El otro día fui de nuevo a un concierto de
música clásica. Casi por casualidad. Recuerdos muy antiguos de cuando me iba a
ver la sesión de ensayos del Teatro Real con mi novia de entonces.
La primera parte del concierto estaba
diseñada para eliminar la afición de ir a conciertos, un "estreno
mundial" que oscilaba entre las bandas sonoras de películas como
"Encuentros en la tercera fase", o el
"Motel bates" y un reto de los armónicos que se pueden
escribir.
En el concierto había bastantes cosas fuera
de sitio. El director mostraba un aparente interés en la partitura de la obra,
y era extremadamente joven, 25 años según rezaba el panfleto. Algunos músicos
de la orquesta incluso seguían el ritmo, o lo intentaban. Y lo más fuera de
sitio, el público, que soportaba, según mi escasa cultura musical, un conjunto de
ruidos insoportable, y creo que lo seguirá siendo dentro de 100 años.
La segunda obra fue parecida, si exceptuamos
el coro compuesto por 30 voces, instrumentos musicales insuperables, que
consiguieron transformar el ruido en música.
Después del descanso todo cambia. Desaparece
la partitura del director y empiezan los primeros compases de la 5ª sinfonía de
Ludwig van Beethoven. Una sinfonía alegre por definición, y los primeros
compases suben hacia arriba anunciando algo conocido. El sonido único de los
primeros compases se repite desmenuzado, más bajito, pero anunciando que el
sonido es una mezcla de instrumentos.
No sé si Beethoven lo pensó así, pero parece
una guerra entre la derecha e izquierda de la orquesta, los numerosos violines,
a la izquierda, contra el resto de instrumentos de cuerda, a la derecha,
arbitrados por el resto, que repiten en otros tonos, más bajo o más alto, uno a
uno o en grupos diferentes, las mismas notas. El joven director, sin corbata,
única concesión a su edad, activa o desactiva los instrumentos como si fuera él
quien soplara, o rasgara con su baqueta las cuerdas de los violines.
Ahora todo parece en orden y mis recuerdos
vuelven para asegurar que "esto" valía la pena.
Las notas llenan el auditorio de Madrid.
Casi se puede notar en el público que para esto es para lo que han estado
esperando, y que hace siglos Beethoven ya lo imaginó: que los músicos se
volverían virtuosos, que se construirían auditorios, que alguien organizaría estos conciertos, que existen
directores tan jóvenes como este, que parecen saber tocar un instrumento que se
llama orquesta y hacer que suene como uno solo, con sus brazos.
Mientras estas ideas pasan por mi cabeza,
Beethoven sigue en el primer movimiento, las mismas cinco notas, del derecho y
del revés, fuertes y suaves, ahora el clarinete solo, ahora todos a la vez.
Las pausas del concierto parecen querer
molestar al público, dejando al oído esperando recibir más notas, pero son pausas
rápidas, casi obligadas por el guión, y el director se pone rápido de nuevo,
agitando su batuta, conectando o desconectando instrumentos con su pelo, bien
cortado, agitándose al ritmo de su brazos, el mismo que el de la música.
El segundo movimiento no parece tener nada
que ver. La vida real con su ritmo más lento, pero rápidamente el frenesí se
apodera de la escena. Ahora múltiples melodías acarician los oídos, más notas,
más acordes que no se pueden reproducir, pero que siempre se recuerdan en la memoria.
Otra vez todos, ahora los violines, ahora el clarinete, la flauta, el fagot,
las violas,... y todo acaba majestuoso, ... como empezó.
El último movimiento solamente tiene de malo
que es el último. Pronto se anuncian unas pocas notas que se repetirán de todas
las formas posibles hasta el final. El final es tan anunciado que parece no
querer llegar. Es un fin pero música a la vez. Todos los instrumentos a la vez,
amagando siempre con ser el último, siempre repitiendo.
Momentos mágicos que me impulsan, incluso, a
ir a felicitar a ese director tan joven que casi no se entera de mis
"bravíssimo", por el idioma. La música con mayúsculas sigue siendo
una forma maravillosa de recargar energías viendo como un compositor, un
director y unos músicos son capaces de arrancar en otros hombres esa sensación
de belleza que, esta vez entra, sobre todo, por el oído.
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