No sé porqué, pero a mi cabeza llegan las imágenes de viejas películas en blanco y negro, sepia tal vez, en donde varias personas aguantan la cola de un avión antiguo, azotados por el aire de la hélice, sujetándolo por la cola antes de soltarlo a la magia de volar.
Al salir del aeropuerto, a la izquierda, se ve una luna llena dos palmos por encima del horizonte, iluminando con luz fantasmal todo el paisaje llano. A la derecha, el horizonte empieza a clarear adivinando una poderosa fuerza, invisible todavía, que acabará iluminándolo todo. Y cuando pasas el puerto de Navacerrada entiendes la magia de volar por encima de los pinos. No puedes hacer otra cosa que bajar la ventanilla del coche para sentir que estás allá donde tus ojos te están trasladando.
A la derecha, la bola del mundo con sus dos cohetes rojo y blanco como los de Tintín, en “Viaje a la luna”. Si miras por debajo de las copas de los árboles, ves el suelo color pinaza y el verde de los helechos y un poco por encima del suelo infinitas líneas rectas color pino hasta que el horizonte las hace parecer un fondo pintado, en donde no hay nada más que troncos y líneas, ningún resquicio.
Y si miras por encima de las copas, porque estás arriba, como volando, ves las copas verde oscuro de los pinos como un tapiz fino puesto por un gigante para suavizar los valles y montañas, perfil brusco que se adivina por lo lejano, debajo del tapiz.
Y ahora sí, a la derecha, el sol entre amarillo y rojo, trepa por encima del horizonte, y las nubes que se ven como algodones en las zonas de sombra y casi del mismo color que el sol del amanecer que las está disolviendo.
Y el ruido del viento en la cara, adornado con el ritmo del paso de los quitamiedos moviéndose en el borde de la carretera. Y el olor a resina, a helecho verde, a fresco del verde oscuro del tapiz, añadido a la claridad de un amanecer demasiado reciente para estar caliente.
Y después de las Siete Revueltas, en el puente de los Mosquitos ya estás dentro del paisaje, más fresco aún. Los arboles se han convertido sobre todo en troncos color tronco de pino de Valsaín, y siguen siendo rectos, hacia arriba, pero ahora se ven anchos y fuertes. Se ve que no son paralelos y uno los adivina inclinados por el peso de la nieve en invierno, generando más fresco todavía, a pesar del verano.
Ya no se ve el tapiz de las copas, pero el arroyo del agua y el verde del helecho no consiguen ganarle la batalla al color de la pinaza y al de los troncos.
El túnel vegetal final de hojas haciendo una bóveda por donde pasa la carretera anuncia el final del viaje al atravesar las puertas y ver al fondo el palacio entendiendo su porqué, sabiendo a ciencia cierta porqué no se construyó en otro sitio que el de La Granja de San Ildefonso.