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domingo, 19 de septiembre de 2010

Burocracia

La primera vez que me subí en un avión tenía siete años, hace como cuarenta y tantos. Era una especie de regalo de mi padre con quien me fui de Barcelona a Madrid.

Todavía recuerdo una conversación con mi padre en el avión. Me preguntaba como era posible que no nos cayéramos cuando el avión se inclinaba al girar. A mis siete años, recuerdo haber elaborado toda una teoría constructiva acerca de dos tubos en el avión, uno que giraba y otro que se mantenía horizontal para que la gente no se cayera.

El motivo del viaje era algo mucho más difícil de entender que la fuerza centrífuga. España, y yo mismo, tardamos mucho en explicarlo y resolverlo.

En España por aquel entonces, la única fábrica de coches estaba en Barcelona. No era fácil explicarse porqué la fábrica estaba en Barcelona, cuando el régimen político de entonces tendía a tenerlo todo atado y bien atado, y qué mejor que en el centro de España, cerca del poder. Ahora sé que debió de ser alguna concesión de conveniencia a algún catalán de aquella época que compensó con creces la deferencia por la ubicación de la fábrica.

Sin embargo, matricular un coche era un proceso lento pero pesado, como cualquier otro proceso burocrático. España era entonces un país en donde conocer a alguien era muy importante y el vuelo a Madrid con mi padre fue para agilizar los trámites de matriculación de uno de sus primeros coches.

Siendo adolescente, es decir, hace más de treinta y tantos años, mi padre me delegaba todos los trámites administrativos, que yo tenía que hacer, y me enviaba a hacerlos yo solo. Así descubrí cómo se sacaba un certificado de penales, una partida de bautismo, un certificado de nacimiento, y tantos otros documentos que necesité para sacar el pasaporte y viajar, para matricularme en la universidad, para obtener el carnet de conducir…

Los trámites eran todos muy parecidos. Llegabas a un lugar (todo el mundo te podía explicar cómo llegar al lugar en donde se conseguía un papel), hablabas con alguien en la entrada que era el experto, el hombre bueno, y que te explicaba en qué ventanilla debías hacer el trámite, lo que necesitabas y adonde ir primero. Era sorprendente cómo era capaz de decirte que no podrías hacer lo que pretendías a menos que no tuvieras tal o cual papel, imprescindible para la gestión y que, por extrañas razones, tú todavía no habías conseguido.

Cuando, después de una enorme cola, que te llevaba toda la mañana, salvabas el letrero de “Vuelva Ud. mañana” y conseguías llegar a la ventanilla, te enfrentabas con el funcionario, que te recibía y te despedía con una sonrisa.

El funcionario era el primer ser humano que me encontré con capacidad absoluta para mandar sobre las cosas. Después de múltiples visitas me quedará la imagen de su sonrisa superior, su displicencia, su pasotismo, su escasa voluntad de servicio con quien le solicitaba su atención, y sus pocas ganas de trabajar.

En esa época había muchos chistes acerca de la burocracia. Los cómicos de la TV no dejaban de incluir gags relativos a los funcionarios. Ser funcionario entonces era un seguro de vida.  Siempre acabábamos relacionando la burocracia con el gobierno que teníamos y, más aún, con el sistema político que soportábamos y que nos hacía pertenecer al tercer mundo. Pensábamos que una solución a todos esos problemas era cambiar el sistema de gobierno, que les explicaría que estaban allí para servir a los ciudadanos que les pagaban.

Como en el caso del avión de mi infancia, la solución era mucho más sencilla. Hoy en día, el sistema político ha cambiado, nuestro país ya está en Europa, y obtener un papel se ha convertido en un derecho. Es muy raro el papel que no se pueda obtener sentado en tu casa por Internet. La solución era que los funcionarios hicieran tareas mucho más valiosas que sonreír.

Estoy haciendo los trámites para conseguir una residencia temporal en Costa Rica, considerada como la Suiza del Caribe. Todo igual, las filas, la sonrisa, le pérdida de tiempo,… Creí que todo eso estaba asociado a un régimen político, pero solamente era progreso, o la ausencia de él.