Desde debajo de la sábanas puedo ver que el reloj de la pared marca las nueve y media. La alarma del despertador suena insoportable, insistente.
No es ni demasiado pronto ni demasiado tarde como para no aprovechar el día: el cuarto de baño, vestirse, el paseo para comprar, la conversación de siempre con Dª. Maria en la panadería, llegar a casa, saludar a Ángel el portero, esperar un poco viendo la televisión para hacerse la comida, la siesta, salir a pasear, volver a su casa, hacer la cena y terminar preguntándose qué hacer, sola, añorando su cama, viendo la televisión.
Hace un ruido como si acumulara energía. Un pequeño pájaro de madera coloreado sale por la puerta del reloj de la pared. Abre su pico para decir “cu-cu” cada vez, diez veces. Me avisa que son las diez y que tengo que levantarme.
La alarma del despertador sigue sonando, insoportable, insistente, al otro lado de la pared.
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