Hace unos días mi conclusión era clara. Estábamos condenados a un conflicto en el que el primer muerto le daría
ventaja a quien lo sufriera. Pensaba en las posturas absolutamente
irreconciliables; en la grave ofensa a los independentistas que no habían hecho
nada malo; en el miedo a ser robados por su vecino o algo mucho peor del resto; la emoción e
ilusión implantada con mentiras a la otra mitad de un pueblo; en un gobierno
prisionero de sus obligaciones internacionales, españolas y del, teóricamente,
53% de la población catalana.
No veía ninguna solución y estaba triste,
muy triste.
Pero claro, solo la gente preocupada por
sus problemas (¿esto también es populismo?) podía aportar alguna solución. La
mayoría silenciosa ha hablado, ha hablado el 53%, y ahora el 47% ni siquiera
podrá apostar por los muertos de nadie, no será rentable. Le he preguntado
insistentemente a mi familia independentista qué es lo que quieren, pero no saben lo
que quieren, solo saben qué herramientas necesitan que les ha dicho un independentista (independencia, república catalana), cuando hay muchas otras. Este
independentista ha disimulando muy bien cometiendo tan grave irresponsabilidad
como para hacer que yo pensara que no había solución.
Me considero un estúpido por haber
derramado mis lágrimas esta mañana.
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