Ayer me levanté de la cama más pronto de lo normal, tenía cosas que hacer. Nunca sabré si en circunstancias normales hubiera oído el alboroto o no. Me acerqué a la ventana para ver lo que estaba sucediendo.
Entre los árboles y bajo la luz blanca de las farolas del parque, todavía encendidas, tres perros se disputaban algo entre carreras, ladridos y mostrar de dientes. Uno era más pequeño, negro, otro era muy grande, un mastín, y el otro un perro parecido al de mi abuela, creo que un labrador. No fui capaz de entender si se peleaban por la propiedad de aquello, por ser el perro más fuerte, o sólo porque era su naturaleza. La diferencia de tamaños parecía descartar lo de la fuerza. No se veía a sus dueños cerca.
Uno mordía aquel objeto y los otros dos estiraban con furia de él. Pronto entendí que el final de aquel alboroto iba a ser aquello partido en tres pedazos.
Mientras los veía pelearse se me hacía difícil entender que su entusiasmo por aquella cosa que no pude distinguir, fuera compatible con la llovizna que caía aquel día gris, casi de invierno, y la luz que había en el parque.
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