Ya por fin, suena el despertador, deben ser como las siete, y ella se levanta. Soy capaz de armar una frase con una disculpa consistente: ¡lo siento! De pié, al lado de la cama ella me mira con aire de incredulidad y me dice que no me preocupe, que después de tantos años ya entiende mis estupideces.
Un poco antes, la ventana se veía ya un poco de luz, pronto sonaría el despertador y pondría fin a una noche de insomnio, de dolor de estomago y vueltas interminables en la cama. Ojalá que lo de ayer se resuelva. Mi cuerpo no podría soportar otra noche como esta, y mi cabeza se fundiría si seguía dándole vueltas a lo que había hecho y lo que podría pasar.
En una de las vueltas que di, me fijé en la esfera del despertador, que marcaba las 5 de a mañana. Era un despertador bien grande que ocupaba mi mesilla de noche, ya no me acordaba desde cuando. Me lo había regalado mi padre hacía muchos años. Aunque el ruido que hacía era escandaloso, creo que tuve que hacer algún ajuste para oír los segundos que marcaba, implacable, pero gracias a él, me olvidé de dar vueltas y pude concentrarme en algo diferente a lo que mi cabeza pensaba desde hacía horas. Por un momento me imaginé que un enemigo estaba manipulando el despertador para que los segundos fueran hacia atrás y así, hacer más larga la noche.
La ventana está muy oscura. No sé cuantas vueltas he dado en la cama, pero la ventana no da respuestas de qué hora es. Un vistazo a mi mesilla de noche y veo que todavía son las tres de la mañana, y que apenas llevo unas horas acostado. Mi estómago se revela y me produce un malestar que, si no fuera por lo que había pasado, se quedaría en un “ya no tienes que cenar tan fuerte a tus años”. Mi vejiga me obliga a visitar el baño. Pero mi cabeza duda si he vuelto o si tengo que ir.
Cuando me acostaba aquella noche no paraba de hacerme reproches, a preguntarme porqué era tan estúpido de entrar al trapo, de discutir, de levantar la voz, si apenas era importante de lo que estábamos hablando. Me preguntaba porque yo, que me consideraba inteligente, no era capaz de separar las cosas banales de las importantes. Efectivamente, mi situación no era normal, más bien cualquiera diría que era muy mala o solo grave, por ser políticamente correcto. Pero eso no justificaba para nada que no me diera cuenta de las cosas
La película que estoy viendo se ha acabado y desaparece la razón que me ha mantenido en el salón la última hora. Apago la tele y las luces y me voy a mi cuarto con miedo, en donde mi esposa duerme, gracias a dios, a pierna suelta. Intento hacer el mínimo ruido para no despertarla y, pocos segundos después, estoy en la cama. Me recibe el agradable tacto de la almohada que parece significar que es de noche y prometer que volverá a salir el sol por la mañana, y llegará la calma.
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