jueves, 30 de enero de 2014

Érase una vez,...

Érase una vez....
un niño que vivía en una aldea. Era feliz porque al atardecer jugaba con sus amigos al escondite en la plaza. Sus mayores jugaban a las cartas en el bar después de su jornada de trabajo y acababan viendo el atardecer sacando las sillas fuera del bar, con silencios o con risas, contándose historias de su trabajo, repetidas una y otra vez, del sol, del tiempo,...

El niño no dejaba de leer cuantos libros llegaban a sus manos. Con el tiempo, llegó a imaginar nuevas historias, parecidas a las que había leído y otras inventadas. Intuyó que el mundo fuera de su aldea era mucho mejor. Debía averiguar porqué y traerlo. El secreto por el que existían los sultanes, las grandes historias de amor, las riquezas,  los grandes descubridores, los inventores,... Se decía a sí mismo que debía descubrir el secreto, que encontraría a la persona que lo conociera.

Y así el niño dejo de serlo y se marchó, dejando a su familia preocupada sin que pudieran entender qué era lo que le faltaba.

Érase una vez...
un hombre dedicado a la búsqueda de un secreto. Conoció el coraje (la buena ambición), y a gente que vivía feliz con lo que tenía. Y descubrió lugares bellísimos en donde a veces descansaba de su búsqueda. Y descubrió el egoísmo y la generosidad. Y habló con gentes de piel inmaculada solamente dedicados a mirar la vida, y gente con la piel curtida como recordaba la de sus mayores. Y tuvo problemas atrapado en situaciones y lugares de los que no le resultó fácil escapar. Y conoció gente intrépida que buscaba lo mismo que él. Y conoció a alguien que le acompañó, compartiendo su búsqueda durante muchos años. Y tan lejos se fue que cambiaron los colores y hasta el clima. Su búsqueda le llevó a aprender otros idiomas y a entender porqué algunos hombres hacían cosas incomprensibles para él. Algunas veces sintió que estaba muy cerca de descubrir lo que estaba buscando. Pero se hacía mayor y su curiosidad, esa que alimentaba la vanidad del que le escuchaba, se hacía más grande y cada vez preguntaba más. Cada día más impaciente, a veces se descubría un poco desencantado al ver que cada vez le quedaba menos tiempo.

Y volvió a su aldea. Su piel no estaba tan ajada como la de sus amigos, que ahora sacaban las sillas a la plaza al atardecer para ver como los niños jugaban al escondite. Su familia lo recibió como el hijo pródigo, como si su regreso fuera algo que naturalmente debía ocurrir.

Érase una vez...
un anciano que reunía a su alrededor a los niños de su aldea, a los que contaba una a una las historias de su vida, y los sitios que había visitado y las gentes que había conocido. Contaba sus historias con emoción y nostalgia, sin necesidad de leerlas, porque eran suyas, sus recuerdos, porque las había vivido. Los niños escuchaban entusiasmados acerca de los descubridores, de lugares increíbles, de historias de amor,...


Y un día descubrió, en donde todo empezó, en su aldea, mientras les contaba a los niños lo increíbles que eran unas personas que conoció, que el secreto eran las historias que contaba. Entonces la ajada piel de sus amigos se convirtió en un mapa, y las historias repetidas por ellos cobraron sentido, mientras el viejo entornaba los ojos para mirar el atardecer que se hacía más y más hermoso.