He hecho este viaje
miles de veces por la noche. Llegaba a dormir a casa y estaba fresco por la
mañana para enfrentarme con los problemas de cada día. Anoche decidí viajar por
la mañana temprano.
El aire fresco
acaricia mi brazo izquierdo apoyado en la ventanilla abierta. La humedad casi
se convierte en una lluvia fina. Huele a resina. Los pinos verticales de color
marrón suben hasta el verde oscuro de las copas, a juego con la sombra que
provocan. El suelo del bosque es como una moqueta verde. Las flores amarillas
de la genista, blancas de la malva, y muchos arboles verdes, disimulan el verde
oscuro general, pintando de sombras la moqueta. Se intuye un arroyo entre los
pinos. El agua devuelve reflejos mientras se mueve en sentido contrario al que
va el coche. El aire fresco que me da en la cara, medio asomado por la
ventanilla, me dice que vaya en sentido contrario. Las señales de tráfico advierten cosas con colores fuera
de tono: rojos, blancos y a veces azules.
Me gusta conducir
el coche que llevo. La semana que viene toda la familia nos iremos a la playa
de vacaciones. Mi mujer lo pasa bien en nuestra casa de verano.
El coche sigue
obediente por la cinta gris mientras una sensación de felicidad desconocida, u
olvidada creo, invade mi espíritu. Seguro que en la oficina podrían arreglarse
sin mí, me pregunto cómo me he podido perder todo esto hasta ahora. No fue mala
idea quedarme a dormir y retrasar el viaje hasta esta mañana, casi me dan ganas
de pararme y pasear, creo que un poco más adelante hay un merendero.
Al pasar una fuente
de piedra, a la derecha de la carretera, veo un corzo entre los pinos. Mi
cabeza lo sigue con la mirada. Pequeño, más quieto que los árboles, fijando sus
ojos en el coche. Está solo. El ruido que hace el coche provoca que el corzo
permanezca quieto, los músculos en tensión.
El corzo no puede comprender por qué he salido temprano por la mañana, ni por qué estoy aquí. Nada tiene
sentido para el corzo. Algo hay en su mirada que me hace sospechar que mi vida
tampoco tiene ningún sentido y me pide que me pare con él.
***
La sombra de los pinos, el fresco, el arroyo y el bar
del merendero atraen a una población fiel de familias que llegarán más tarde
para pasar el día. Gritan, suben a la colina, juegan a la pelota, disfrutar del
fresco, del arroyo,...
- ¿Qué,... te dejo 20 cajas?
- Hay buen tiempo, sí.
Todas las mañanas
Nemesio lleva leche al merendero desde hace años. Le ha dado tiempo de tomarse un café. El viejo camión
camina trabajosamente hacia la salida. Ahora es verano y más tarde el merendero
empezará a recibir clientes.
***
Siento fría la mejilla y está dura la almohada. La otra mejilla esta
caliente, y la sensación es agradable. Tengo los ojos cerrados. Demasiado
silencio. Estoy tumbado. No hay aire. Ni siquiera hay ruido. ¡No oigo nada!¡no
veo nada!
Levanto una mano para tocarme la cara, muy despacio. La mano sube sobre
mi pantalón y mi camisa. Cuando llega a la mejilla, una sensación pegajosa y
cálida la sorprende entre los dedos.
Intento prestar
atención y empiezo a oír un claxon que no se calla. La almohada sigue muy fría.
Puedo ver la parte de debajo de un coche apoyado sobre sus puertas, encima de
las líneas blancas en la cinta gris. Estoy tumbado en la carretera.
El tiempo parece
correr más despacio, me da tiempo de pensar, no sé qué pasará con la reunión de
hoy, ni quién vendrá a buscarme desde mi casa,...
Oigo un portazo,
ruido de pasos, exclamaciones y gritos que no entiendo, y que se suman al
claxon, que no para de sonar. Me miro las manos y me doy cuenta que la
sensación pegajosa era un líquido oscuro y denso que cubre todo un lado de mi
cara y que va goteando en la carretera.
Uno, dos, tres y mi
mejilla ya no está fría. A mi alrededor una voz me dice no sé qué de estar
tranquilo, que ya han llegado, que no me preocupe. ¿Quién ha llegado?¿qué pasa?
Ya no suena el claxon.
La voz me limpia la
cara y ya puedo ver con los dos ojos. La cara que me habla, está inclinada
sobre mi. Me aprieta el brazo. No soy capaz de entender lo que dice, pero es
suave y amiga. Noto un pinchazo. El agua está templada y sus húmedas gotas me
resbalan por la cara. Alguien me la seca pasándome un suave papel por la cara.
Veo un viejo camión
destrozado contra un árbol, y alrededor montañas de cajas de leche y blanca
leche derramada. Mientras intento aclarar mis ideas, entender lo que me dice la
voz y qué es lo que se mueve, miro hacia los pinos en donde un corzo mira
fijamente la escena, muy quieto. Si no fuera porque me duele la cabeza, diría
que su mirada me resulta familiar, ya me he parado.
De repente me
golpean, me mueven, y me zarandean ¿porqué me hacen esto? Hace frío. Huele a
resina. La humedad me oprime. Oigo agua bajando por la colina. Puedo ver las
copas de los pinos tapando el cielo.
Me llevan a una
habitación pequeña que tiene una luz blanca que está encendida. Se oye un
portazo, un ya está, una sirena, y de nuevo una voz inclinada sobre mi me
repite que no me preocupe, que ya pasó, que queda poco.