miércoles, 30 de marzo de 2016

Sin sentido, con sentidos (La verdad es que lo escribí muy parecido en 2001, pero me gusta)

Las flores estaban preciosas a plena luz del sol por la mañana, temprano. Los pétalos blancos con todos los colores del arco iris al acercarse al botón central de cien colores, donde predomina el amarillo. Una y otra, y otra más, orgullosas, altivas mirando al sol como intentando capturarlo, miles. Llamando a gritos a las abejas.

La casa estaba en el bosque, apenas se distinguía el color de sus tejas desteñidas entre los pinos, que crecían altos alrededor para ocultarla. La humedad y el frescor de la sombra se sentían en la piel. Las paredes, de piedra, los escalones que el musgo había conquistado la disimulaban, igual que la sombra de los pinos… Solamente cuando cerrabas la preciosa cancela de madera, sin pintar, como el tronco de los pinos, se distinguía el cuidado jardín. Un pequeño estanque debajo de un pequeño chorro de agua, con lirios blancos, flores húmedas amarillas y rojas, con grandes hojas de tono verde y marrón rojizo. Se notaba que alguien le había puesto mucho amor en cuidarlo.

El coche giraba y doblaba bajando por las curvas de la estrecha carretera que discurría dando vueltas entre dos muros de piedras, estrecha, retorcida. Estábamos pendientes de ver aquel desvío, camino de tierra, detrás de la tanca de madera que nos debía llevar al mar…
La luz del mediterráneo casi obligaba a cerrar los ojos, deslumbrante. Pecado mortal no abrirlos para ver la cala que se abría a nuestros pies, el viaje y la caminata final bajo el calor del Mediterráneo había valido la pena. El mar en calma. El azul turquesa entre transparente y verdoso, con la arena del fondo reflejando las sombras de los peces, moviéndose en silencio. Los pinos hasta la pequeña franja de arena. Las rocas, sujetando a los pinos, genistas en flor, amarillas. Azul profundo, mar dentro, el horizonte con bruma por el calor.

No sé si atrae más el olor o sus raíces fuera de la tierra que se retuercen como enormes serpientes de piel rugosa para aguantar los troncos, intentando devorar la pared construida con piedras blancas y grises, despacio, casi quietas. Hojas desordenadas con forma de mano de tres dedos, verde mate como corresponde a una higuera.

No es poesía, son cristales opacos, por doquier. Cualquier cosa conocida se te hace pequeña al levantar la cabeza, doblar el cuello casi con dolor y mirar arriba: cristales espejos que apuntan a un solo punto en el cielo. Relaja mirar a los taxisamarillos que se mueven a tu altura, escaparates, colores y movimiento, Nueva York. Todo lo demás es pequeño.

Hace horas que el paisaje no cambia. Filas de asientos quietos en la penumbra. Algunos paseos silenciosos hacia detrás y hacia adelante por el pasillo. Las luces de las salidas de emergencia amortiguadas. El silencio solamente acompañado por el constante rugido de los motores que nos empujan hacia nuestro destino.

El universo parecía desplegarse sobre un negro iluminado. La noche era clara y estaba medio tumbado en el balcón de Doña Rosita, la casa que alquilamos el pasado verano y este. Las estrellas que se veían, infinitas, eran puntos todos iguales, cada uno de diferente brillo, alguno parecía moverse. Era de noche, el silencio y la oscuridad así lo demostraban, pero la luz de las estrellas iluminaba la bahía y se podía sentir, a lo lejos, a la gente paseando, comiendo y comprando entre las luces.


Las gafas de sol parecía que se iban a llevar mi nariz y mis orejas si intentaba quitármelas. Había mucha luz, pero el frio era glacial. Montones ordenados de nieve se apoyaban en las paredes de las casas recordaban el frío a pasar de que el cielo azul  el sol, la luz y todo el mundo sentado en las terrazas de los bares parecían saludar al sol, como las  flores a las abejas.

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