En su cara no se podía encontrar simetría
alguna. Una de sus cejas estaba más alta que la otra y los huesos de debajo
eran mucho más prominentes. Su boca estaba torcida y desplazada a un lado, debajo de su nariz. Sus ojos eran pequeños y vivos, aunque el derecho apenas se
veía. Solo su nariz, perfilada, y recta
soportaba una abundante barba que le daba apariencia de cara. Daba la
impresión de vigoroso y rápido, aunque cojeaba ligeramente. Su cabeza era muy
grande. Sus piernas eran desproporcionadamente largas para su torso. Sus
pantalones eran de un color marrón, igual que su camiseta, o eso parecía. Si me
preguntaran sus años, no sabría decir si tenía 15 o 30.
Deambulaba por los campos mirándolo todo sin
ser descubierto. De esta forma, cogiéndolos de unos tendederos no vigilados
había conseguido los pantalones y la vieja camiseta que adornaba su pequeño
torso y que le resguardaban del frío.
Robaba alguna gallina o algún pastel que se
enfriaba en una ventana. Iba con mucho cuidado de no ser descubierto. Cogía
estas cosas y huía hasta su cueva para comérselas. Había aprendido a comer sin
fuego. A veces miraba de lejos a los niños cuando jugaban con una pelota y les
escuchaba gritar con envidia.
Él no recordaba el día en el que lo habían
abandonado en el campo ni porqué. Al despertarse todos los días, disfrutaba del
mar, de los chillidos de las gaviotas y del cielo azul. Había descubierto la
cueva en donde siempre estaba seco, lloviera o no, bajando unos riscos en donde
el acantilado parecía abrirse en picado al mar. Es curioso que encontró su
cueva un día que intentó acabar con su vida tirándose por el acantilado. Para
su sorpresa, en lugar de despeñarse al mar y las rocas a unos 100 metros más
abajo, cayó enseguida en una repisa que no se veía desde arriba, en donde
estaba la entrada a su tesoro.
Muchos de los aldeanos y algunos niños lo
habían visto furtivamente alguna vez, acechando para conseguir algo que le
sirviera de comer, o solamente para oírlos. Asustados, muchas veces habían organizado grupos para encontrarlo.
Alguna vez, con cierto éxito, lo perseguían hasta el acantilado y allí se
perdía su rastro, creyendo sus perseguidores que se había arrojado al mar.
Entonces la escena era siempre la misma. Sus perseguidores hablaban de cómo el
monstruo se había tirado al mar, final elegido antes de que ellos le dieran su
merecido. Él, acostado y quieto, muerto de miedo en una de las paredes de su
cueva, con un grueso palo en las manos, en silencio, oía a sus perseguidores y
entendía, al menos por el tono, que les había vuelto a engañar. Nunca hacia
fuego ni ruido en su cueva. Cuando se escondía después de una persecución no
salía en varios días. La cueva tenía un riachuelo de agua dulce y guardaba
alimentos suficientes para varios días.
Ese invierno hizo mucho frío. Especialmente
en febrero, tanto, y eso no lo habían visto ni los más viejos del lugar, que un
manto de nieve cayó sobre la isla. En la plaza del pueblo unos niños dieron la
alarma diciendo que el monstruo los estaba espiando mientras se tiraban bolas de
nieve en el campo de fútbol. Inmediatamente se organizó el grupo perseguidor,
armado de palas y palos y algunas escopetas de caza. Empezaron por el campo de
fútbol y siguieron su rastro hasta el acantilado. Sus pisadas descalzas se
distinguían claramente y los perseguidores descubrieron, asombrados, que se
veían algo más abajo, descubrieron la repisa, la cueva y entraron para darle
muerte, golpeándole con palas y palos, pegándole un tiro.
Basado en la leyenda de Xoroi, en Menorca.
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