domingo, 21 de febrero de 2016

El despertador

La vida en un Colegio Mayor es simple y apenas necesita un despertador. Pero los canarios han puesto de moda unos pequeños aparatos negros con números rojos que dan la hora, consumen poco, y tienen un avisador. Le pedí a mi padre un aparato igual, le hablé de lo bonitos que eran. Mi novia tenía uno. 
Al cabo de un mes se presentó con un regalo bien envuelto, se lo había enviado el vendedor que tenía en Canarias. No me acuerdo como disimulé mi sorpresa cuando, al abrir el paquete, me encontré con aquel tamaño de despertador, en lugar del casi invisible aparato que tenía mi novia.
Su cara parecía decir algo así como:

- ya sé que no es lo que querías, pero qué quieres, es un buen despertador, ¿para eso lo querías no?

El despertador del tamaño de una de esas cajas plateadas que los jugadores de ajedrez golpean después de hacer cada jugada. Tiene un pulsador negro en la parte de arriba que hay que apretar para que se calle. Tiene dos ruedecitas, una para cambiar entre tres melodías diferentes y otra para ajustar el volumen. No sé cómo se puede describir, de las tres, la melodía que más me gusta, porque los teléfonos móviles no la han importado, pero para asegurar que te despiertes, al cabo de un rato, la melodía se acelera para decirte que debes ponerte en pie y seguir con tu vida. Cuando lo pones a tope es imposible no despertarse.
Para fijar la hora en la que sonará es necesario girar una rueda de atrás, hasta poner el señalador en el sitio correcto de la esfera, no es muy cómodo, y luego hay que pulsar para levantar el botón negro. La esfera fluorescente, bien grande, te permite ver qué hora es, aunque este oscuro, y todavía no toque levantarse.
Cuando se queda sin pilas no se calla, sino que avisa, con su melodía distorsionada, a veces es más baja de lo que le pides, pero le pones una nueva pila por atrás, de las medianas, para que dure muchos meses, y ya está, vuelta la melodía.

Resuena en mi piso de estudiantes. Lo apago en seguida, esperando no haber despertado a mis amigos que todavía duermen y se irán a la Facultad más tarde. 
Son las ocho de la mañana, hora de levantar a toda la familia para empezar el día. La melodía del despertador suena fuerte en la mañana como anunciando que todo empieza, el desayuno, el autobús de los niños,...
Nadie más oye la melodía, y me levanto para ducharme e ir otra vez a trabajar, la oficina está apenas  a cinco minutos del apartamento.
Son las cuatro de la mañana. Fuera está muy oscuro, la casa está en silencio. Es lunes y es hora de levantarse para ir al aeropuerto, una semana más, el taxi naranja vendrá a buscarme en una hora.
Durante un tiempo ni siquiera me hizo falta. Mi cabeza se activaba nada mas amanecer. Parecía haber llegado a un pacto con la luz, al otro lado de la ventana.

Hace tiempo que ya no lo escucho,  pero el despertador también es una máquina de hacer segundos, rítmicamente, siempre igual: clack,... clack,... clack,... Creo que mi mesilla de noche siempre ha sonado igual, segundo a segundo.
Mi padre enfermó después de hacerme aquel regalo. La verdad es que no soy consciente de sí le di lo suficiente las gracias.
Ahora, raras veces lo pongo para despertarme, pero su máquina de fabricar segundos sigue su incansable ritmo encima de mi mesilla de noche, clack,... clack,... clack,... .


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