Para los latinos comer es todo un rito, nada mejor que sentarse en una mesa y conversar lo mínimo necesario para acompañar la comida. Los restaurantes generan un montón de vivencias.
Me acuerdo de un restaurante en Castellón en donde un italiano de Roma cocina para muy pocas mesas. Su conversación es tan entretenida como su Cassata. Igual te vende a tu compañera de mesa que a su esposa, española, que parece un remanso de paz. Lleva muchos años en España, está domesticado.
Una vez escribí de un restaurante de Las Vegas y de cómo una señora de 120 kilogramos de peso devoraba, o deglutía, la comida mientras un maître se empeñaba en mantener recta la columna y aconsejar acerca de sofisticadísimos y carísimos vinos.
Hace años, en Chile, un restaurante francés en donde le pedí al maitre algo así como: ¿Ud. conoce el Rioja?, pues quiero probar algo así, pero en Chileno. La cena fue entonces exquisita, igual de grande que mi disgusto del otro día que en el mismo restaurante, estando vacío, me han dicho que no tenían mesa. Así que he cenado en el de al lado. Comida italiana, los gnoquis estaban espectaculares y la casatta ni hablemos. Al salir he vuelto a ver el restaurante en el que quería cenar, todavía vacío.
Recuerdo la cena de Aquelarre, en San Sebastián, cuando cumplí 50, no es exactamente comer, es un espectáculo, pero tiene que ver con una puesta en escena de la que la comida solo es una parte, parte excepcional, claro, pero es algo más. Fue un homenaje por la cena y por la compañía.
Comer se convierte en una suerte de compartir mesa incomodidad cuando se va al Cantábrico en Madrid, a comer gambas y marisco.
Se convierte en un deleite para la vista en el cielo de Madrid. Esas interminables alfombras, inmensos tapices.
En un descubrimiento de cómo se sirve la comida si vas a Zalacaín.
En sorpresa si vas a un bar en donde sirven comidas en el bario de Moncloa, creo que se llama Imperio, y en donde han puesto seis mesas, y encuentras unos hongos, muchos variados, fantásticos y desconocidos en temporada.
O ese restaurante que no le gusta a mi mujer en el norte de Madrid, en Torpedero Tucumán.. Cada vez que voy pido alubias de Tolosa, es una tentación, es un placer.
En una falta de respeto continua que se perdona si vas a Olga en La Guardia.
En un suspense esperando lo que te van poner a continuación de cada plato en el Passadis d`en Pep, en Barcelona.
Una vez estuvimos en Los Ángeles y decidimos tirar la casa por la ventana. Mientras cenábamos y el maître nos contaba su experiencia en España, limusinas llegaban y se iban. No había luz suficiente para distinguir a ningún famoso. Resultado, la cena más cara que jamás me he tomado.
Caro también fue en Montecarlo. En el restaurante el carro de postres iba y venía, sin cambios, las tartas siempre enteras, ¿nadie tomaba? No, por supuesto que todos estábamos dando buena cuenta de aquellos fantásticos postres, pero invariablemente se sustituían las tartas estrenadas por otras nuevas. Obviamente, la cuenta estuvo a la altura, menos mal que el casino se apiadó de nosotros.
El otro día en Colombia la escena fue de cuatro hombres y una mujer. La mujer pide ubres (cualquiera puede imaginarse cómo eran las suyas para provocar mi reacción), ante lo cual me sentí en la obligación de preguntar qué era eso, igual el idioma esta vez me ayudaba. Ella era de Cali y sabía llevar las cosas bien. Tal vez los colombianos estén acostumbrados, pero un español, lo único que podía hacer es preguntar qué era aquello, para disimular.
Supongo que si a un chileno le digo que en Latinoamérica echo de menos el marisco se ofenderá, pero claro, los “oricios” (erizos) que el otro día me tomé en Izamar, superaban la categoría de marisco.
A un francés habrá que regalarle el oído. Aunque ellos se crean superiores, son latinos como nosotros y, ¡cómo comen! No hablo de los nouvelle coussine, hablo de cualquier brasserie, en cualquier sitio, por ejemplo, una comida que me tomé en Saint-Jean-Pied-de-Port, en el pirineo francés.
Y claro, en Cataluña, cuando te vas por Girona y entras en cualquier sitio para comer unos caracoles o un pollo o, realmente cualquier cosa, te encuentras con la agradable sensación de no quererte levantar de tu silla, sea incómoda o no. Recuerdo los restaurantes cerca de un cliente en Sant Gregori. O un día que paramos en un restaurante cualquiera en Vic y nos llevamos la sorpresa, y renegamos del posible cliente porque no quiso ser excusa para repetir la comida.
Pensaba que mi memoria gastronómica era más corta, porque me creo capaz de llenar páginas y páginas. Quede así.
Definitivamente soy latino, disfruto comiendo sea lo que sea, mientras exista la comunicación entre quien sirve (detalle, orgullo, cuidado,…), y quien come para hacerlo un rito.