chandall de colores estridentes no cuadraba. Recuerdo no haber escrito nada de ella solamente por el miedo de no engañar a nadie.
Tal vez su historia no escrita fuera ser seducido, invitarla a un café y resolver el dilema de sus andares y el chandall. Una mujer desesperada por encontrar a alguien, por encontrar a alguien o a su futuro. Una mujer que, cuando encontraba una opción, se dedicaba a explotar sus andares ignorando el aparente contra sentido del chandall. Una personalidad singular capaz de obviar las apariencias,...

Recuerdo el estereotipo del policía de México al que tuve que pagar 100 dólares para dejarme aparcar el camión de la mudanza enfrente de la oficina. Un hombre que tuvo que buscar un futuro para su vida cuando dejó embarazada a su novia. Le tocó el papel de hombre fuerte para salvar una situación que se empeñaba en que fuera normal, cuando tenía un origen dramático. La escuela de policía, ¡qué bonito!, el primer episodio en donde le enseñaron como sacar más dinero, la rutina absoluta en la que su vida sórdida se había convertido,....

El chofer de mí amigo un día, después de esquivar una moto, se puso a despotricar acerca de lo que él haría con las motos, su piel morena intentando serlo, cuando era blanca y con muchísimas arrugas. La diferencia fundamental entre él y los que eran como él: él tenía dueño y haría cualquier cosa por él. Su jefe era una propiedad suya a la que acudía siempre que necesitaba algo, ¡cómo lo sabían sus amigos!,...

En México. Mi amigo me invitó a aquel callejón, al lado de las vías del tren. Su hija cumplía tres años y era algo digno de celebrar. Todos fueron a aquel callejón. La casa espectacular, el mole, la TV poniendo un partido de Cruz Azul, su hermano con el mechón de pelo blanco, su hermana, preciosa, el mole,... sí, ya escribí acerca de esto, la fiesta que no resultó nada humilde. Escribí de los personajes y de cómo un pueblo festeja los grandes acontecimientos,...

También escribí acerca del taxista charlatán sordo, que un día convirtió un viaje de 10 minutos en el descubrimiento de un mundo tan desconocido para mí como paralelo al mío, con infidelidad y orgullo, mucho orgullo, porque él era el protagonista de una historia con un principio, él estaba casado, y con un final, él ayudaba a su querida prostituta.

Tal vez podríamos inventarle una historia a ese personaje que cantaba en un bar no turístico de Panamá. La montura de sus modernas gafas, la camisa azul de cuadros, su ritmo y su tono, perfecto para acompañar un Sancocho, estaba pidiendo a gritos una historia, como la de aquel momento en el que pudo ser alguien y el destino le condenó a cantar a su edad en el bar de Mariela,...

Este puente pasado he estado en Barcelona y he sorprendido a una señora con el pelo blanco como la nieve arrastrando uno de esos carros de cuadros con ruedas. La felicidad que demostraba su boca y sus andares, tan alejados del esfuerzo de arrastrar el carro, me hicieron pensar en el próximo encuentro con su hijo pequeño, un ser que fue fruto de un sueño, y que destrozaba el presente de la señora de pelo blanco cada vez que la veía y, a pesar de eso el sueño nunca se borraba,...

lunes, 23 de noviembre de 2015

¿Por qué?

ZzzzzzzzzzzzzzzzZzzzzzzZzzzZZZZZzzzzz...
¡Plaf!
- Si no te vas te voy a aplastar- , dije esto en voz alta, para que mi mujer supiera que estaba de buen humor,... a pesar del mosquito.
...
ZzzzzzzzzzzzzzzzZzzzzzzZzzzZZZZZzzzzz...
¡Plaf!

Como era de esperar, mi intento de diálogo con el mosquito, no funcionó. Tal vez es un mosquito que no entiende las amenazas, o tal vez, está demasiado ocupado en obtener esa gota de sangre que necesita.

ZzzzzzzzzzzzzzzzZzzzzzzZzzzZZZZZzzzzz...
¡Plaf!

La sensación de horror de la semana pasada, por lo que pasó en París, los que atentaron son franceses, sus recursos de horror son de primer mundo, se transformó en odio, y después en incredulidad: ¿por qué ha pasado?

No sé si las siguientes frases responden a esta pregunta o no, no soy ningún experto.

- Durante muchos años los europeos hemos hecho que vinieran inmigrantes de África a trabajar en la agricultura de Francia, Inglaterra y España. Un tomate del Maresme, en Barcelona, por ejemplo, era más barato que uno de Marruecos, gracias a las subvenciones de la UE (PAC, Programa de Ayudas Comunitarias).

- Hace muchos años, el mundo occidental creó un nuevo país, Israel, sin tener en cuenta a los habitantes originales que había. El mundo occidental sigue protegiendo a Israel, esperando que sea un amigo, en medio de "enemigos". 

- El mundo occidental puso al sha de Persia. Invadió Irak, con la excusa de que tenía armas de destrucción masiva, que nunca aparecieron.

- El mundo occidental ha preferido a dictadores tipo Assad u Obiang que a democracias. La hipocresía de Occidente les sigue vendiendo armas.

El arte de la política se ha transformado en el oficio de gobernar. No hay políticos que nos ilusionen, y nos digan que si hacemos esto o lo otro, nuestros hijos vivirán mejor. Ahora tenemos gobernantes que solamente ven a 8 años, que son capaces de aplicar las leyes, o que creen que la solución es endurecerlas, para "protegernos". Nadie ha pensado en cómo ayudar a los países africanos, y sacarlos de su estado de ínfimo desarrollo.

Debemos enfrentarnos al problema real, tenemos que dejar que los vasos comunicantes actúen y sacar del tercer mundo al continente africano y a los países del islam.

Supongo que, aunque hiciéramos esto, no podría eliminar mi odio si se vuelve a repetir lo de Nueva York, Madrid, Londres o París pero, al menos, sabría que esto sólo se repetirá hasta que todos seamos más parecidos.

ZzzzzzzzzzzzzzzzZzzzzzzZzzzZZZZZzzzzz...
¡Plaf! Lo maté!

Esto no sirve de nada, ni siquiera odiar a los mosquitos, ellos incluso hacen explotar sus cinturones.

Por cierto, somos quien somos gracias a nuestra diversidad y a nuestra tolerancia: nuestra cultura y costumbres, y esto debería llevar a que los que vienen de fuera acaben abrazándolas, no manteniendo las suyas,... algo no estamos haciendo bien.

domingo, 18 de octubre de 2015

Música

El otro día fui de nuevo a un concierto de música clásica. Casi por casualidad. Recuerdos muy antiguos de cuando me iba a ver la sesión de ensayos del Teatro Real con mi novia de entonces.

La primera parte del concierto estaba diseñada para eliminar la afición de ir a conciertos, un "estreno mundial" que oscilaba entre las bandas sonoras de películas como "Encuentros en la tercera fase", o el  "Motel bates" y un reto de los armónicos que se pueden escribir.

En el concierto había bastantes cosas fuera de sitio. El director mostraba un aparente interés en la partitura de la obra, y era extremadamente joven, 25 años según rezaba el panfleto. Algunos músicos de la orquesta incluso seguían el ritmo, o lo intentaban. Y lo más fuera de sitio, el público, que soportaba, según mi escasa cultura musical, un conjunto de ruidos insoportable, y creo que lo seguirá siendo dentro de 100 años.

La segunda obra fue parecida, si exceptuamos el coro compuesto por 30 voces, instrumentos musicales insuperables, que consiguieron transformar el ruido en música.

Después del descanso todo cambia. Desaparece la partitura del director y empiezan los primeros compases de la 5ª sinfonía de Ludwig van Beethoven. Una sinfonía alegre por definición, y los primeros compases suben hacia arriba anunciando algo conocido. El sonido único de los primeros compases se repite desmenuzado, más bajito, pero anunciando que el sonido es una mezcla de instrumentos.

No sé si Beethoven lo pensó así, pero parece una guerra entre la derecha e izquierda de la orquesta, los numerosos violines, a la izquierda, contra el resto de instrumentos de cuerda, a la derecha, arbitrados por el resto, que repiten en otros tonos, más bajo o más alto, uno a uno o en grupos diferentes, las mismas notas. El joven director, sin corbata, única concesión a su edad, activa o desactiva los instrumentos como si fuera él quien soplara, o rasgara con su baqueta las cuerdas de los violines.

Ahora todo parece en orden y mis recuerdos vuelven para asegurar que "esto" valía la pena.

Las notas llenan el auditorio de Madrid. Casi se puede notar en el público que para esto es para lo que han estado esperando, y que hace siglos Beethoven ya lo imaginó: que los músicos se volverían virtuosos, que se construirían auditorios, que alguien organizaría estos conciertos, que existen directores tan jóvenes como este, que parecen saber tocar un instrumento que se llama orquesta y hacer que suene como uno solo, con sus brazos.

Mientras estas ideas pasan por mi cabeza, Beethoven sigue en el primer movimiento, las mismas cinco notas, del derecho y del revés, fuertes y suaves, ahora el clarinete solo, ahora todos a la vez.

Las pausas del concierto parecen querer molestar al público, dejando al oído esperando recibir más notas, pero son pausas rápidas, casi obligadas por el guión, y el director se pone rápido de nuevo, agitando su batuta, conectando o desconectando instrumentos con su pelo, bien cortado, agitándose al ritmo de su brazos, el mismo que el de la música.

El segundo movimiento no parece tener nada que ver. La vida real con su ritmo más lento, pero rápidamente el frenesí se apodera de la escena. Ahora múltiples melodías acarician los oídos, más notas, más acordes que no se pueden reproducir, pero que siempre se recuerdan en la memoria. Otra vez todos, ahora los violines, ahora el clarinete, la flauta, el fagot, las violas,... y todo acaba majestuoso, ... como empezó.

El último movimiento solamente tiene de malo que es el último. Pronto se anuncian unas pocas notas que se repetirán de todas las formas posibles hasta el final. El final es tan anunciado que parece no querer llegar. Es un fin pero música a la vez. Todos los instrumentos a la vez, amagando siempre con ser el último, siempre repitiendo.

Momentos mágicos que me impulsan, incluso, a ir a felicitar a ese director tan joven que casi no se entera de mis "bravíssimo", por el idioma. La música con mayúsculas sigue siendo una forma maravillosa de recargar energías viendo como un compositor, un director y unos músicos son capaces de arrancar en otros hombres esa sensación de belleza que, esta vez entra, sobre todo, por el oído.




domingo, 20 de septiembre de 2015

Mirar

Las luces de San José se apagan y encienden rápidamente en el valle, casi todas de color naranja. Con voz agradable, un músico con una guitarra llena de música el ambiente, después de cenar.

Mi cuerpo parece que pasa a un estado lejos del paisaje, de la situación. Es una sensación agradable: todo parece transcurrir como si se pudiese ver desde fuera, la realidad ajena a su percepción. Por momentos la sensación es conocida ¿cuándo he vivido yo esto?

Repaso mentalmente mis sentidos para intentar acordarme. No huele a nada reconocible ni raro. No estoy solo; los sabores, Coca-Cola y comida de un restaurante español no me dan pistas adicionales; la música en directo, el oír a alguien con voz suave, música no estridente, la temperatura que envuelve mi cuerpo,... sí me trae recuerdos,... ; ¡la malta!, sí, echo de menos la malta fría, ahora por mi edad ya no bebo alcohol, y se van formando los recuerdos: la música y el sabor que falta.

Por momentos, la realidad se aparta de mis sentidos y se deja observar: las luces, la noche, la música, la presencia de gente que me acompaña, todo parece una película proyectada en el salón de mi casa en donde suena la música, y falta el sabor de la malta fría.

Esta sensación ha venido a mi varias veces: sólo, malta fría, música que suena en directo, temperatura. México en la calle Río Lerma después de tomar una pizza, dos niños de apenas diez años, sucios, fuera de lugar, me piden un peso, supongo que para que la escena pueda continuar, mas gente pasea por la calle; Bogotá, en un hotel en donde canta una mujer que se parece a la de Forrest Gump, después de cenar, mientras una aparato de televisión en silencio, intenta colarse en la imagen (un noticiario); la terraza de Panamá, viendo la sombra del Pacifico por la noche, marea alta, con las luces del casco antiguo reflejadas; ahora en San José, con la ciudad a mis pies, y esa música, ...

es necesario tardar en pedir la cuenta,...

Creí que la soledad era el factor común con el que identificaba estos momentos, pero ahora no estoy solo, es un lugar conocido, la música es conocida y el lugar es conocido: el precio de la agradable sensación no era la soledad.


Se trata de observar, de no necesitar a la realidad para saber que existes, no luchar contra cosas en que participas, sino ver escenas que son, independientes de ti, y que demuestran que el mundo puede seguir existiendo sin que tu participes. Y la comisura de los labios se tuerce hacia arriba y mi cuerpo parece darse cuenta que todo ha valido la pena.