Érase
una vez....
un
niño
que vivía
en una aldea. Era feliz porque al atardecer jugaba con sus amigos al escondite
en la plaza. Sus mayores jugaban a las cartas en el bar después de su
jornada de trabajo y acababan viendo el atardecer sacando las sillas fuera del
bar, con silencios o con risas, contándose historias de su trabajo,
repetidas una y otra vez, del sol, del tiempo,...
El
niño
no dejaba de leer cuantos libros llegaban a sus manos. Con el tiempo, llegó
a
imaginar nuevas historias, parecidas a las que había leído y
otras inventadas. Intuyó que el mundo fuera de su aldea era mucho mejor. Debía
averiguar porqué y
traerlo. El secreto por el que existían los sultanes, las grandes
historias de amor, las riquezas, los
grandes descubridores, los inventores,... Se decía a sí mismo
que debía
descubrir el secreto, que encontraría a la persona que lo conociera.
Y
así el
niño
dejo de serlo y se marchó, dejando a su familia preocupada sin que pudieran entender
qué era lo
que le faltaba.
Érase
una vez...
un
hombre dedicado a la búsqueda de un secreto. Conoció el
coraje (la buena ambición), y a gente que vivía feliz con lo que tenía. Y
descubrió lugares
bellísimos
en donde a veces descansaba de su búsqueda. Y descubrió el egoísmo y la
generosidad. Y habló con gentes de piel inmaculada solamente dedicados a mirar
la vida, y gente con la piel curtida como recordaba la de sus mayores. Y tuvo
problemas atrapado en situaciones y lugares de los que no le resultó fácil
escapar. Y conoció gente intrépida que buscaba lo mismo que él. Y
conoció a
alguien que le acompañó, compartiendo su búsqueda durante muchos años. Y
tan lejos se fue que cambiaron los colores y hasta el clima. Su búsqueda le
llevó a
aprender otros idiomas y a entender porqué algunos hombres hacían cosas
incomprensibles para él. Algunas veces sintió que estaba muy cerca de descubrir lo que estaba buscando.
Pero
se hacía
mayor y su curiosidad, esa que alimentaba la vanidad del que le escuchaba, se
hacía
más
grande y cada vez preguntaba más. Cada día más
impaciente, a veces se descubría un poco desencantado al ver que
cada vez le quedaba menos tiempo.
Y
volvió a
su aldea. Su piel no estaba tan ajada como la de sus amigos, que ahora sacaban
las sillas a la plaza al atardecer para ver como los niños
jugaban al escondite. Su familia lo recibió como el hijo pródigo,
como si su regreso fuera algo que naturalmente debía
ocurrir.
Érase
una vez...
un
anciano que reunía a su alrededor a los niños de su aldea, a los que
contaba una a una las historias de su vida, y los sitios que había
visitado y las gentes que había conocido. Contaba sus historias con
emoción y
nostalgia, sin necesidad de leerlas, porque eran suyas, sus recuerdos, porque
las había
vivido. Los niños escuchaban entusiasmados acerca de los descubridores, de
lugares increíbles, de historias de amor,...
Y
un día
descubrió,
en donde todo empezó, en su aldea, mientras les contaba a los niños lo increíbles que
eran unas personas que conoció, que el secreto eran las historias
que contaba. Entonces la ajada piel de sus amigos se convirtió en un
mapa, y las historias repetidas por ellos cobraron sentido, mientras el viejo
entornaba los ojos para mirar el atardecer que se hacía más y más hermoso.