Había alquilado un coche y llegaba a la
empresa por la mañana. Después de los saludos pedí que me dejaran ver el
almacén. Yo tenía una cierta fama de encontrar soluciones para mejorarlo.
Normalmente pedía que me dejaran ir solo para sentirme a gusto y poder
preguntar. En un almacén trabaja mucha
gente pero el tamaño hace que casi no se note. Miraba y tomaba notas en mi
libreta cuando me lo encontré. Estaba muy delgado y llevaba gafas, pero lo
reconocí. Ninguno de los dos se esperaba aquel encuentro, hacía toda una vida,
literal, que no nos veíamos. Pero apenas pudimos disfrutar el re-encuentro. Él
estaba haciendo un trabajo manual en el almacén y yo teóricamente debía decidir
sobre él. Fue como cuando uno sube a una montaña rusa, con ganas y miedo a
subirse. Creo que los dos quisimos contarnos demasiadas cosas, y
justificaciones acerca del encuentro y de nuestra vida, acerca de lo que
estábamos haciendo los dos ahí, y apenas cruzamos información por la sorpresa.
Me vieron hablar con él, y después me preguntaron de qué le conocía, se notaba
que le apreciaban.
Veraneábamos en aquel caserón con las
contraventanas azul claro en medio del pueblo. Todavía me acuerdo del mecanismo
que hacía girar las láminas de madera para dejarlas abiertas en horizontal o
cerradas, cuando se inclinaban todas arriba o abajo gracias a una tira vertical
que las unía. Entre semana subía a los arboles como cualquier niño, en
particular a la higuera en la linde de la propiedad, en “la parte de abajo”, más
allá del nogal, en donde había que luchar con unas pequeñas hormigas rojas que
hacían de guardianes de aquella entrada. Una balsa con agua verde muy oscura,
un huerto un nogal, un palo santo, un níspero y otros frutales ocupaban el
terreno de aquel caserón. Yo esperaba con ansiedad la llegada del fin de semana
para ver que tarea importante íbamos a hacer.
Subir a los arboles se transformó en subir
al manzano para podarlo. También practicamos el ritual de pintar. Antes hacían
los pinceles con los pelos del cerdo, y pintar significaba sacar el aguarrás
para limpiar cuidadosamente los pinceles, un tarro, un trapo, sentarse en una
silla para dar los brochazos regularmente, sin prisa, un ritual vamos. Ahora
los pinceles son baratos, hay pinturas al agua, que ya no huelen como antes. Y
ahora sé, porque lo he leído, que otros como Tom Sawyer cobraban por dejar a
alguien que pintara.
Ahora pintábamos, luego creábamos un jardín
con rocalla, cactus y rocas, en aquel rincón, que nos llevó varios fines de
semana, y nuestros padres se asombraron con el resultado.
Otro fin de semana hubo que quitar aquel
sauce llorón cuyas raíces amenazaban a la balsa con la que se regaba el huerto.
Las ranas no paraban su estruendoso concierto, debajo del sauce, sobre todo al
atardecer. Hubo que cavar muchas horas para dejar al descubierto las raíces, y
luego hubo que trocear las lágrimas del sauce hasta reducirlo hasta la nada:
quemamos las lágrimas en una hoguera, y las raíces darían calor en la chimenea
cuando hiciera frío. Cortar el pasto de “la parte de abajo”, aprendiendo a
manejar la guadaña, “herramienta de simple concepto pero de difícil manejo”,
plantar las “buganvillas” en la parte soleada de atrás el caserón donde el
granado (“se iban a dar bien, había mucho sol en verano y pronto llenarían la
pared”) No todo había que hacerlo de golpe, sino disfrutándolo, con calma,
pequeñas cosas cada vez, aquel caserón mejoraba poco a poco, y los fines de
semana pasaban muy despacio.
El equipo de música tenía toda una historia.
Me enseñó a sacar con cuidado los vinilos del sobre de cartón, a sacarlos de la
funda semi transparente, ponerlos en el plato y depositar la aguja. Otra vez la
tecnología, pero no sé si era por el miedo a rayar un disco, pero entonces
pensábamos que los músicos que hacían los LPs ponían una canción detrás de la
otra porque también era una parte de su obra. Había que oírlos enteros. Era un
equipo caro. Su hermano, montañero, lo había traído saltándose la frontera a
pié con unos amigos. Me los imaginaba con el equipo en sus mochilas, pesado, al
atardecer, caminando entre pinos cuidadosamente, evitando a los guardias
civiles para que no los detuvieran. Pasamos muchas horas oyendo música,
escucharla por la noche se hizo otro ritual. Yo era uno de los pocos que tenía
permiso para usar el equipo.
Trabajaba como ingeniero técnico en una
fábrica de sujetadores de un pueblo cercano, todas las mañanas, temprano, cogía
el autobús para ir a trabajar. Se casó. Ella tenía los ojos claros y el pelo negro. Tuvo una hija. Fuimos a verla a
casa de su mujer. Muchos convencionalismos, o así me los presentaron entonces,
empezaban a ponerse en duda. Más del 50% de la humanidad tenía dos, y casi el
100% nos habíamos criado con ellas. En un momento dado, ante la mirada de
discreto horror de mi madre, ella se sacó una teta y maniobró para darle de
mamar a su hija. Yo no vi lo mismo: ella me enseñó un fantástico pecho redondo,
voluminoso, bien formado, precioso y luego se lo dio a chupar a su hija. Yo no
podía dejar de mirarla, aunque intentara disimularlo. ¿Donde estaban los
límites? Obviamente la violencia es repugnante, ahora y entonces, aunque
entonces se escondiera. La igualdad entre hombres y mujeres no existe, ni antes
ni ahora. Creo que después mi madre me contó algo acerca de la intimidad y que
no debía hacer caso de algunas cosas, que solo eran una moda.
Cuando el se independizó yo dejé de subirme
a los arboles. El cuidado, la importancia de las cosas aunque fueran nimias...,
¡lo que aprendí aquellos veranos!
Toda una vida da para muchas explicaciones y
existen cosas que pueden educar a un hombre, y una especie de destino, llamado
también buena suerte o mala suerte que es importante y que marca nuestras
vidas. Después del encuentro pasé varios días intentando contactar con él, intentando
averiguar el porqué estaba allí. Cómo fue posible que pasáramos desde que él me enseñara el ritual de pintar, hasta
el momento en que yo debía decidir cómo trabajaba.
Semanas después me enteré por mi madre que
mi primo había muerto de cáncer. Ya no era posible pedirle explicaciones a
nadie.