viernes, 22 de enero de 2010

Perfiles



Por la acera irregular de Polanco una mujer se aferra a su hombre como si fuese a perderlo.
Ella es mucho más pequeña que él, facciones angulosas, cara estrecha, bajita, maquillada, vestida con ropas que parecen especialmente escogidas para llamar la atención y superar su tamaño. Va colgada de su hombre, de su chico, porque lo poco que alcancé a verle a él, no parecía mayor. A ella sí la vi mejor, porque era imposible no verla.

Por la imposible acera que lleva desde el selecto barrio de Polanco a mi casa, a cualquier cosa uno se aferra como si fuera su casa, una coleta de caballo que llama la atención por lo negro noche brillante. Lástima que al final tapa el pelo un gorro imposible de describir, unas mallas de deporte que acentúan el rítmico movimiento de sus piernas, también negro, aunque parece de un color claro en contraste con su pelo.

En la mano un teléfono móvil al que parece atada.

Si tuviera que describirlo diría que es como Orson Wells, ¿sabes? Se sienta en la mesa de al lado de un restaurante argentino al que voy a menudo a comer. Lleva tirantes, unos pantalones elegantes y una camisa sin corbata, que aquí en México no es tan habitual como en España. Entre medias de su barba, bigote y pelo gris, todo abundante, se esconden unos ojos pequeños y, sobre todo, una inmensa sonrisa de aceptación de sí mismo, igual que la que debía poner Orson después de terminar ciudadano Kane.
Comía lo mismo que yo, solo, en mi mesa de mi restaurante argentino.



Adidas Jesucristo de diseño, vaqueros y piernas fuertes en forma de paréntesis. Camiseta amarilla encerrando un cuerpo ancho como un toro sosteniendo una cabeza pequeña. La proporción parece que no cuadra, sus hombros son como vigas y sus brazos le cuelgan y hacen un vaivén al caminar atléticamente. Su sonrisa es de satisfacción por cómo camina, por cómo se mueve. Probablemente un turista americano en Santo Domingo.

Piel oscura, bajo y delgado. Ojos grandes con mucho blanco. Lo que más llama la atención es el ruido que hace, como habla, sin parar. “Ah, este va a doblar...  A mí me gusta cerrar a los motoristas, para que no me pasen por el lado... No, de verdad. Porque después lo rayan a uno. ¡Mira! le hizo así al carro (golpeando con la mano), luego va y se tiró de morros, ¡ay!, ¡ay!, ¡ay!, decía. Y entonces yo le dije, espérate, yo te voy a matar, porque si lo veo vivo, voy a durar preso mientras él esté enfermo, agarré el carro y que le di patrás”, uno de mis taxistas en Santo Domingo.

Boca chica, intentando cerrar un trato. Por la playa un cuerpo de susto. Sujetando con los dos brazos abiertos atrás las cintas sin atar del bikiny minúsculo, verde. Mulata de piel morena, india les dicen aquí. Pelo negro, que contrasta con la luz de la playa de Boca Chica.

“Español”, bregado en mil países, ‘currante’, de Madrid, casado en España y en Dominicana, las dos saben de la otra, dos niños aquí, uno allá. Empuje, autosuficiencia, zapatos sucios de la obra, de trabajar, decidido. Vaqueros gastados, hombre para todo. Fanfarrón. Mercenario. Fiel.



Siempre existen clases, ahí está el sumillier, supremo dios del restaurante francés. Su mandil es negro, de piel de canguro para poder incubar los tapones de corcho sacados con gesto indiferente pero importante. ¡Cómo es la postura abriendo la botella!, ¡Cómo la forma de verter y preguntar al señor por la calidad del vino! ¿Lo habré visto antes? El vino, por definición de vino industrial, es imposible que esté mal, y solo se llama vino por ser francés el restaurante. El señor solamente lo es por pagar 80 dólares por plato.

Estamos en Las Vegas.

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