El verano es un tiempo curioso en el que ves
a ver cosas que, habitualmente, tu
cerebro desperdicia y no ve.
Por ejemplo, una mañana
el café te pilla leyendo un periódico debajo
de los castaños, y te sorprendes de lo finas que son las hojas del papel del
periódico, y descubres una pequeña esquela
abajo y a la izquierda, pero que solamente manifiesta un recuerdo de o para
alguien que murió
hace diez años, ... el
amor eterno existe.
Descubres la figura del fornido leñador,
y te das cuenta de que "fornido leñador" es
verdadero, alguien que ha llegado a serlo por la práctica. Sí,
existen, y no practicando en un gimnasio.
También se ve el
aire que te permite soportar el calor con elegancia, llevarle la contraria a
los anuncios y descubrir que la humanidad es bastante fea, y que el cachorro
humano hace mucho ruido, incluso cuando llora.
Un viaje en coche recoge en el llano largas
filas de luchadores de sumo aguantando con sus manos los cables de alta tensión.
Y en la montaña colinas pintadas de rosa por el brezo, salpicadas por el
amarillo de la genista, el verde de los pinos, y el marrón
de la arcilla.
Este año me he
subido a un barco para hacer un viaje de 8 horas. Aquel trauma infantil,
recuerdos del horrible olor y la imparable vibración, haciendo
la misma travesía, han desaparecido gracias, supongo, a esa evolución
de la tecnología que vivimos sin darnos cuenta: apenas vibración,
apenas olor, aunque la tecnología nos haga olvidar el espesor de
la página de un diario.
El verano se me antoja como una noche de
borrachera en donde todos los problemas se esconden y parecen desaparecer.
Aunque con la edad aprendes a castigarte y a no emborracharte de olvido.
El paso del tiempo siempre parece resolver
los problemas, salvo cuando las vacaciones se acaban.
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