domingo, 18 de octubre de 2015

Música

El otro día fui de nuevo a un concierto de música clásica. Casi por casualidad. Recuerdos muy antiguos de cuando me iba a ver la sesión de ensayos del Teatro Real con mi novia de entonces.

La primera parte del concierto estaba diseñada para eliminar la afición de ir a conciertos, un "estreno mundial" que oscilaba entre las bandas sonoras de películas como "Encuentros en la tercera fase", o el  "Motel bates" y un reto de los armónicos que se pueden escribir.

En el concierto había bastantes cosas fuera de sitio. El director mostraba un aparente interés en la partitura de la obra, y era extremadamente joven, 25 años según rezaba el panfleto. Algunos músicos de la orquesta incluso seguían el ritmo, o lo intentaban. Y lo más fuera de sitio, el público, que soportaba, según mi escasa cultura musical, un conjunto de ruidos insoportable, y creo que lo seguirá siendo dentro de 100 años.

La segunda obra fue parecida, si exceptuamos el coro compuesto por 30 voces, instrumentos musicales insuperables, que consiguieron transformar el ruido en música.

Después del descanso todo cambia. Desaparece la partitura del director y empiezan los primeros compases de la 5ª sinfonía de Ludwig van Beethoven. Una sinfonía alegre por definición, y los primeros compases suben hacia arriba anunciando algo conocido. El sonido único de los primeros compases se repite desmenuzado, más bajito, pero anunciando que el sonido es una mezcla de instrumentos.

No sé si Beethoven lo pensó así, pero parece una guerra entre la derecha e izquierda de la orquesta, los numerosos violines, a la izquierda, contra el resto de instrumentos de cuerda, a la derecha, arbitrados por el resto, que repiten en otros tonos, más bajo o más alto, uno a uno o en grupos diferentes, las mismas notas. El joven director, sin corbata, única concesión a su edad, activa o desactiva los instrumentos como si fuera él quien soplara, o rasgara con su baqueta las cuerdas de los violines.

Ahora todo parece en orden y mis recuerdos vuelven para asegurar que "esto" valía la pena.

Las notas llenan el auditorio de Madrid. Casi se puede notar en el público que para esto es para lo que han estado esperando, y que hace siglos Beethoven ya lo imaginó: que los músicos se volverían virtuosos, que se construirían auditorios, que alguien organizaría estos conciertos, que existen directores tan jóvenes como este, que parecen saber tocar un instrumento que se llama orquesta y hacer que suene como uno solo, con sus brazos.

Mientras estas ideas pasan por mi cabeza, Beethoven sigue en el primer movimiento, las mismas cinco notas, del derecho y del revés, fuertes y suaves, ahora el clarinete solo, ahora todos a la vez.

Las pausas del concierto parecen querer molestar al público, dejando al oído esperando recibir más notas, pero son pausas rápidas, casi obligadas por el guión, y el director se pone rápido de nuevo, agitando su batuta, conectando o desconectando instrumentos con su pelo, bien cortado, agitándose al ritmo de su brazos, el mismo que el de la música.

El segundo movimiento no parece tener nada que ver. La vida real con su ritmo más lento, pero rápidamente el frenesí se apodera de la escena. Ahora múltiples melodías acarician los oídos, más notas, más acordes que no se pueden reproducir, pero que siempre se recuerdan en la memoria. Otra vez todos, ahora los violines, ahora el clarinete, la flauta, el fagot, las violas,... y todo acaba majestuoso, ... como empezó.

El último movimiento solamente tiene de malo que es el último. Pronto se anuncian unas pocas notas que se repetirán de todas las formas posibles hasta el final. El final es tan anunciado que parece no querer llegar. Es un fin pero música a la vez. Todos los instrumentos a la vez, amagando siempre con ser el último, siempre repitiendo.

Momentos mágicos que me impulsan, incluso, a ir a felicitar a ese director tan joven que casi no se entera de mis "bravíssimo", por el idioma. La música con mayúsculas sigue siendo una forma maravillosa de recargar energías viendo como un compositor, un director y unos músicos son capaces de arrancar en otros hombres esa sensación de belleza que, esta vez entra, sobre todo, por el oído.




domingo, 20 de septiembre de 2015

Mirar

Las luces de San José se apagan y encienden rápidamente en el valle, casi todas de color naranja. Con voz agradable, un músico con una guitarra llena de música el ambiente, después de cenar.

Mi cuerpo parece que pasa a un estado lejos del paisaje, de la situación. Es una sensación agradable: todo parece transcurrir como si se pudiese ver desde fuera, la realidad ajena a su percepción. Por momentos la sensación es conocida ¿cuándo he vivido yo esto?

Repaso mentalmente mis sentidos para intentar acordarme. No huele a nada reconocible ni raro. No estoy solo; los sabores, Coca-Cola y comida de un restaurante español no me dan pistas adicionales; la música en directo, el oír a alguien con voz suave, música no estridente, la temperatura que envuelve mi cuerpo,... sí me trae recuerdos,... ; ¡la malta!, sí, echo de menos la malta fría, ahora por mi edad ya no bebo alcohol, y se van formando los recuerdos: la música y el sabor que falta.

Por momentos, la realidad se aparta de mis sentidos y se deja observar: las luces, la noche, la música, la presencia de gente que me acompaña, todo parece una película proyectada en el salón de mi casa en donde suena la música, y falta el sabor de la malta fría.

Esta sensación ha venido a mi varias veces: sólo, malta fría, música que suena en directo, temperatura. México en la calle Río Lerma después de tomar una pizza, dos niños de apenas diez años, sucios, fuera de lugar, me piden un peso, supongo que para que la escena pueda continuar, mas gente pasea por la calle; Bogotá, en un hotel en donde canta una mujer que se parece a la de Forrest Gump, después de cenar, mientras una aparato de televisión en silencio, intenta colarse en la imagen (un noticiario); la terraza de Panamá, viendo la sombra del Pacifico por la noche, marea alta, con las luces del casco antiguo reflejadas; ahora en San José, con la ciudad a mis pies, y esa música, ...

es necesario tardar en pedir la cuenta,...

Creí que la soledad era el factor común con el que identificaba estos momentos, pero ahora no estoy solo, es un lugar conocido, la música es conocida y el lugar es conocido: el precio de la agradable sensación no era la soledad.


Se trata de observar, de no necesitar a la realidad para saber que existes, no luchar contra cosas en que participas, sino ver escenas que son, independientes de ti, y que demuestran que el mundo puede seguir existiendo sin que tu participes. Y la comisura de los labios se tuerce hacia arriba y mi cuerpo parece darse cuenta que todo ha valido la pena.

miércoles, 16 de septiembre de 2015

Sociedad del bienestar

Estas líneas están generadas por un cabreo sin importancia. Si yo hubiera visto a alguien cabrearse por esto, probablemente lo hubiera tachado de energúmeno.

Hospital de La Paz, acudo a hacerme un PET, Positron Emisión Tomography, y los ascensores que suben del parking están estropeados. Ha dado tiempo de colocar un cartel impreso que dice: "si Ud. anda, a 1km tiene otros".
En mi empresa tenemos una situación crítica con los impuestos y nula colaboración del Estado para pagarlos. No se es consciente de lo que pagamos (casi la mitad del negocio que generamos) hasta que se tiene un problema con Hacienda.
Las noticias dicen que vamos a aceptar 13.000 refugiados y que hoy, el consejo de ministros formalizará un crédito de 13 millones de euros con tres ONG para gestionarlos.

Con el dinero que pagamos en impuestos  tengo todo el derecho a que mis ascensores de La Paz funcionen siempre, para lo que, si es necesario, el Hospital de La Paz debería contratar un servicio para garantizarlo.

La eficacia se da por descontado, da igual que los recortes se hayan llevado por delante el servicio de ascensores de La Paz. 

Por cierto, estoy muy a favor de que acojamos refugiados, solo me temo que cuando algo se convierte en público el dinero que cuesta gestionarlo se derrocha. Es necesario olvidar el debate entre lo publico y lo privado. 

Lo publico es aquello de lo que todos deberíamos aprovecharnos, sin ventajas, ni filtros, todos estamos de acuerdo. Pero lo publico debería estar gestionado de forma más eficaz que lo privado, y no al revés.


domingo, 30 de agosto de 2015

Verano

El verano es un tiempo curioso en el que ves a ver cosas  que, habitualmente, tu cerebro desperdicia y no ve.

Por ejemplo, una mañana el café te pilla leyendo un periódico debajo de los castaños, y te sorprendes de lo finas que son las hojas del papel del periódico, y descubres una pequeña esquela abajo y a la izquierda, pero que solamente manifiesta un recuerdo de o para alguien que murió hace diez años, ... el amor eterno existe.

Descubres la figura del fornido leñador, y te das cuenta de que "fornido leñador" es verdadero, alguien que ha llegado a serlo por la práctica. Sí, existen, y no practicando en un gimnasio.

También se ve el aire que te permite soportar el calor con elegancia, llevarle la contraria a los anuncios y descubrir que la humanidad es bastante fea, y que el cachorro humano hace mucho ruido, incluso cuando llora.

Un viaje en coche recoge en el llano largas filas de luchadores de sumo aguantando con sus manos los cables de alta tensión. Y en la montaña colinas pintadas de rosa por el brezo, salpicadas por el amarillo de la genista, el verde de los pinos, y el marrón de la arcilla.

Este año me he subido a un barco para hacer un viaje de 8 horas. Aquel trauma infantil, recuerdos del horrible olor y la imparable vibración, haciendo la misma travesía, han desaparecido gracias, supongo, a esa evolución de la tecnología que vivimos sin darnos cuenta: apenas vibración, apenas olor, aunque la tecnología nos haga olvidar el espesor de la página de un diario.

El verano se me antoja como una noche de borrachera en donde todos los problemas se esconden y parecen desaparecer. Aunque con la edad aprendes a castigarte y a no emborracharte de olvido.

El paso del tiempo siempre parece resolver los problemas, salvo cuando las vacaciones se acaban.


lunes, 23 de marzo de 2015

Rugby

Todos mis hijos varones se han apuntado a jugar a rugby. Descubrí el rugby jugando con La Salle cuando estudiaba ingeniería naval en Madrid y, desde entonces, sé que es algo más que un deporte.

El rugby exige esfuerzo, y éste, como en la vida, no siempre es recompensado: a veces se te cae la pelota de las manos, estúpidamente, a pesar de que has recibido esa bola miles de veces, y has puesto las manos como tienes que ponerlas; o se te escapa al que tienes que placar, a pesar de haber placado abajo; o, simplemente, no eres suficientemente bueno. 
A veces recibes una bronca de los que tienen experiencia y no puedes abrir la boca y decir en tu defensa que te has esforzado, sino soportar la bronca y seguir intentándolo. Coraje es la palabra que describe esto.

Estar en fuera de juego perjudica al equipo, no eres tú el que provocará que castiguen a todo tu equipo. Curiosamente, las reglas hacen que estar en fuera de juego sea una temeridad: todavía te acuerdas de lo que te hicieron la última vez. A veces te sale un partido redondo, pero tu equipo no ha sido capaz de hacerlo bien, …esos fallitos, …el entrenador tenía razón y te pones igual de triste que si se te hubiera caído la pelota de las manos. Lo que cuenta es el equipo, no solo tú.

Las normas se cumplen siempre, si no te retiras 10 metros inmediatamente cuando te han castigado, te castigarán más. “Señor” es algo que se aprende a pronunciar con respeto y no se puede discutir con él. 

Y qué feo resulta pegarse, a pesar de que te hayan metido un dedo en el ojo, o dado una patada en la boca. La forma de responder a esto es olvidarse y seguir esforzándose. 
¡Cuantas broncas tendríamos en esta vida si pensáramos que nos hacen daño adrede!

Es difícil calentar estas manos frías si tienes empapado hasta el bucal. Jugar ha sido más difícil de lo que creías. Después de jugar, descubres que el campo estaba embarrado. En la ducha descubres las múltiples heridas que te ha dejado el partido y que ni habías sentido. 

Qué bonito es que todo un estadio se calle para que el zaguero del equipo contrario pueda patear a palos y ganar el partido. O pedirle al de al lado que deje de meterse con el árbitro, a pesar de ser el padre o la madre de uno de tu equipo. 

Al rugby puede jugar el pequeño y el grande, el rápido y el lento, el gordo y el flaco. Los que ven el partido desde fuera recompensarán cualquier esfuerzo con un aplauso. A eso se refiere ser todos iguales, no a que todos seamos los más capaces.

El rugby te enseña que ganar no es la verdadera meta. Debes aplaudir al adversario, hayas ganado o no. Podrías discutir, con alguien que no sabe de rugby, que la charla del final del partido no ha sido una “comida de coco”, sino que has aprendido un poco más a ganar o a perder, que has aprendido cómo hacer para que el esfuerzo sea más rentable la próxima vez. ¿Nos damos cuenta de esto?¿Es igual en otros deportes?

Los valores que se crean dentro del campo, “el tercer tiempo”, se extienden fuera y el conjunto de amistades que haces perdura. Increíble ver un partido de la selección en “El Central”, y luego invadir el campo para ver a esos que son muchísimo más grandes que tú, para saber que compartes sus valores o, simplemente, para hacerte una selfie.

Todo esto, que tú sabes, y que es muy difícil de explicar: es rugby.

Hay un rugby amateur y otro profesional. Aparte del dinero, la única diferencia que hay entre los dos, es que los profesionales necesitan ganar. Tal vez por eso tardamos tanto en olvidarnos de que el médico certificara que el jugador no podía seguir, cuando veíamos el “Cinco Naciones” en la tele, y disfrutar ahora de auténticos atletas a los que pagamos para que lo sean, y nos enseñen cómo se placa, cómo se percute, cómo se corre la línea o cómo empuja una delantera. El rugby profesional también es rugby, pero no es lo que yo quiero para mis hijos

Es una lástima que un magnífico club como es el Alcobendas haya gente que piensa que es necesario ganar a toda costa, incluso poniendo siempre a los mejores, olvidándose de que es educación lo que la mayor parte de padres, creo, buscamos.



Pedro Puig