Un río que sube 10 metros en 10 minutos bajo la
lluvia de San José, en Costa Rica.
Darse cuenta de que ella, en su silla de ruedas,
sabe lo que piensas, en Torrellas.
Ver un rebaño de barcos esperando en el Pacífico
para cruzar el Canal de Panamá.
Los “motocochos”, motos que llevan 4
personas, en Santo Domingo.
El acento y el ¿que?,... el latiguillo colombiano.
El hotel de lujo vacío, en temporada de huracanes,
en el Caribe.
La calle Venezuela repleta de música en Santo Domingo.
Una cena solo, en río Lerma, en México.
Toronto entero, desde la torre.
Un aeropuerto en USA, cualquiera, todos iguales.
El besugo en el puerto de San Sebastián.
El viento de Cabo Caballería, en Menorca.
El viento de Cabo Caballería, en Menorca.
La soledad en un hotel de Bogotá, recordando a
Forrest Gump.
Un sombrero de ala ancha cantando, y yo comiendo un
cocido de gallina vieja, en Panamá viejo.
El taxista charlatán en Panamá, contando su vida.
La marea roja en Flamingo, en Costa Rica.
Las tartas de La Calera, al otro lado de la montaña de Bogotá.
Los caracoles en Figueres.
Y Atenas, el Partenón flotando en un mar de casas.
La barca a Parisina en el Atlántico de Costa Rica.
La hierba y la carne en Tigre, y La Recoleta, en
Buenos Aires.
La mirada de mi mujer el día de nuestra boda en
Madrid.
Miami Beach por la noche.
Disney world, exactamente como Disney World.
El decadente, muy decadente, casino de Montecarlo.
El frío, muy frío, en Andorra.
El calor del mediterráneo.
Bob Marley en Kingston, Jamaica.
La humedad de Panamá.
No es justo dejar de viajar.
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