viernes, 5 de octubre de 2018

La sonrisa y largo pelo blanco

Ayer no le vi, tal vez fue porque no le gustaban este tipo de reuniones o porque estuviera pintando, esclavo de su musa. Estuve pendiente a la entrada de la iglesia esperando verle aparecer con su largo pelo blanco y su sonrisa como si no fuera de aqui, sino de muy lejos.

Finalmente apareció y me preguntó qué estábamos haciendo, como si no estuviera claro. Su desconocimiento parapetado detrás de la sonrisa, me obligó a pensar despacio cómo explicárselo. 

Mientras preparaba mi respuesta mencionó que ya tenía lo que teníamos pendiente. Se lo había pedido hacía tiempo y me hice a la idea de que lo tendría cuando él acabara, ni un minuto antes. Sabía que él había entendido lo que yo quería y que el resultado sería mejor de que yo había sido capaz de imaginar.

Tan discreto estuvo que nadie se dio cuenta de su presencia. Su sonrisa me animaba a interrumpir impaciente las razones que me estaba dando y explicarle lo que estábamos haciendo allí.

Cuando llegamos a casa, después de la cena, las paredes volvieron a recordarme su sonrisa y su largo pelo blanco y se deshicieron en explicaciones de formas y colores, justificando lo innecesario para mis ojos.


Yo solo pude disfrutar en pequeñas dosis de su sonrisa, su pelo blanco y su calmada conversación, pero siempre estará conmigo.

El mundo es demasiado pequeño


Su madre y su padre se conocieron en un antro de esos que frecuentaban aquellos que despotricaban del mundo tal y como era. En una concesión a la realidad, que ellos nunca hubieran aceptado, nació él. Su infancia fue incalificable, y él todavía no ha descubierto si fue o no feliz, porque sus padres no consiguieron cambiar el mundo, transformando sus seguridades de antaño en recuerdos.


Cuando ya tuvo edad para descubrir que el mundo no era como quería, sorprendió a su abuela guardando el dinero de sus ahorros en el azucarero y ejecutó un plan para robárselos sin que su querido nieto fuera ni siquiera sospechoso. Otro día se hartó de su padre y de su madre y se fue de casa, llevándose el coche de su padre y todo lo de valor que pudo encontrar en su habitación.

Con el paso del tiempo encontró al mismo tiempo a su pareja y a los problemas que genera la convivencia. Le echó la culpa a los mensajes que recordaba de su infancia y estos le llevaron a encontrar problemas que nadie encontraba y a echarle la culpa siempre a otro. Él siempre hacía lo correcto.

Añadió a sus problemas el de soportar a un hijo y se puso pesado, y no lo digo virtualmente, sino porque pesaba ya más de 120 kilogramos.  Siempre estuvo a la espera de que llegara algo o alguien externo que resolviera sus problemas. Pero nunca llegó algo parecido, y sí llegaron los municipales a precintarle el bar que había montado y que iba ser el origen de su fortuna y de otra revolución industrial, para recuperar sus deudas.

Buscó entre amigos o recuerdos algo a lo que agarrarse para impedir su miseria pero nunca lo encontró, básicamente porque nunca buscó dentro de él mismo, aunque solamente fuera para vender su carne en forma de solomillos.

Consideraba una tremenda injusticia que el mundo había confabulado contra él, no trayéndole ese algo o alguien externo que resolviera sus problemas. Su odio murió con el. Nadie pago el ataúd extra-tamaño que necesitó y nadie, ni sus padres, ni su mujer, ni su hijo, fueron al entierro. Murió tan sólo como vivió, a pesar de lo chico que es el mundo, como decían sus padres.


¡Qué injusto es el mundo!