La primera vez que le vi era un atardecer de verano, con una temperatura inusualmente suave. Estaba en el balcón del segundo piso de un edificio que había visto sin mirar muchas veces. Llevaba un pijama azul. El edificio tenía forma de cuña y el balcón estaba en la pared estrecha de la cuña. La puerta de un restaurante en la planta baja, con sus farolas y su marquesina verde que apenas cabían en la fachada. La ventana del piso de arriba, dos balcones de cristal y metal estaban bien adornados por el arquitecto que los hizo, ahora con una buena capa de óxido. Las paredes laterales con cinco ventanas en cada piso. Cuatro pisos con los tranpantojos desdibujados.
Dicen que hay momentos en que uno ve pasar la vida por delante, momentos de paz en los que uno respira el clima, contempla los grandes castaños, disfruta de la temperatura y, si mira bien, es capaz de descubrir detalles que nunca ha visto y que alimentan eso que uno tiene pero no sabe y nunca parece sumar, pero hace la propia vida.
Pero claro, sí le he visto infinitas veces en la puerta del restaurante, con su pantalón negro y su camisa blanca, muy pequeña en comparación con su cuerpo. No me acordaba de él, o no lo reconocía. Probablemente porque no voy comer muchas veces a su restaurante. Recuerdo que siempre me sorprende cómo es capaz de mantenerse erguido porque el volumen de sus pantalones es muy pequeño y alargado en comparación con la camisa. Tal vez no es un buen reclamo, pero cuando hay aluvión de turistas en el pueblo, estos entran en cualquier parte y a cualquier precio con reclamo o sin reclamo. Así ha sido desde siempre, cuando el reclamo era su padre, cuando él empezó a trabajar de aprendiz, cuando su padre murió, cuando se peleó con su hermano y se quedó con el edificio y el restaurante de su padre, que parecía su tesoro.
El edificio no tiene ropa colgada. No se ve ninguna señal de vida excepto en la planta del balcón en donde él esta asomado y a la poca luz del atardecer brilla la brasa de una colilla periódicamente mientras él la chupa. Dos chimeneas se ven sobre el techo detrás, en la parte ancha del edificio. Probablemente ahí están las habitaciones en las que uno se puede sentar en el sofá frente al fuego y soportar los largos inviernos que, a pesar de la temperatura de ahora, también llegarán este año.
Por la mañana, al volver del paseo con el perro, mi hijo trae la noticia: ¡está lleno de bomberos! Me falta tiempo para terminar de vestirme y salir a la calle para ver la inusual actividad para la época del final del verano, justo a tiempo a tiempo de ver caer la última fachada del edificio, la más estrecha.
Ahora sé que soy un afortunado porque puedo ver pasar la vida. Que la vida a veces lo ve pasar a uno. Cuando eres desafortunado, incapaz de hacer otra cosa que lo que marca tu rutina: dar de comer al aluvión de turistas en el restaurante, subir a casa al terminar y, si la temperatura es agradable, asomarse al balcón para que te vea la vida. Si es invierno, sentarse delante del fuego hasta que pase. Y así día tras día, la rutina de la rutina, incapaz de añadir ningún otro aliciente más, que no sea la propia rutina. Y no tiene nada que ver con el dinero.
14/9/2016