Ya estaba, ya había perdido de vista a sus padres y, subida a medio tronco de un pino, miraba el bosque en el que había aprendido a buscar comida, a esconderse, a trepar,… Ahora estaba sola y tenía cierta sensación de ansiedad ante lo que pasaría mañana.
Varias semanas después, no le quedaba la más mínima duda. Bellotas, pinaza, árboles,… Podía encontrar comida en abundancia, de vez en cuando veía a alguno de sus congéneres trepando por un árbol. Todo estaba en orden. La sensación de libertad que le daba estar sola, cubría cualquier cosa que pudiera necesitar. El águila que flotaba en el cielo no conseguiría localizarla y, si no, tenía un agujero perfecto para esconderse en un enorme pino.
Y pasó la primavera, y el verano, y el otoño y llegó el mal tiempo. Ya no tenía tantas ganas de correr y trepar por el bosque, como antes. De repente todo se cubrió de blanco.
Y ya no había bellotas en abundancia, estaban enterradas debajo de la nieve, era muy difícil llegar a ellas, y las de los árboles eran pocas y medio secas. Cada día pasaba más tiempo en aquel agujero del pino, y su piel lustrosa empezaba a mostrar los huesos de debajo.
Aquel invierno fue especialmente duro. Lo intentó todo para encontrar alimentos. Podía comerse aquellas hojas puntiagudas que picaban, pero no tenían mal sabor y, después de comer, le parecía que seguía teniendo el mismo hambre.
Cada día, el manto de nieve era más profundo. Se preguntaba a cada momento qué es lo que había hecho mal. Cuando dejó a sus padres no pensaba que hubiera cometido ningún error.
Y empezó a buscar alternativas para buscar alimentos. Y cada día se cansaba más, sin obtener frutos a su esfuerzo. Encima, el águila volaba más bajo y cada día debía extremar más el cuidado. Al águila se le había añadido un buho enorme que cada día se despertaba más de día.
Un día, llegó a pensar que la nieve que seguía cayendo llegaría a la altura de su refugio. Más de una vez estuvo a punto de rendirse, dejar de estar pendiente del águila y dejarse llevar por su falta de ganas, por su impotencia. Su piel a duras penas cubría sus costillas.
El águila volaba bajo. Ella se despistó por un momento. Cuando se dio cuenta tuvo el justo tiempo de dejar de escarbar y salir corriendo. ¿Llegaría a su refugio?
Mientras corría, su cabeza no dejaba de plantearse preguntas. ¿Qué es o que había hecho? ¿Que le faltaba? ¿Acaso herramientas? ¿Acaso constancia? ¿Ganas? El mundo a su alrededor había cambiado y ella no estaba preparada para vivir en otro mundo, lo suyo era comer bellotas que estaban en el suelo. Cuando alcanzó el árbol, no sabía si había conseguido vencer al águila o solamente había conseguido una prorroga.
Su pregunta no la contestaba el bosque, ni el águila ni siquiera la nieve, probablemente el mayor culpable de sus problemas: ¿Qué debía hacer?
Nada hizo.
Y dejó de nevar. Y el arroyo empezó a cantar. Y en los árboles empezaron a encontrarse brotes tiernos despertando sabores en su boca que nunca había sentido. Y el sol volvió a brillar, un día sí y otro también.
Un día volvió a ver otra ardilla. Sobre el suelo del bosque volvían a verse bellotas
Pedro Puig
jueves, 19 de febrero de 2009
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