Muchas veces el mundo cambia a nuestro alrededor y los cambios tienden a perder algunas de las cosas que siempre hemos visto y que forman parte del paisaje de nuestras vidas. Árboles, paredes, cosas, personas, seres vivos o cualquier recuerdo de un momento: de un olor, de un color, de algo que provocó una emoción o sentimiento que tuvimos.
Su importancia era exactamente esa, participar, ser parte de un recuerdo. A veces esa imagen es algo más que un mero recuerdo y se convierte en el protagonista que nos queda: el vestido de novia, el acueducto de Segovia,…
Cuando nos deshacemos de esos recuerdos, cuando nos cambian el paisaje de siempre o cortan nuestro árbol o, como decía Sabina, nuestro viejo bar se convierte en la sucursal de un banco, en el cambio convertimos nuestro recuerdo en algo que nunca más vamos a volver a mirar.
¡Qué fácil es hacer del cambio algo vulgar! O al menos algo mucho más vulgar que el propio recuerdo, adornado con la importancia de lo único, de lo personal. Cuantas obras, cambios de paisaje, han convertido algo nuestro en algo que parece frío,… ausente de recuerdos.
Pero los paisajes, al final, solamente son la suma de muchos, y no tienen ninguna importancia. Hoy te levantas y es Barcelona, y mañana te levantas y es Madrid o La Granja, al lado de Segovia, o tal vez mucho más lejos,... Y sigues sumando recuerdos que van conformando tu vida, no son los paisajes o las cosas las que suman. Y esos cambios de paisaje son el color verde claro del Palacio que siempre fue amarillo….
Y mientras tanto, el olor en verano después de haber llovido; o el sonido de pisar la nieve recién caída; o la elegancia de un buen caballo; o el amarillo de los árboles en otoño; o la cara de un bebé,…; y ¡porqué no!, las gestas, los méritos ajenos compartidos por pertenecer a la misma tribu,…
Pero también, esos paisajes que cambian y que conforman la realidad y el progreso como las carreteras, la Tour Eiffel, o las cosas bien o no tan bien hechas, que dejaremos nosotros, los que solamente pasamos por este mundo, como algo que recibimos y devolvimos con un valor añadido.
Aunque tal vez, o seguro, que lo devolvamos sin recuerdos que se perderán y que lo fueron solamente en nuestras cabezas y sentimientos, recuerdos que fueron únicos y por eso efímeros, y que alguien evocará como hoy en día evocamos las películas de John Wayne, o aquellas tardes de invierno en donde las gentes se sentaban a hablar y a compartir. O la literatura o la música, que seguirán provocando recuerdos y sensaciones alguna vez grandes, otras veces personales y escondidas, en donde el mérito, la sensación que provocan, quedará compartido entre quien lo escribió y quien lo lee o escucha.