Las flores estaban
preciosas a plena luz del sol por la mañana, temprano. Los pétalos blancos con todos los colores del arco iris al acercarse al botón central de cien colores, donde
predomina el amarillo. Una y otra, y otra más, orgullosas, altivas mirando al
sol como intentando capturarlo, miles. Llamando a gritos a las abejas.
La casa estaba en el
bosque, apenas se distinguía el color de sus tejas desteñidas entre los pinos,
que crecían altos alrededor para ocultarla. La humedad y el frescor de la sombra se sentían en la piel. Las paredes, de piedra, los
escalones que el musgo había conquistado la disimulaban, igual que la sombra de
los pinos… Solamente cuando cerrabas
la preciosa cancela de madera, sin pintar, como el tronco de los pinos, se
distinguía el cuidado jardín. Un pequeño estanque debajo de un pequeño chorro
de agua, con lirios blancos, flores húmedas amarillas y rojas, con grandes
hojas de tono verde y marrón rojizo. Se notaba que alguien le había puesto mucho amor en cuidarlo.
El coche giraba y doblaba
bajando por las curvas de la estrecha carretera que discurría dando vueltas
entre dos muros de piedras, estrecha, retorcida. Estábamos pendientes de ver aquel
desvío, camino de tierra, detrás de la tanca de madera que nos debía llevar al
mar…
La luz del mediterráneo
casi obligaba a cerrar los ojos, deslumbrante. Pecado mortal no abrirlos para
ver la cala que se abría a nuestros pies, el viaje y la caminata final bajo el calor del Mediterráneo había valido la pena. El
mar en calma. El azul turquesa entre transparente y verdoso, con la arena del
fondo reflejando las sombras de los peces, moviéndose en silencio. Los pinos
hasta la pequeña franja de arena. Las rocas, sujetando a los pinos, genistas en
flor, amarillas. Azul profundo, mar dentro, el horizonte con bruma por el calor.
No sé si atrae más el
olor o sus raíces fuera de la tierra que se retuercen como enormes serpientes
de piel rugosa para aguantar los troncos, intentando devorar la pared construida con piedras blancas y grises, despacio, casi quietas. Hojas
desordenadas con forma de mano de tres dedos, verde mate como corresponde a una
higuera.
No es poesía, son
cristales opacos, por doquier. Cualquier cosa conocida se te hace pequeña al
levantar la cabeza, doblar el cuello casi con dolor y mirar arriba: cristales
espejos que apuntan a un solo punto en el cielo. Relaja mirar a los taxisamarillos que se mueven a tu
altura, escaparates, colores y movimiento, Nueva York. Todo lo demás es
pequeño.
Hace horas que el paisaje
no cambia. Filas de asientos quietos en la penumbra. Algunos paseos silenciosos
hacia detrás y hacia adelante por el pasillo. Las luces de las salidas de
emergencia amortiguadas. El silencio solamente acompañado por el constante
rugido de los motores que nos empujan hacia nuestro destino.
El universo parecía
desplegarse sobre un negro iluminado. La noche era clara y estaba medio tumbado
en el balcón de Doña Rosita, la casa que alquilamos el pasado verano y este.
Las estrellas que se veían, infinitas, eran puntos todos iguales, cada uno de
diferente brillo, alguno parecía moverse. Era de noche, el silencio y la oscuridad así lo
demostraban, pero la luz de las estrellas iluminaba la bahía y se podía sentir, a lo lejos, a la gente paseando, comiendo y comprando entre las luces.
Las gafas de sol parecía
que se iban a llevar mi nariz y mis orejas si intentaba quitármelas. Había
mucha luz, pero el frio era glacial. Montones ordenados de nieve se apoyaban en
las paredes de las casas recordaban el frío a pasar de que el cielo azul el sol, la luz y todo el mundo sentado en las terrazas de los bares parecían saludar al sol, como las flores a las abejas.
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