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domingo, 14 de octubre de 2018

Yo maté a Sebastian Kelly (1ª parte)

Yo maté a Sebastián Kelly. He estado repitiendo esta frase en mi cabeza todos los días de mi vida desde hace 5 años. Hasta ahora no ha habido nada que me la apartara de la cabeza ni nada que la desmintiera. Tal vez si cuento la historia por escrito alguien podrá entenderla y tal vez se le ocurra alguna idea.

Empecemos por el principio.

Pachs

Sebastián y yo crecimos juntos en un pequeño pueblo, cerca de Barcelona, en el que habíamos nacido. Los dos nos habíamos enamorado de la señorita Ana en el parvulario, mientras ella nos enseñaba a contar usando las campanadas del campanario. 

-      Fijaros, decía Ana, uno, dos, tres, cuatro, los cuatro cuartos, ahora tocará la hora que es; son las diez, así que oiremos diez campanadas.

Y toda la clase cantaba del uno al diez los números coincidiendo con las campanadas,...

Uno, dos, tres,... 

Los dos habíamos tenido que hacerle caso al párroco ayudando a recoger las bolsas de limosna los domingos en la iglesia y los dos habíamos sido recompensados con un puesto de monaguillo que representábamos con gran devoción. Sebas se encargaba de la patena en la comunión y yo me encargaba de las campanillas que siempre sonaban en su momento, ni antes ni después. Sonaban nítidas al girarlas con mi muñeca en un gesto que nunca entrené, pero que me salía muy natural, como si llevara toda la vida haciéndolo, o eso comentaban mis padres. Ninguno de los dos teníamos hermanos.

Cuando caíamos enfermos, mis padres llamaban al médico del pueblo, el doctor Bonet, que te tomaba la temperatura e, invariablemente, te recetaba un jarabe que ya no me acuerdo cómo se llamaba. Un día, a pleno invierno, vino a mi casa mientras una tormenta iluminaba la ventana desplegando sus fuegos artificiales y su coro de truenos. Después de tomarme la temperatura habló con mis padres para tranquilizarlos.

Después se dirigió a mi y con un guiño me preguntó por los truenos. Después de un gran relámpago que pareció mover la cama, el doctor se quedó callado mirando a la ventana y dijo… ahora, y un enorme trueno resonó en la habitación. Repitió este truco varias veces hasta convencerme de que era capaz de hacer el cielo tronar.

Creo que era un experto, ahora sé que se llama relaciones sociales, y me explicó su secreto en voz baja.

Me decía, “... entre un rayo y su trueno siempre pasan unos segundos que dependen de lo lejos o cerca que esté la tormenta. Basta probar con uno y contar los segundos para saber cuando tardará el siguiente”. 

Y para ayudarme me explicaba, si ves que cada vez tarda más, la tormenta ya está pasando, si cada vez tarda menos, entonces es que la tormenta se acerca.  

Ahora contaba los segundos en voz alta después de cada relámpago para demostrar su habilidad. A mi edad entonces, los rayos y los truenos formaban parte de la realidad y no les daba ninguna importancia, pero después de aquella confesión empecé a sospechar que el mundo funcionaba por algo.

Sebas y yo pasamos frío en invierno en la antigua escuela del pueblo, y los dos conseguíamos no dormirnos mientras Don Felipe explicaba las ecuaciones de segundo grado. Dada la pericia de Sebas en el asunto, una vez le presentó a un concurso en el pueblo grande vecino apenas a 25 kilómetros del nuestro. Sebas impresionaba cuando subió al autobús después de D. Felipe, con su corbata y la chaqueta que sabe dios en donde había comprado. Conociendo a su madre, lo más probable es que se la hubiera hecho ella. Sebas no ganó nada. Me contó que no le gustaron los otros participantes, ninguno despertó su interés, y le parecieron bastante aburridos. Si ser un experto equivalía a ser tan aburrido como los colegas que se subían al estrado y con una tiza resolvían rápido las ecuaciones que les pasaban en una hoja, entonces esto no era lo nuestro. Hablamos y llegamos enseguida a un acuerdo: Sebas seguiría haciendo bien las ecuaciones de segundo grado, pero ninguno de los dos íbamos a optar nunca a ningún premio por ello.

Años más tarde, al volver Sebas de Suecia de recoger el premio Nobel fue cuando lo maté.

Su familia y la mía desayunábamos juntos los domingos. La panadería hacía unos panecillos especiales ese día que nos comíamos untados de tomate aceite y sal, acompañados de abundantes embutidos que habíamos visto hacer cuando en una casa se hacía matanza. Ese día, casi todo el pueblo, o eso nos parecía a nosotros, se juntaba y actuaba como si fueran operarios bien sincronizados. Unos hervían las vísceras del cerdo, otros rellenaban los intestinos con un raro condumio, dándole vueltas a una manivela. No sé si se ponían de acuerdo pero los veíamos a todos concentrados en aprovechar cualquier cosa el cerdo que habíamos visto degollar por la mañana en el matadero al lado del río. Sí, matanza era una palabra adecuada y que explicaba muy bien los gritos del pobre animal al cruzar el río y entrar en el matadero para ser degollado.

Sebas y yo conocimos el pueblo entero gracias a nuestras bicicletas. El día que nuestros padres nos las regalaron por Reyes no nos dimos cuenta del tamaño de las alas que nos proporcionaban. Ni que decir tiene que las cuidábamos como algo muy valioso después de las advertencias de nuestros padres. 

Gracias a las bicicletas planeamos ir y volver hasta el pueblo vecino, fue un reto. Nuestras fuerzas estaban intactas cuando completamos los 25 km de ida. Al llegar, algo nos pareció que estaba mal porque habíamos planeado ir pero no lo que haríamos una vez allí. Así que nos dimos medida vuelta y empezamos el regreso al pueblo. A mitad de camino nos pararnos en la granja San Juan, estábamos agotados.

-      Sabes que no hemos pedido permiso, tenemos que llegar pronto para que no se enteren nuestros padres
-      Pero yo no puedo más.

Tiramos las bicis debajo de un árbol y nos pusimos a descansar para recuperar el resuello y, probablemente, la emoción, que ya habíamos perdido, de aquel reto de hacer 25 km para llegar al pueblo vecino.

Cuando nos despertamos el sol ya estaba muy bajo en el horizonte. Nos subimos a las bicicletas y reemprendimos  el camino del pueblo. Pero claro, llegamos tarde y fue imposible ocultarlo en casa. El castigo cayó igual, todo el mes si poder hacer de monaguillos, aunque orgullosos de haber ido y vuelto.

Con las bicicletas fuimos, por supuesto, hasta la gran higuera, una especie de reclamo turístico del pueblo a donde nadie venía, pero también recorrimos los estrechísimos caminos que había en el pueblo que invariablemente iban paralelos a un canal de agua que conectaba los campos. El destino de cada camino era un estanque, un árbol o un río... Me acuerdo de la primera vez que Sebas se cayó al agua. A la bicicleta no le pasó nada pero le vi tiritar de frío todo el tiempo hasta que entró sin decir nada en su casa, subiendo a cambiarse rápidamente para que no le viera su padre.

No sé si fue D. Felipe quien nos contó la forma de hacer pólvora, con carbón o azúcar y clorato de potasa. Después de esa clase nos llevamos el tarro de azúcar de mi casa y pasamos por la farmacia en donde compramos unas pastillas para la tos, formitrol, recuerdo que se llamaba, que Sebas había visto que llevaba un 40% de clorato de potasa. Machacando las pastillas, y mezclándolas bien con el azúcar se conseguía algo parecido a la pólvora. 
Al principio rellenábamos una caña verde, atábamos cuatro maderos como soporte y nos íbamos a una laguna apartada donde disfrutábamos de una lancha a reacción. Obviamente el Sebas y yo no estábamos muy bien catalogados y D. Felipe nos sorprendió prendiéndole fuego a una mecha impregnada con nuestra pólvora. Llenamos la botella de pólvora y gracias a que el fuego no entró con la mecha, porque sino nos habríamos ganado algo más que una bronca. 

La calle que iba desde la iglesia al ayuntamiento tenía una docena de arboles a un lado, enormes plátanos muy verdes en primavera. Instalábamos la salida en la iglesia y la llegada en la plaza del ayuntamiento, entre la fuente y la cruz. Nuestras carreras eran brutales, pasábamos los arboles, luego la pequeña subida hacia la panadería, luego entre casas en donde estaba el supermercado y desembocábamos en una especie de sprint final en la plaza, eran carreras fantásticas que a veces sorprendían a alguien que caminaba entre las casas.

Un día alguien vino al pueblo a poner teléfonos y contrató a la señora Águeda que vivía en un portal en el centro del pueblo. En casa pusieron un teléfono negro con un dial con los agujeros para los números. Nos gustaba ir a casa de la señora Águeda. Allí la oíamos:

-      ¿Con quien quiere hablar? Le paso.
-      ¿Con quien quiere hablar? Le paso.

Hablaba y escuchaba por un auricular con micrófono y después de esto cogía unas clavijas de su mesa, conectadas a un cable que parecía flexible y las insertaba a un panel con agujeros que tenía delante de sus ojos. Sacaba las clavijas del panel de delante y el cable se las llevaba a la mesa a su sitio. Nos parecía magia y los dos nos mirábamos embobados sin entender porqué ni cómo lo hacía.

Doña Ágata no paraba de hablar:

-      ¿Con quien quiere hablar? Le paso.
-      Le paso.
-      Le paso.

Jugábamos al ping-pong en lo que siempre llamamos la sacristía, en la iglesia. Era un cuarto bastante oscuro y pequeño, con una ventana. Teníamos acceso libre por ser los monaguillos. En invierno hacía tanto frío que teníamos que interrumpir la temporada. Invertimos mucho tiempo de nuestra juventud alrededor de aquella red, nuestros cuerpos se desarrollaron ágiles practicando aquel deporte. Le ganaba casi siempre a Sebas, pero había algo que le hacía aguantar y ganarme alguna vez.

En las tardes de primavera, justo antes de la caída del sol, el ruido que hacía una enorme bandada de gorriones que usaba los arboles de la calle como dormitorio era ensordecedor. Nos parecía un espectáculo. Pero mi padre comentaba que era un desastre, que los gorriones lo dejaban todo perdido, había demasiados. Y el alcalde organizó un grupo de gente que por la noche, con linternas de luz roja, salían y alumbraban los arboles, otro del grupo apuntaba hacia arriba con una escopeta de perdigones y el pobre pájaro caía muerto en la calle. Esta escena nos pareció una buena oportunidad para salir de noche primero y de desolación después viendo lo que pasaba, aunque entendíamos que era necesario. 

-      Era necesario, decía yo mientras le pegaba con la pala roja de revés.
-      Pero es cruel, ¿has visto cuantos pájaros han matado en una salida? decía Sebas, mientras devolvía la pelota.
-      Un poco sorprendido, le preguntaba, ¿y cómo lo harías tú?
-      No sé, decía Sebas, mientras fallaba el mate que yo le había puesto en bandeja. Cambio de saque. Lo primero es que no tengo tan claro que sea necesario, es un espectáculo oír a los pájaros por la tarde. A mi me gusta. Sacas tú.

Esperábamos con mucho interés los veranos, porque el pueblo se llenaba de veraneantes y siempre estábamos pensando en las sorpresas que se iban a llevar. Era una sensación a medio camino entre el deseo de que llegara el verano, de envidia por los veraneantes y de emoción, planeando y esperando el momento de dar el golpe.

Un verano sus padres nos dijeron que los tíos de Barcelona enviaban a su primo a pasar unos días con nosotros, y que lo cuidáramos.

Sentados debajo de un árbol después de recorrer a pié el camino que habíamos descubierto con nuestras bicis, le oíamos entusiasmados lo que había hecho el resto del verano: había estado en una fábrica de helados, probando polos. No sabíamos si lo mejor de su experiencia era la enorme cantidad de dinero que le habían pagado, o imaginarnos los polos equivocados que él explicaba eran rojo fresa intenso pero sabían a limón por algún error de fabricación. No era un veraneante. 

Después de luchar contra los granos en la cara y ganarlos nos enfrentamos con Susana, una niña pelirroja que vivía en el pueblo y que conocíamos de toda la vida. Ella decía siempre que encontraría un marido que la sacara del pueblo, pero Sebas y yo pensábamos  que el pueblo no tenía nada de malo, y que ella podría trabajar en la tienda de ultramarinos, o para la señora Noelia que bordaba para todo el pueblo, o para la señora Lola que criaba conejos y pollos, y los suministraba, ya muertos, a todo el pueblo, o reemplazar a la señora Águeda cuando se muriera, o que se yo, igual el párroco le daba trabajo o acababa dando clases en el parvulario sustituyendo a la señorita Ana.

Aunque este estado nos duró apenas unos años, Susana fue lo que más nos unió. Susana no era mayor en años que nosotros, pero nos llevaba una ventaja enorme en madurez. Ya lo he dicho antes, pero ella tenía clarísimo que tenía que encontrar un hombre que la sacara del pueblo.

Peleábamos siempre por ella, y pasábamos mucho tiempo hablando con ella a la sombra de un árbol. Cada uno se ufanaba más que el otro en lo que conseguía: que si en Semana Santa ella había ido en la misma fila que Sebas en la procesión con el cirio, que si en la Iglesia se ponía a mi lado. Pero no se crean, que en los pueblos también hay historias dignas de salir en la televisión aunque entonces apenas había tres aparatos que daban una imagen gris en los tres bares del pueblo. Y también jugamos, jugamos a aprender y Susana se sabía segura si lo hacía con los dos.

Para este tiempo ya se había reducido nuestro interés por los veraneantes a quienes veíamos como un mal necesario, sin embargo uno de los veranos llegó Juan, y a Susana se le ocurrió colgarle del cuello el cartel de billete de autobús para que la sacara del pueblo. Al segundo año ya eran uña y carne y al tercero ya era oficial que Juan se la iba a llevar del pueblo.

El primer verano que Juan llegó, Sebas estuvo bastante raro, nunca lo he entendido hasta ahora. El segundo decidimos entre los dos que Susana tenía razón, que teníamos que salir de allí y empezamos a pedírselo a nuestros padres. Teníamos que buscar todas esas maravillas que nos habían contado la señorita Ana, D. Felipe o la misma Susana que siempre que nos juntábamos los tres inventaba historias, o nos contaba cosas maravillosas que había leído. Claro que nos las creíamos a pies juntillas, fueran o no fueran ciertas porque, aparte de lo guapísima que era, a nosotros nos parecía una autoridad por las cosas que sabía y las cosas que nos enseñaba. Creo que fuimos los primeros en enterarnos que había conseguido lo que pretendía y que pronto se marcharía del pueblo con Juan.

Mis padres tenían parientes en Barcelona, y me consiguieron un puesto de camarero en un bar. Un mes de agosto me despedí de Sebas con un gran abrazo, de Susana con un beso en la mejilla y de Juan con un apretón de manos, antes de subirme al autobús, entre todos íbamos a conquistar el mundo.

Sebas se fue después, en Septiembre. Entre D. Felipe y su padre habían conseguido matricularle de médico en la universidad.  Igual que yo, ellos también tenían familia en Barcelona que lo vigilaría y le daría alojamiento mientras estuviera allá.